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Pajarito

 

El maestro abrió la puerta del aula y dejó pasar a un alumno flaco vestido de verde y azul.

Llevaba una gorra extraña hecha de plumas y papel precinta.

Su nariz parecía un pico de águila, sus ojos estaban demasiado separados el uno del otro, de cejas anchas, parecieron iluminar el espacio por un segundo, cuando el muchacho inclinó la cabeza con un movimiento rápido y la luz que venía de la gran ventana que estaba en la pared del fondo del aula se reflejó en sus enormes pupilas azules… como de pájaro, para mirarnos a todos.

Tenía los brazos delgados, elegantes y sus manitas eran pequeñas, como garritas a punto de agarrarse de algo o de alguien. Su mochila parecía un nido en forma de embudo. Y su caminar tal parecía no serlo. —Mira, si casi brinca. —susurraron y alguien se rió.

El maestro leyó un papel y le preguntó algo en voz baja, que asintió nervioso.

—Les presento a Pajarito, su nuevo compañero de clases. —dijo, haciendo una controlada mueca de burla y las carcajadas reventaron por toda el aula.

—¡Silencio! —tronó el profesor. ¿A ver Pajarito, es ese tu verdadero nombre? —pregunto, no sin cierto sarcasmo, mientras lo miraba de arriba abajo con tan solo una pizca de reprobación.

—Sí, —casi trinó, bajito.

—¿No tienes apellidos?, —volvió a preguntar el profesor y puso los ojos en blanco, empinando la cabeza, como si quisiera crecer.

—No, sólo Pajarito, —respondió, lo miró y parpadeó muchísimas veces.

—¿Por qué, naciste de un huevo acaso? —me burlé.

—No, mis padres me abandonaron cuando yo era chico. —gorgojeó. Por eso prefiero no llamarme.

—Vale, vale, Pajarito. Intervino el profesor con cara de lástima. ¿Por qué no te presentas y nos dices de dónde eres y qué sabes hacer? —el maestro de matemáticas nos echó una mirada flechuda y todos callamos.

—Yo soy de todas partes, —pió, Pajarito.

—Así que de todas partes, —rezongó el profesor. Y empezó a perder la paciencia otra vez.

—¿Y qué sabes o te gusta hacer?

—Me gusta cantar como los pájaros. —dijo Pajarito y para demostrarlo, soltó una melodía dulce de Calandria que nos sorprendió a todos.

—¡Vaya, un imitador! —dijeron. ¿Por casualidad no sabrás imitar el sonido de una cachetada? —y la amenaza de un puño vino desde un pupitre de atrás.

—No, pero se predecir el tiempo, se recolectar ramas y bicharracos y hacer nidos complicados —respondió Pajarito y abrió la mochila, de donde cayeron unos dibujos raros de un árbol con copa de sombrilla y unos palos y unos nidos viejos, y salieron volando unos cuantos cocuyos, grillos y zánganos zumbones…

—¿Qué impertinencia es esa, alumno? —soltó el maestro, que, del susto, se había caído de nalgas. —No se puede andar soltando bichos asquerosos así, como un energúmeno, en esta escuela.

—No son asquerosos, solo cuando los abro se ven un poco repugnantes, —y Pajarito sacó un bisturí con el que abrió la barriga de una araña peluda, mostrando sus vísceras fosforescentes.

—¡Un arma! —la voz del maestro sonaba histérica. —Déme esa hoja filosa, bote ese arácnido a la basura, no, bote las dos cosas, y salga, salga del aula, que me estropea mi clase.

—Sí, que se vaya el buitre de una vez, —dijo el del puño, que se arremolinaba, huyendo de unos zánganos que persistían en aguijonearle las orejas.

—¡Que se vaya!, ¡A la oficina del director con él! ¡Sáquenlo de aquí! —gritaron, y mientras le tiraban tizas y bolas  de papel y un borrador le partía la ceja a Pajarito, se oían unos cantos de jilguero y de canario, y hasta pedorrearas de cartacuba, entre el chirriar de unos grillos imposibles.

Y Pajarito, tan asustado de tanta ferocidad, tan poca cosa, nos echó una mirada triste ladeando su cabeza coronada de plumas, fue dando saltitos hasta la pared del fondo de la clase, secó la sangre que le caía sobre los ojos con la manga de la camisa y salió volando por la ventana.

 

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Muela

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