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Lucía Piossek, filósofa

Salimos al patio y las sombras nocturnas pueblan el pasillo de entrada. Una brisa leve, tierna, mece los árboles del amplio jardín hospitalario. Cerca, muy cerca, el jadeo del perro golpea silencioso el ritmo de las palabras. Lucía, esbelta, serena, dice que el perro no conoce el mal.

Las estrellas pueblan el cielo. Lucía aspira fuerte, gozosa, y confiesa que es una noche inmejorable.

Antes, bajo la luz dorada de una pequeña lámpara, me ha dicho que es agnóstica y que cree en las cosas sagradas y que no hay nada más sagrado que el respeto al otro. Ha sugerido que la filosofía puede morir y que si eso sucede vendrá un pensar sin metafísica, como quería su admirado Heidegger, un pensar que aún no tiene figura o del cual ella no conoce claramente la forma.

El can apenas la toca y ella tambalea. Percibo que no tiene miedo. Ni al can ni a la muerte.

Me conmueve su modo tentativo de enfocar el mundo. Como sus manos, los pensamientos no dan saltos ni fuerzan las cosas. Las rozan, las tratan con cautela. Tengo la impresión de que para ella nada es más importante que la vida. Porta una linterna que ilumina los pequeños secretos, desactiva los enredos torpes y aclara los problemas inútiles.

 

 

 

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