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Monigote

 

El vuelo duró nueve horas y un enjambre de ambulancias, policías, reporteros y cadenas de televisión nos esperaban en el aeropuerto cuando aterrizamos. Iba en primera clase, al lado de la mujer del embajador. Una señora muy amable que todo el mundo decía que estaba loca. En el viaje no me cansé de decirle que aquello se jodía, que nos íbamos a desplomar en medio del océano como un adoquín. Que si no sabía que a esa velocidad, dar contra el agua era igual que caerse desde un rascacielos sobre el pavimento. No quedaría ni polvo de huesos, lo leí en un suplemento dominical.

Pero la mujer me sonreía, divertida por las tonterías que yo decía. Tenía unos ojos bondadosos y unas manos largas de pianista o de tocadora de arpa. Las usaba para tejer un suéter naranja y marrón espantoso, como para un niño pequeño.

En medio del vuelo una azafata me llevó a la cabina del avión. A primera vista me pareció que había entrado a una tienda de relojes, había miles de ellos, y de luces y paneles y palancas. Fui a tocar una y el piloto me dio un manotazo leve. —Si tocas esa palanca el avión se parte en dos, —dijo. Y yo saqué el brazo bien rápido, porque la sonrisa del hombre era de esas de que lo decía en broma, pero que podía pasar.

El copiloto sacó una foto de un niño sonriente, muy parecido a mí, con cabezota grande, pelo lacio y negro y una sonrisa de tiburón de dientes disparatados, igualitos a los míos. —Eres muy parecido a mi hijo. — dijo. Y me ofreció un chocolate.

Cuando volví al asiento, la mujer me estaba esperando con una cinta métrica y me midió la cabeza. Había desbaratado el abrigo y estaba lista para comenzar un gorro.

—En Alemania hay muchísimo frío —dijo.

Todo iba transcurriendo normalmente hasta que el copiloto pasó por nuestro asiento. Esta vez me tenía preparada otra excursión, iríamos a ver el tren de aterrizaje del avión, dijo, guiñándole un ojo a la tejedora.

Recuerdo que caminamos por el pasillo hasta el fondo, donde dos aeromozas hablaban de béisbol. El copilo les dijo que nos dieran unos diez minutos, que tenía que conversar algo importante conmigo y ellas se fueron y cerraron las cortinas que separaban esa sección de la cabina de pasajeros. El copiloto se sentó en una silla de formica azul y me invitó a sentarme en sus muslos.

—¿Tienes miedo? —preguntó.

Yo le dije que no, había leído que era más probable que me partiera un rayo que se cayera el avión.

—Tienes muchos granos en los muslos, debes tratarte eso. —dijo el copiloto y me pasó sus manos blandas por las piernas. Ponía los dedos índices en las puntas rojas de los granos y los apretaba un poco.

Ya me empezaba a sentir incómodo en las piernas del hombre, que eran huesudas. Además, no veía cuándo íbamos a ver el tren de aterrizaje. Pero el hombre no me soltaba y su respiración me hacía unas cosquillas desagradables en el cuello… jugaba un juego extraño el copiloto, tratando de meter su lengua en mi oreja.

—¿No vamos a ver las ruedas? —le pregunté enojado y tomé un espejo de tocador que una de las azafatas había dejado sobre uno de los carritos de repartir los jugos para rompérselo en la cabeza. Mi padre siempre me decía que si alguna persona mayor me molestaba o intentaba agarrarme, que le rompiera en la cabeza lo primero que tuviese a mano. Al tomar el espejo, sin embargo, vacilé un segundo y reflejé por un instante nuestras dos caras, juntas, de tal suerte que el copiloto las miró, azorado.  A mí me dio lástima verlo así, con cara de monstruo sorprendido, y le puse mi sonrisa de cachalote.

Entonces el copiloto ensombreció, los ojos se le encendieron y el rostro se le puso gris.

Me bajó de sus piernas en medio de una arqueada y vomitó violentamente el corazón sobre el tapete plástico donde se preparaban los alimentos. Era un corazón grande, negro, lleno de venas humeantes, que salió corriendo en dirección a la cabina de pasajeros como hacen los actores de los circos, golpeando violentamente las cortinas.

El copiloto quedó depositado en la silla, ajado y hueco, en una pose de monigote abandonado y yo regresé a mi asiento, donde la loca diplomática, ajena a los de gritos de terror que el corazón fugado provocaba en la clase económica, me tenía listo un gorro horrible que no me sirvió.

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