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Noventa años de soledad

Por años he contado la misma historia. Aquella en que una mañana luminosa de verano mi hermano me llevó a conocer los libros.

No estaban muy lejos. Estaban en casa, recluidos en sus prisiones de cartón. Lo único que los identificaba era la palabra LIBROS junto al logotipo de un detergente.

Mi madre había comprado un librero (precioso nombre en comparación al frío “estantería” peninsular) para de una buena vez sacar los libros y que sirvieran de algo, por lo menos de adorno. Pero conforme los colocábamos, a mí se me abría un mundo nuevo. Me enamoré de ellos, como lo hicieron Romeo y Julieta, la primera obra que leí completa con doce años. Es verdad, mucho no entendí, pero me dejó un regusto agridulce en la boca que jamás olvidaré. Seguí con Hamlet y luego cambié la marcha con un par de novelas negras de un desconocido autor mexicano llamado José Pérez Chowell.

Entonces llegaron dos pequeños libros que me golpearían con todas sus palabras. El primero, Aura, de Carlos Fuentes. Luego vino La hojarasca, de Gabriel García Márquez. Me lo recomendó mi padre. Al principio no quise leerlo por dos razones, estaba en la adolescencia y todo lo que viniera de mis padres me sonaba aburrido, la segunda, en la contraportada explicaba que se trataba de tres monólogos. Algo que me sonaba todavía más aburrido. Pero a falta de más libros, me lo llevé a los ojos y me conquistó la historia de aquel médico que comía hierbas, de esas que les dan a los burros.

Así pasó el tiempo hasta que me acabé todos los libros que me interesaban. Sólo me faltaba uno. Ese nunca había descansado en el librero. Permanecía quieto en la mesa de noche de mi madre. A veces lo había iniciado, pero nunca pasaba de cinco páginas. Me parecía difícil, aunque con un tono familiar.

Una noche, viendo que ya no me quedaba nada qué leer y con la ansiedad por los aires. Me lo llevé a la cama y juré terminar el primer capítulo, luego apagaría la luz. Cuando lo logré, pasé al segundo y así sucesivamente hasta que vi el reloj, por primera vez en mi vida, marcando las tres de la mañana.

Al amanecer continué con la lectura, y en tan sólo un fin de semana lo había terminado. La última página la leí con la respiración contenida hasta la última frase que logró, también por primera vez, arrancarme una lágrima. Así descubrí la literatura y que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían otra oportunidad sobre la tierra.

Aquella mañana supe el camino que debía de tomar. Estudié periodismo, escribo, amo las palabras. Y todo por un libro, ese que escribió Gabriel García Márquez en la misma ciudad donde nací. A él sólo lo vi una vez, pero esa es otra historia.

El 6 de marzo pasado habría cumplido noventa años. Aunque desde hace mucho se había convertido en inmortal.

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