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¿Existe una música africana?

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Es de noche y en la penumbra africana resuenan los tambores. Junto a una hoguera los músicos baten los cueros, mientras frenéticos danzantes, como embrujados por una fuerza remota, realizan impúdicos movimientos. La escena no es real. Sin embargo, nos resulta familiar debido a la imaginación racial vinculada a la música africana. En un clásico de la etnomusicología posmoderna, Music and the Racial Imagination (2001), Philip Bohlman y Ronald M. Radano definen tal concepto como una matriz tornadiza, generadora de construcciones ideológicas sobre la diferencia, asociadas al cuerpo y al color de la piel. Ella siempre ha encontrado buena morada en el campo de la música. Y es que la música, como un acto colectivo, ofrece una plataforma ideal para representaciones del Otro.

Sin duda alguna, África es la región del mundo que más ha sufrido los estragos de la imaginación racial en música. Dentro del paradigma evolucionista que inspiró la etnomusicología temprana, África vino a ocupar el lugar de lo arcaico. “El africano”, dice A. M. Jones, uno de los fundadores de la musicología africanista, “ignora por completo toda teoría que organice de manera latente su música. La hace de manera espontánea”. Y Hugh Tracey, otro de los estudiosos emblemáticos de la música del África oriental: “Para los africanos, por supuesto, no existe la notación musical. La música es para ellos completamente auditiva, jamás visual”. ¿No reducen estas representaciones lo africano a lo intuitivo, a lo pre-racional e iletrado?

La idea de ritmo fue fundamental para construir esa brecha temporal y evolutiva entre lo africano y lo europeo. La música africana aparece así entrampada en la fase más primitiva del arte de las musas, la del ritmo, que antecedía a la melodía y la armonía, los pilares de la música europea decimonónica. El musicólogo ghanés Kofi Agawu ha mostrado que, efectivamente, desde sus pinitos, la etnomusicología caracterizó las culturas musicales africanas como fundamentalmente rítmicas. Si bien cierto que este tipo de estigmatizaciones no estaban exentas de admiración —los elogios a las estructuras polimétricas, polirítmicas y a las síncopas son frecuentes en Jones, Erich von Hornbostel, Richard Waterman o Kwabena Nketia—, no es menos es cierto que ellas reforzaron durante todo el siglo XX nociones del Otro asociadas al colonialismo y la dominación, alimentando lo que Klaus Wachsman ha denominado “las fantasías occidentales sobre la música africana”. ¿Por qué es problemático representar al África como la tierra del ritmo? Porque dicha visión homogeniza la música de un extenso y variopinto continente. ¿No existen acaso diferencias sustanciales entre las tradiciones musicales de los Khosian, los Bubangui, los Ewe o los Tsonga? Del mismo modo, la reduce a solo uno de los variados aspectos que la caracterizan. ¿Por qué habrían de ser menos africanos los melódicos cantos coptos de Egipto, los melismas de la música monódica norafricana o la música de laúdes de los Tuareg?

Bohlman y Radano han señalado que la mirada occidental racializó la música africana, haciendo del ritmo una esencia metafísica que la circunscribe a lo lúdico y a lo dionisiaco y que al alejarla de la mente —por antonomasia la fuerza generadora de la música erudita—, la lanzó a un orden arcaico, cualitativamente inferior al europeo. En su excelente libro Was bedeutet uns Afrika? Zur Darstellung afrikanischer Musik im deutschsprachigen Diskurs des 19. und frühen 20. Jahrhuderts, Florian Carl ha registrado igualmente, con agudeza analítica inusual, la forma cómo la etnomusicología construyó el cuerpo civilizado, oponiéndolo al “sensual” y “salvaje” africano, enclaustrado en el ritmo. Paradójicamente, Agawu ha advertido que numerosos idiomas africanos como el Ewe, el Hausa, el Mande o el Tiv no conocen la palabra “ritmo” como categoría musical. “El ritmo africano”, concluye parafraseando a Valentin Mudimbe, uno de los bastiones de las teorías del poscolonialismo, “es entonces una invención, una construcción, una ficción, un mito, y por último, una mentira”.

