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Luego el silencio

Era delgada, tendiendo hacia flaca. De mediana estatura. Piernas largas. Pelo entre rubio y castaño. Cuello estrecho. Después me diría que de niña sus compañeros de escuela se burlaban de ella. Le llamaban jirafa. La vi al salir del edificio, en el estacionamiento, pasó frente al carro, con rollerblades. Patinaba con esa languidez extraña que tienen las chavas jóvenes. La miré. Estaba cansado después de un día caminando de junta en junta. Ya estaba listo para irme directamente a casa y sentarme frente a la tele. Las sombras se alargaban en esa tarde de otoño. Los árboles estaban en el proceso de cambiar de color. Octubre. Dartmouth College.

Estas historias empiezan así.

Los vecinos. Otra vez. Gritan. Miro el reloj, las dos de la mañana. Salgo de la cama y me voy hacia la ventana. Afuera todo está oscuro, muy oscuro. Puedo ver que entre los árboles hay una luz encendida en su casa, estoy seguro que es la luz de su habitación. Por un momento quiero gritar que se callen, que aunque vivamos en el bosque, aún hay gente que tiene que trabajar al día siguiente. Vacilo en llamar a Juliana, sé que estará despierta porque está estudiando para un examen. Camino por la habitación, los gritos de él por entre los árboles. Espero que algún oso se encabrone y se meta a su casa. Pienso salir a la universidad. Dormirme en mi oficina. Algo. También me entra la idea de ir al dormitorio de ella, pero sé que no sería bien visto. Bajo a la sala donde no se pueden oír los gritos y me acuesto sobre el sofá. Saco un periódico por debajo de los colchones y empiezo a leer. El titular anuncia la muerte de Nixon. Miro la fecha, 23 de abril de 1994. Cierro el periódico y saco una revista. Data de 1989. La caída del muro de Berlín. Me quedo dormido leyendo sobre los festejos.

¿Otra vez? Me dice cuando le cuento a la mañana siguiente.

Sí. Creo que van hacia un récord nuevo, han peleado tres noches esta semana.

Estamos en el Dirt Cowboy tomando desayuno. Le digo que me dormí en la sala.

Ay, Damián, por eso te ves tan cansado.

Cambio de tema y le pregunto si está preparada para su examen de antropología. Hace una mueca. Voltea la mirada y sonríe.

No estudié. Me pasé casi toda la noche consolando a Tiffany, confiesa.

Con la cara que pone estoy a punto de darle un beso. Pero me acuerdo que la jefa del departamento está sentada a unas mesas de nosotros. Y aunque nuestra relación es más o menos public domain, todavía no se me quita la idea de que alguno saldrá para reclamar que no está bien visto tener una relación con una alumna. Y no es que sea una gran diferencia de edad, tengo treinta y tres años y ella veintidós. Mi asesor de tesis dobla la edad de su segunda esposa. Se entiende, según me contó Teresa antes de venirme a New Hampshire, el amor al final no es nada más que el resultado de la proximidad. Estábamos sentados en un puente abandonado, tomando cerveza. Oíamos el ruido del río que pasaba por debajo de nosotros. Era una noche clara de junio. Las estrellas se veían con más nitidez porque no estábamos cerca de ningún pueblo.

Teresa cantaba esa rola que decía: “The stars at night, they shine so bright”

Y a mí me tocaba la respuesta: “Deep in the heart of Texas!”

Pero no le seguía la onda. Pensaba en mi ex Alina que de vez en cuando me llamaba. Aunque había pasado más de tres años desde que llegué a Texas, todavía me acordaba de ella en ciertas noches.

Nada más que proximidad, me repitió Teresa.

Esa tarde de otoño la miré acercarse a mi carro para luego pasar frente a mí. Perdido en el cansancio de las reuniones de ese día casi no la vi hasta que pasó a mi lado. Se llamaba Juliana aunque en ese instante no lo sabía. Tampoco sabía que era mexicana, que estudiaba historia ni que esa tarde había sido el aniversario del mes en que decidió dejar a su novio, un undergrad en Harvard. Tampoco sabía que dentro de unas semanas se sentaría a mi lado en el Dirt Cowboy y se presentaría, Juliana.

Todo eso vendrá después, como también lo demás, enamorarnos, irse a vivir conmigo en la casa al lado del lago y pasar noches que no podrá dormir por los gritos de los vecinos. En ese momento sólo la miraba patinar por la calle, en mi carro, siguiéndola, como si me guiara por un pueblo extraño.

