Había esperado este día con anhelo. Como el día en que fui a conocer el mar caribe con mi abuelo. Me coloqué mis audífonos, guardé mi mascara en mi morral, sintonicé Matt Wilkinson en Apple Music y cerré la puerta del departamento. Afuera del edificio, las ramas de los arboles verde olivo se movían con el brío del viento, el prado, también verde del jardín, brillaba con la luz del sol, y el cielo azul, vehemente, se desplegaba sobre el conjunto residencial. Empecé a caminar por South State St en dirección a downtown. Los negocios del centro de la ciudad, después de tres meses de clausura, empezaban a abrir sus puertas a los clientes que poco a empezaban a salir de sus hogares con la esperanza de recuperar su vida, o por lo menos, un trozo de ella. Para algunos, el 8 de junio será recordado como el día de la semi-independencia de Michigan. Digo semi-independencia porque no todos los negocios abrieron, pero la mayoría. Para aquellos que salieron con sus rifles al capitolio cuatro semanas atrás gritando Freedom or Death, este era final de una tiranía. No para mí. No solamente porque no simpatizara con sus ideas sobre la libertad. Pues hay que ser radical para salir con un rifle a gritar Freedom or Death en el medio de una pandemia. Este día representaba algo mucho más banal para mí. Casi vergonzoso. Me había prometido a mi mismo que el día en que abrieran los negocios, iría a comerme una hamburguesa en Kenningans. Sí, así de simple. No iría a la iglesia a agradecerle a Dios. No iría al rio a meditar y después al centro por un té helado. O, a encontrarme, con otra gente, también ansiosa de salir. No. Nada de eso. Todo lo que quería era sentarme en Kenningans a comerme una hamburguesa. Una con huevo frito, tocino, alioli y anillos de cebolla. Para unos, este día representaba el regreso a la libertad, para otros el regreso a su trabajo, y para otros el regreso a la vida social; pero para mí, era el regreso a mis pasados y frágiles hábitos enfermizos.
Me detuve en la intersección de Liberty con South State St para comprar un café en Starbucks. Me coloqué la mascara, me quité los audífonos y me hice en la fila, a seis metros del hombre que estaba delante de mí. Una voz llamó mi nombre. Me volteé. Era un colega del trabajo que no veía desde hacia mucho antes de la pandemia. Tenia un moca en su mano, una mascara negra con un brazo y un puño cerrado levantado estampado en ella. No sé si en señal de lucha o de victoria. Physical distancing, pensé al verlo a sólo un metro detrás mío.
-¿Qué tal todo?-dijo.
-Bien.
-¿Qué piensas de los últimos acontecimientos?
-Este virus es peor que un apocalípsis -dije.
-Me refiero al asesinato de George Floyd -dijo.
Seguramente habrá sido por mi falta de interacción humana de los últimos meses, o porque había dejado de leer las noticias y usar las redes sociales en las ultimas semanas o por mi falta de entendimiento de las relaciones raciales en este país que su pregunta me agarró por sorpresa. Quedé en silencio por unos segundos. Sin darme tiempo para responder, pasó a preguntarme si estaba interesado en unirme a una marcha del miércoles organizada por una organización anticapitalista llamada Against White Privilege. De nuevo, quedé paralizado, frio. Era mi primera conversación sobre la realidad política de este país en varios meses justo con este individuo de quien nunca había sabido bien qué era lo que pensaba de mí. Tal vez mi mente nunca se acostumbró a este tipo de conversaciones sobre la raza. Pues si hay algo que sabemos bien los que crecimos en Colombia, es que poco hablamos sobre este tema cuando no sea para robarles las tierras a los indígenas y a las comunidades afrodescendientes. O no sé si fue que mis deberes ciudadanos se habrían debilitado por el estado de letargo con el que había salido después de aquel encierro. No lo sé. Pero una cosa sí sé bien. Y es que, viniendo de un país en guerra desde la independencia hasta hoy, en que las unidades paramilitares deberían ser el símbolo en la bandera, las palabras deben ser calibradas, las ideas ser examinadas antes de ser expresadas, justamente, en un país al borde de una guerra civil. Así que me tomé unos segundos para responder. Le dije lo que me dictó mi sentido de la justicia: que había sido una muerte injusta que nunca debió haber ocurrido y que esperaba que se hiciera justicia en su nombre y en el nombre de su familia.
-Fue una tragedia-respondí.
-Hay otra marcha el jueves-me dijo.
-¿Perdón? -dije.
Se quitó la mascara.
-Hay una marcha el jueves si no puedes ir a la del miércoles.
-No hace falta que te la quites-le dije y señalé la mascara.