¿Quiere decir que no hay un ritmo africano? Sería realmente iluso negar que en el África existen lenguajes musicales que se fundan en estructuras rítmicas alternas o sincopadas, que en numerosos grupos humanos se ejecutan juegos de tambores y otros instrumentos de percusión o que numerosas expresiones musicales son impensables sin la danza. Pero no existe ninguna matriz rítmica africana que se expanda por todo el continente y que merezca por tanto un nombre genérico. Por tanto, el uso del singular no se justifica.

Tampoco existe una música africana, imponiéndose aquí nuevamente el uso del plural. Las complejas orquestas timbila —los xilófonos polifónicos Chopi—, las flautas de pan Nyanga de Mozambique, los cantos multivocales de los Aka centroafricanos y de los Baka cameruneses, las tradiciones de kora, el arpa laúd de los Mandika en región occidental del continente, o los tambores parlantes de los Hausa son tan divergentes entre sí que sólo geográficamente permiten se que les aglutine.

La imaginación racial también ha marcado la percepción de las músicas africanas en la diáspora. El jazz, la salsa, el merengue, el reggae, así como el African beat han sido definidos por sus vínculos rítmicos con la tierra ancestral. En la imaginación histórica de los afrodescendientes y de algunos investigadores tempranos, como Richard Waterman o David Simms, las músicas negras del Nuevo Mundo son transformaciones de difusiones tempranas. Y sin embargo, la africanidad de muchos géneros en América ha ido creciendo a medida que transcurre el tiempo. Como el nacionalismo negro del ganster rap y el HipHop político en Norteamérica lo demuestra, los vínculos con una supuesta matriz cultural africana no precisan verdades históricas. Un buen ejemplo de ello es el caso de la música de raíces africanas en el Perú, casi extinguida durante la primera mitad del siglo XX debido a las efectivas políticas de blanqueamiento y resurgida en la segunda mitad, cuando el Black Power y las luchas de independencia africanas exportaron el orgullo negro al mundo entero. Entonces intérpretes y promotores culturales limeños echaron mano de documentos coloniales, de prácticas musicales del Atlántico negro, del África y de la imaginación racial para reafricanizar su música, revitalizando en la contienda el cajón y la quijada, a la vez que incorporando otros tambores, como los bongos y las tumbas, que no había sido usados tradicionalmente por los grupos de afrodescendientes peruanos pero que reforzaban su africanidad.

Hip Hop

La imaginación racial también ha dejado huellas en la música erudita del África. Emulando el lenguaje de los nacionalistas románticos del siglo XIX, numerosos compositores africanos de música de arte del siglo XX — Fodéba Keita (Guinea), Dumisami Maraire (Zimbabue), Kevin Volan (Sudáfrica), Ayo Bankole o Fela Sowande (Nigeria) entre otros— han recurrido a los tambores y a la pentafonía para darle un carácter nacional a su música. Pero ¿podemos tildar de africana una música inspirada en el marco conceptual del nacionalismo musical europeo? ¿no sería mejor alejarse de los clichés sobre lo africano y crear nuevas sonoridades como propone el filólogo nigeriano Abiola Irele cuando se pregunta, angustiado, si es compatible una música basada en la sistematización racional con otras fundadas en la improvisación y lo contingente?

Tras estudiar el caso de Guinea, Nick Nesbitt ha sostenido que la racionalización y la burocratización no ha desfigurado la inmediatez del lenguaje musical Mande, dando paso a grandes obras tanto en la música académica como en el campo de lo popular. Pero ¿no se inscribe esa caracterización nuevamente en un discurso de alteridad? ¿Por qué, a diferencia de la europea, la música africana tiene que tener un sello que la territorialice o la suscriba a un estrato cultural o racial? El filósofo Paulin Houtondji ha sostenido, con firmeza, que la filosofía del África no debe circunscribirse a cuestiones de mitología local, como en el caso de la subordinada etnofilosofía, sino valerse por sí misma como cualquier discurso filosófico, independientemente de su procedencia. Este viraje hacia una definición geográfica de lo africano sea tal vez la mejor forma de combatir el esencialismo que implica la imaginación racial en música y que permite al imperialismo académico, bajo el lema de “zapatero a tus zapatos”, condenar al África y a sus músicas a permanecer en la periferia.

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