Había estado en Hanover un mes, invitado como profesor visitante durante el año académico. Daba un seminario ese trimestre sobre geografía urbana. No me agradó mucho la idea de irme a vivir a New Hampshire, una parte del país que desconocía por completo y que  quedaba lejos de mi querido Southwest. A la vez, la oferta me vino bien para tomar distancia y quitarme finalmente lo de Alina, el salario me ayudaría y era Dartmouth.

¡Dartmouth! ¡Felicidades, broder! Me felicitaban los amigos. Mi madre armó una gran fiesta en el pueblo. M’ijo se va para Dartmouth, anunciaba con alegría. Yo les decía a todos que no era nada. Sólo es por un año. Sólo voy como visitante. Pero no les importaba. El hecho era que alguien del pueblo se iba como profesor en una de las Ivy League Universities. La gente tampoco entendía que era eso del Ivy League, pero les sonaba importante.

Tuve problemas en conseguir alojamiento en Hanover. Finalmente encontré una casa al lado del lago Eastman. Me habían dicho en el real estate office que el lago quedaba a veinte minutos del campus. Era verdad. Tomaba veinte minutos para llegar a Eastman. Pero de allí eran veinte minutos más por caminos estrechos y sinuosos entre el bosque para llegar a la casa. El viaje al campus me tomaba cuarenta minutos.

La casa era de madera, con una sala que abría a una terraza grande con vista al lago. Estaba rodeada de vegetación. La única otra casa que quedaba cerca estaba a unos diez metros. Casi no se podía ver por los árboles.

La dueña vivía en Boston y usaba la casa para el verano y varios fines de semana cuando quería escaparse de la ciudad. Aceptó alquilármela por un año. Cuando negociamos el contrato me habló de la cantidad de actividades que ofrecía Eastman. Esquiar sobre agua, alquilar canoas, hiking por el bosque, ciclismo, montar caballo, pescar en el verano. Esquiar sobre nieve —tanto cross-country como bajar por el ski slope que estaba a un lado del lago— pescar sobre el lago congelado y una cantidad de actividades más que me hacían saber que la casa que alquilaba era una puerta a un mundo lleno de actividades. Cuando le expliqué que lo que buscaba era un espacio tranquilo para trabajar, me dijo que la casa también era perfecta para eso. En vez de puerta que se abría, era una que se podría cerrar al mundo.

Para uno que buscaba esa soledad y ese alejamiento era perfecto. La paz total. Uno podría sacar a su Thoreau interno. Pero para mí, que me sentía a gusto en las ciudades, que me sentía contento con ver edificios altos, tráfico y capas de contaminación en el aire, vivía en terror. Si tuviera que escoger entre tipos de campo, prefería siempre los campos abiertos, con pocos árboles, como los del valle central de California donde vivía mi familia. El bosque no me inspiraba confianza, menos los ruidos por la noche de los animales. Cualquier cosa podría pasar desapercibida. Sentía que en cualquier momento saldría algún Jason o Freddie Krueger para descuartizarme. Me maldije la tarde que encontré un venado a dos metros de la entrada a la casa. De noche escuchaba con desconfianza a los mapaches trepándose por el techo. Temía la mañana en que saliera de la casa y ver a un oso escrutándome. Me agobiaba tanta naturaleza descontrolada. Después de una semana en esa casa, empecé a entender la locura de Jack en The Shining.

Aunque hay poca distancia entre nuestras casas, todavía se siente uno aislado. Por los árboles. A veces sentado en la terraza pude ver la otra casa. Su ubicación es distinta y lo que veía eran partes de una pared de madera. Los vecinos y yo compartíamos un camino y a veces nos encontrábamos. Era una pareja joven, de más o menos mi edad. Era obvio que pertenecían a una clase privilegiada. Los había visto en Hanover. Ella era rubia y siempre vestía bien. Ropa de marca. Él, también. Emanaban el privilegio y la comodidad como jamás había visto en otras personas.

Con frecuencia los encontraba en el Dirt Cowboy, mi sitio preferido cuando no estaba en mi oficina. Tenían el aire de gente que siempre se les había dado todo. Algo frío, incluso entre ellos. Se sentaban en una mesa y no miraban a nadie. Ya no se trataba de simple arrogancia. Era algo más. Indiferencia total. Él leía el New York Times y ella se pondría a hojear cualquier revista. Casi nunca se dirigían la palabra. Una pareja que había optado por el privilegio y el status en vez de la felicidad.

Por supuesto, nunca hablábamos. Seguro que notaban en mí un pasado laborando en los campos de arroz o en la pizca de las aceitunas. Era evidente que no era dueño de la casa a su lado, que simplemente era un inquilino y que, por eso, pertenecía a otro nivel social. Uno al que ellos nunca les interesaría entender. No querían ensuciarse con esa realidad.

