La anécdota me la narraron a mediados de la década de los 90. El que me la contó era un burgués catalán, un compañero de trabajo que con los años se situaría al otro lado del comité de empresa que yo representé y junto a aquel gerente que tenía el retrato de Margaret Thatcher bien visible en el despacho y en su cerebro, desde el que realizó una drástica limpieza del personal docente de aquella academia en la trabajábamos ambos.
Agustí, así se llamaba mi compañero. Corbata siempre que era posible. Por supuesto, americana y, si podía, aparecía hasta con traje a las reuniones, siempre con ese aire apolillado que le endosaba como mínimo un lustro más de vida a los años que tenía. Además de unos pésimos chistes, se jactaba de su buena forma física pese a que la barriga hacía tiempo que no le dejaba verse los testículos en la ducha. Desde tiempo atrás jugaba en la Meiland, la liga privada más prestigiosa de Barcelona: hierba artificial, vestuarios amplios, bar siempre abierto, amplio parking para los usuarios, horarios flexibles. Fútbol sala de salón para bolsillos acomodados—aunque, en realidad, se juega fútbol 7—, una liga para hombres trajeados como Agustí. Allí, en la Meiland, situaba mi interlocutor la anécdota, que empezó a narrar a la salida de una soporífera reunión de los docentes de matemáticas en la que, una vez más, sus malas bromas habían sido más protagonistas de lo necesario.
—Coincidí con ellos en un partido —dijo. —Estaba todo el clan —dijo. —Eran unos guarros. Daban patadas antes de que se hubiera iniciado el partido —dijo. —No paraban de hacer triquiñuelas y trucos para confundir al árbitro.
Y dejaba entrever su falta de clase, los tentempiés que comían en la banda de cualquier manera —probables restos de algún asado familiar—, y hasta el mal vestir que les caracterizaba, aunque fueran de corto. Hablaba de los Maradona. Era una escena más de su paso por la Ciudad Condal. Pero no el del astro que se vistió con la camiseta azulgrana, sino del de su familia, que compartía con él una lujosa torre en la zona exclusiva de la ciudad, para desesperación de las sagas patricias de la burguesía catalana, guardianes del buen gusto que Agustí no tenía pero parecía defender.
El día en que Agustí contó aquella escena, Maradona ya había abandonado el Nápoles y hasta Europa, en el deambular de sus últimos años por la primera división argentina. El Barça había encontrado un estilo cruyfista de fútbol que enorgullecía a sus seguidores, ajeno a los vaivenes que caracterizaron la década de 1980 y que se había convertido en su identidad. Aquella separación mutua ocultaba lo que verdaderamente no supo ver una parte de la sociedad de Barcelona que se movía en torno al club de fútbol: que Maradona era en realidad un corsario, un gladiador, un capitán de un grupo de desarrapados que, con él al frente, habían sido capaces de mirar a la cara a sus rivales, habían suplido sus carencias con el orgullo colectivo y hasta habían sido capaces de ganar. Así ocurrió en el estadio azteca en 1986, así ocurriría en el Nápoles después, así había intentado Maradona que ocurriera en aquella aciaga final que jugó contra el Bilbao, que terminó en batalla campal y en la última imagen de su paso por el Barça. Así ocurría con su familia, porque Agustí había guardado la información más importante para el final: lo que más le fastidiaba del clan Maradona era que al final les habían ganado.