-No tengo el virus- dijo.
-¿Cómo sabes?-dije.
-¿Puedes venir?-dijo.
-Puff. No creo que pueda. -dije.
-Va a haber physical distancing -respondió.
-Las congregaciones me dan ansiedad -dije.
-Si quieres te recojo -insistió.
-No gracias -dije.
Quedamos en silencio unos segundos. Yo, esperando a que desistiera de su invitación y él, seguramente, esperando a que la aceptara. No lo observé tanto a él durante aquel silencio inagotable, como a la crema batida que empezaba a derretirse en su mocha y deslizarse por la superficie de su vaso de plástico.
-Te vas a untar las manos -le dije.
Colocó el mocha sobre la mesa con las jarras de leche, agarró una servilleta y limpió el vaso. Se pasó el lado limpio de la misma servilleta por su frente para secarse el sudor. La dejó sobre la mesa al lado de la jarra de la leche baja en calorías.
-No me has respondido -dijo.
-¿Cómo que no?- le dije.
-¿Te vas a unir a lucha o no?
-Por ahora no.
Tomé aire. Miré la hora.
-Voy tarde -dije.
-¿Para dónde vas?
-A hacer una diligencia -mentí.
La fila avanzó.
-El Jueves es la primera asamblea -dijo.
Guardó su mascara en el bolsillo de su pantalón cargo.
-Sin duda es una noble causa -dije.
-Necesitamos más gente comprometida.
-Ya te lo dije. No puedo ir.
-Ven para conocer a la gente.
Dirigí mi mirada al cuadro de Jerry García que colgaba en la pared.
Pero no se detuvo.
-¿No ves lo que está pasando?
-Ciego no estoy -le dije.
Hubo un silencio corto.
Bebió de su moca.
-¿De dónde es que eres? -dijo.
-¿Perdón?
Exhalé.
Intuía a dónde se dirigía.
-Ahora ya te entiendo- dijo y dejó el mocha sobre la mesa. Se puso las manos en la cintura. Abrió la boca como una marioneta, y ladeó la cabeza unos centímetros a la derecha, dirigió su mirada hacia el techo, acerco el índice a sus labios y se alistó a atacarme.
-Es que te has hecho cómplice del capital -dijo.
Agarró varias servilletas, las dobló y esta vez se secó el sudor de su nuca.
-Sí, sí, sí, ya tengo acciones en Wall Street -le dije dirigiendo mi atención en los muffins.
-Y del sistema postcolonial -continuó.
Saqué mi teléfono de mi bolsillo. Dirigí mi atención a la última lista de canciones de Matt Wilkinson. Después de unos segundos levanté mi mirada para ver si ya se había ido. Ahí seguía. A un metro al frente de mí.
Sin máscara.
-Límpiate- le dije y señalé la punta de su nariz jorobada en donde tenía crema. Tomó otro puñado de servilletas y se la limpió. No sólo se quitó la crema, sino que aprovechó para secarse la humedad que se había formado bajo sus fosas nasales.
Dejó las servilletas sobre la mesa al lado de la leche de soya.
-¿Dijiste algo más? -afirmó.
-Are you ready to order? -interrumpió la barista.
-More than ready -dije y dirigí mi atención al menú de bebidas que estaba atrás de la caja registradora. Después de pagar mi café, no estaba él. Dirigí mi mirada hacia la ventana. Iba calle abajó con su mocha en la mano, en dirección al Walgreens de State St.
Esperé a que entrara a la farmacia para salir del local. Me volví a poner los audífonos, sintonicé Carry Come Carry Go de Obongjayar, un artista nigeriano, radicado en Londres desde su adolescencia. En la intersección dirigí mi mirada hacia el norte, el sur, el oriente y el occidente asegurándome de que no estuviera por ahí. Tomé la calle en dirección a Kenningans. Había perdido el apetito por mi hamburguesa. De hecho, mi ansiedad había despertado. Mis manos me habían empezado a sudar, y ahora sentía el dolor en la boca de mi estomago como un puñal. Sentí como si quisiera regresar a mi departamento. Extrañé por un instante las ardillas que suelen andar sobre las ramas del árbol al frente de la ventana de mi habitación. Los pájaros que se paran a cantar desde por la mañana. Me senté en una banca de metal. Una familia caminaba por la acera. De sus pasos emanaba el aroma frágil del regreso imperturbable de aquello que había quedado detenido tres meses atrás. El tren de nuestra existencia. Una vitalidad incierta. Dirigí mi mirada hacia la esquina en donde estaba Kenningans. Las sillas continuaban sobre las mesas. Las luces apagadas. En la entrada, había un aviso blanco con letras rojas: FOR RENT.