Juliana trabajaba en el Co-Op de Hanover. Antes siempre iba al otro, el que quedaba cerca de la carretera. Después de conocerla, cambié de sitio. Lo bueno fue que empecé a trabajar más en la oficina. Por las tardes iba al Co-Op para comprarme algún bocadillo y me regresaba a la uni. Cuando Juliana terminaba su turno, pasaba por ella y nos íbamos a Eastman.

Camino a Eastman me contaba de su día, de sus clases, o de cualquier cosa que recordaba. Uno de sus profesores empezó una clase dedicado a la década de los 60 con una anécdota: lo que para él significaba esa época. Describió el día que era undergrad caminando por su campus y al llegar a un edificio se encontró con la chica más guapa que jamás había visto en su vida. Ella salía del edificio y al cruzarse se dieron un beso larguísimo y se separaron. Jamás la volvió a ver. Me contó de una noche de copas con amigas en Nueva York, de los bares por donde habían pasado. Uno tenía la entrada por una bodega Dominicana y estaba en el sótano. A otro se entraba por lo que parecía ser una sala típica, con sofá y televisión y fotos familiares. El bar estaba atrás, pasando la cocina. A mí me recordó a mi bar favorito de Santa Bárbara, Elsie’s. La fachada era una tienda abandonada. En la entrada había grandes vitrinas viejas y algunos sillones. El bar quedaba en el almacén que daba a un pequeño patio. Una noche cuando caía nieve los dos nos contamos cuentos de fantasmas. Al llegar a la casa estábamos suficientemente espantados que Juliana me hizo salir primer e iluminar todo para que viera que no había ningún fantasma o matón esperándonos.

En el principio le gustaba bromear que iba a escribir una carta a la administración. Estimados administradores. Quisiera anunciarles que uno de sus ilustres maestros visitantes me acosa. Soy una joven inocente que viene de una familia mexicana muy tradicional. ¿Qué dirán mis padres de este agravio contra su honor? ¿Cómo me defenderé? Me dictaba su carta y cuando me veía suficientemente estremecido me sonreía.

Ella me despierta. ¿Qué? Le pregunto, la voz ronca. ¿No los oyes? Sacudo la cabeza y los oigo. No manches. Están peleando. Otra vez. Ya estoy acostumbrado al relajo, pero ella no. Los dos en la cama, escuchando los gritos de los vecinos. Se da cuenta que no me sorprende. ¿A poco siempre son así? Pos sí, mi amor, le contesto. Casi siempre. Creo que pelean cada cinco días. Al principio me molestaba y quería gritarles, pero ya casi nunca me despertaban. Juliana empieza a reírse. Imagínate, me dice, la vida de ellos. Para oír mejor, salta de la cama y se va a la ventana. Órale, como Rear Window, le digo. Nos paramos, intentando ver entre los árboles. Nada. Aunque sabemos que gritan no podemos descifrar las palabras, como que hablan un idioma extraño. Después de un rato, las voces disminuyen y nos regresamos a la cama.

Las primeras veces le pareció gracioso lo de los pleitos de los vecinos. Después empezó a alarmarse. No sabía cómo me podía dormir con el ruido. Me despertaba y me pedía que hiciera algo. Siempre le decía que no sabía qué hacer. No les podría gritar a esos gritones. Tampoco pensaba irme a su casa a esas horas para decirles que se calmaran. No salía para nada de noche a ese pequeño bosque embrujado que separaba las casas. Juliana se enfadaba conmigo por mi cobardía.

Finalmente creo que también se sintió inútil al tampoco poder hacer nada.

Salgo a la terraza para ver el lago. Congelado. Miro las nubes. Cuando alquilé la casa no pensé en cómo saldría para Hanover los días de nieve. No me gustaba manejar por calles congeladas y para llegar a la casa al lado de Eastman había que cruzar muchas colinas. Hace un mes el carro se resbaló y me salí del camino. Afortunadamente, no me pasó nada. Sólo el susto. Me fijo hacia la casa vecina. Nada. Silencio total. Los árboles sin sus hojas forman caligrafías extrañas. La casa al lado es casi igual a la mía. El carro de ellos está estacionado en el camino de entrada. Una imagen de perfecta normalidad. Como si nada hubiera pasado.

Pienso llamar a Juliana, pero sé que no me va a contestar.

Después de estar juntos un par de meses, empezó a pasar menos tiempo en la casa. Prefería dormir en su dormitorio. Me decía que tenía que estudiar, pero sabía que ya estaba cansada de tener que pasar nuestra relación a escondidas. Juliana me decía que no tenía por qué preocuparme. Sólo era un profesor visitante y no tenía que pensar en reglas universitarias que no me afectaban. Tampoco era necesario preocuparme ya que no era alumna mía. Estaba cansada de vivir una vida secreta. Un día mientras estábamos por el Quad me tomó de la mano. Ya no le importaba quién nos veía. Me sentí raro pero acepté que nuestra relación había pasado a una nueva etapa. Dos días más tarde empezó a dejar cosas en la casa. Ropa. Maquillaje. Libros. Era diciembre y sabía que pronto habría mucho más nieve y que iba a ser difícil salir de esa zona para la compra. Me gustaba la idea de estar compartiendo la casa con ella.

No recibí ninguna carta de la administración. Los colegas tampoco dijeron nada.

Pasamos juntos las navidades, ella decidió no regresar a casa y mi familia en California sabía que pensaba estar metido en el trabajo durante las vacaciones. La mayoría del tiempo estuvimos en casa, acostados al lado de la chimenea o bailando en la sala con la música que teníamos. Por las tardes nos acostábamos en el sofá y le contaba de mis años como locutor de radio. A veces salíamos a caminar al lado del lago. Nos imaginábamos la última pareja en el mundo. Hicimos el amor en cada una de las habitaciones, en la cocina, el comedor, la sala y en las escaleras. Hasta en la terraza. Bajo una cobija gruesa de lana. Aún así sentimos el frío y al terminar nos regresamos corriendo a la comodidad de la sala para que yo prendiera el fuego. No llegamos a hacerlo en el sótano. Era demasiado frío y despedía un aire de miedo. ¿Aquí es dónde se esconden los cadáveres? Me dijo cuando lo vio por primera vez. Hablábamos de conseguir un perro, pero pensé que la dueña de la casa no nos daría permiso. Soñábamos con la llegada de la primavera para que pudiéramos alquilar una canoa para remar sobre el lago.

Nos dimos cuenta en esos días que éramos una pareja cursi.

Miro de nuevo a la casa. Toda silenciosa. No se ve nada que se mueva detrás de lo negro de sus ventanas. Sé que allí dentro pasó algo. Sé que por alguna razón ha cerrado las cortinas. Estudio el lago. Me pregunto cuándo se descongelará. Oigo pisadas en la nieve. Algo viene entre las ramas. Los sonidos crispantes mueren rápido en el aire. Y le veo. Está caminando por el camino que recorre el lago. Está solo. Lleva ropa de pescar. Me acuerdo que le había visto salir a una casita sobre el lago congelado donde pescaba. Me mira y saluda. Como si nada. Como si siempre fuéramos cuates. Sube a su casa y entra por la puerta del patio. Es un día helado.

Después del primer pleito que me despertó, les vi salir una tarde del Hanover Inn. Se vestían impecables. Puse especial interés en ella, pero no tenía ningún rastro, ningún moretón, nada. Simplemente parecían la pareja perfecta del pueblo. Se subieron al carro y se fueron. Seguí caminando a la librería.

Durante el mes que vivimos en la casa los vimos sólo una vez. Acabábamos de caminar hasta donde se alquilaban canoas y estábamos de regreso a casa. Me venía hablando de una amiga suya de la ciudad de México. Odiaba el frió y hablaba de buscarse un trabajo en un lugar cálido. Lo más caliente, mejor. Pensamos en qué diría si estuviera en New Hampshire. Nos estábamos riendo cuando los vimos. Estaban en el patio de su casa, los dos perfectos en sus chamarras de invierno. Parecían un anuncio para el catálogo de L.L. Bean. Los vimos y nos callamos. No decían nada. Estaban parados como maniquíes en pose de photo shoot para revista de moda alta. Cuando entramos a casa nos reímos tanto que nos salían lágrimas.

No sé cómo puede vivir esa gente. Me dijo.

Pues, le contesté, alguien me dijo que los ricos no son como nosotros.

La primera vez que vino Juliana a la casa le di un pequeño tour. Le presenté la cabeza de venado colgada encima de la chimenea. Después le enseñé las hamburguesas vegetarianas que me encontré en el refrigerador. Le mostré el sofá que estaba reforzado con periódicos y revistas, la más antigua que había encontrado era de 1980. De allí, la saqué al patio que daba al lago. Le señalé la casa que quedaba al lado. Le dije de los pleitos que nunca se podían entender bien por los árboles.

Allá por febrero comenzaron a pelearse con más frecuencia. Como Juliana estaba en la etapa de exámenes empezó a pasar más tiempo en Hanover. Casi llegué también a dormir en la oficina para no tener que escucharlos. Me decía Juliana que cuando terminaba con los exámenes regresaría a la casa. Decía que nosotros haríamos nuestro ruido. Mostraríamos a los vecinos qué tipos de gritos se deberían hacer por la noche.

Por las tardes nos poníamos frente a la chimenea para calentarnos con el fuego de la leña que había metido a la casa y con lo que sacaba del sofá, que empezaba a disminuir en tamaño. A veces Juliana sacaba alguna revista o periódico del sofá y me leía lo que encontraba. ¿Sabías que NASA va a mandar un Space Shuttle para arreglar los defectos del telescopio Hubble? O, dice aquí en el New York Times que hay que ver la nueva película de Almodóvar, una que se llama Mujeres al borde de un ataque de nervios. Esta revista dice que Jurassic Park es una maravilla tecnológica. Está otra dice que con su nuevo disco, The Bends, Radiohead no tiene futuro.

Hago un pequeño tour de la casa. Aquí en este sillón se sentó Juliana mientras hablaba con su madre. Aquí en esta mesa cenábamos comida del Co-Op porque a ninguno nos interesaba guisar mucho con las pocas cosas que había en la cocina. En esa alfombra nos acostábamos para mirar la cabeza del venado. Imaginábamos que era una cabeza mecánica, como en Disneylandia. En cualquier momento empezaría a hablar y a cantar. Allí en esa pared colgaba su chamarra verde, su bufanda roja y su gorra negra. En este cuaderno al lado del teléfono me escribió una carta de amor. En este escalón me retó a una carrera a la habitación. En esta cama dormíamos. Debajo de estas cobijas nos abrazábamos.

Los gritos. Otra vez. Nos despertamos asustados. Se oían más fuertes. Pensé que fue por la ausencia de hojas en los árboles o porque no había viento esa noche. Ya era el colmo. Salí de la cama para ponerme las botas de nieve y mi chamarra cuando me dijo que no la dejara sola.

Quédate aquí conmigo. Por favor. No va a pasar nada. No me dejes sola. No. Me. Dejes. Sola.

Estaba sentada en la cama. Las cobijas agarradas hasta la boca, el miedo en los ojos. Aterrada. Decidí quedarme. Pensé que sólo era otro pleito en el fight club que tenían. Me metí a la cama y la abracé. Los gritos seguían. Más y más fuertes. Nos abrazamos más y más fuerte. De repente un golpe. Nos miramos. Silencio.

Nadie dijo nada.

Luego el silencio.

A la mañana siguiente bajamos a tomar café. Desayunamos en silencio. Cuando salimos a la universidad no quisimos mirar la casa de al lado. Esa tarde cuando fui a buscarla al Co-Op me dijo que no quería quedarse en la casa esa noche. No me dio ninguna excusa, ni yo se la pedí. De regreso fue cuando me salí del camino por lo del hielo. Afortunadamente no hubo muchos daños al carro y pude llegar a casa. En la casa vecina no había ninguna luz. Esa noche cada vez que escuchaba algún ruido —un animal corriendo por el techo, una rama tocando la ventana, el viento paseando por los árboles— me despertaba imaginando lo peor, una hacha, unos martillazos, una sierra eléctrica.

Nunca me despertó lo que esperaba.

En los días siguientes vi menos a Juliana. Sabía que había empezado la etapa del distanciamiento. Poco a poco sus cosas empezaron a desaparecer de la casa. Juliana la abandonaba y no podía hacer nada. Miraba por la ventana a la casa vecina. Ningún movimiento. Si veía a alguien, era a él, saliendo a pescar. Vivía como si nada hubiera pasado.

De ella, nada.

Regreso a la ventana para mirar al lago. Juliana estará entrando al trabajo. Pienso en la primavera. Espero que llegue pronto para ver el lago descongelado de nuevo.

Me sostengo con la promesa de la primavera. Para tener hojas en los árboles entre las casas. Para poder tomar mi café en la terraza. Para ojalá encontrármela de nuevo, tomando café en el Dirt Cowboy, caminando por la calle con el pelo rubio suelto, ya libre de los gritos. Tal vez la encontraría patinando en rollerblades por la calle y yo estaría detrás.

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tapaSinopsis: Carreteras, viajes, relaciones en ruina… Luego el silencionos ofrece doce cuentos enmarcados en momentos de transición, historias de individuos que buscan algún contacto real con otra persona, aunque este sea pasajero.

Los personajes de Santiago Vaquera son, de alguna manera, nómadas, gente que se ha encontrado en un mundo extraño e insólito. Estas historias de relaciones en momentos de ruptura o cambio son también intentos de conexión, de reafirmar un vínculo y de convertir el silencio en algo comprensible.

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