La casi ineludible presencia de las redes sociales en las vidas de uno ha desencadenado no solo una saturación bochornosa de narcisismo y autobombo, entre otros factores perniciosos, sino el auge de unos individuos conocidos como “influencers”.
Bajo la premisa amplificada por los medios de comunicación de que los “influencers” pueden influenciar – de ahí el nombre – las maneras en las que el resto vivimos nuestras vidas, o al menos aquellas personas que no dan un paso sin consultar su cuenta de Instagram, Facebook, Twitter, Snapchat, y otras trampas entregadas con lazos de regalo por Silicon Valley, brotó a manera de malas yerbas una casta de “YouTubers” y de “Instagramers” que se la pasan viajando a lugares exóticos, se dan masajes, toman sol, hacen fisiculturismo, fiestean, visitan restaurantes y hoteles de lujo, etc., todo sin revelar cómo costean estos lujos.
La pregunta cobra relevancia dado que muchos de esos jóvenes convertidos en gurúes de la noche a la mañana apenas tienen hoja de vida, ninguna o poca experiencia profesional, y ni siquiera preparación académica para hablar de ciertos tópicos. Las credenciales no pasan de “Pienso, luego existo, y estoy en YouTube, en Instagram, etc., así que dame Like, subscríbete a mi página, o deja un comentario”.
Los “influencers” se labran una realidad alternativa, con metas como la de adquirir seguidores y fama, y con esa fama generar plata. Claro que hay algunos que ya tienen el dinero y la celebridad, pero nada es nunca suficiente: el clavadista británico Tom Daley, por ejemplo, campeón mundial en ese deporte, casado con el guionista estadounidense Dustin Lance Black, ganador del premio Oscar, utiliza su página de Instagram para posar con su marido y el bebé de ambos, y de paso, recomendar, una y otra vez, pañales desechables Pampers a sus seguidores. ¿Habrá quien crea que Daley sencillamente enloquece por esta marca? Espero que no.
El premio a la desfachatez más inescrupulosa, sin embargo, se lo llevan los “influencers” de viaje y estilos de vida. Sus páginas brillan con travesías espectaculares, de apariencia espontánea y jovial, cuando en realidad han sido cuidadosamente orquestadas.
Gracias a varios incidentes recientes, ese velo de irrealidad se ha ido levantando para mostrar que, como todavía bien resume el cliché, el emperador no lleva ropas puestas.
Ni las nubes se salvan
En agosto de este año, una bloguera argentina, Martina Tupi Saravia, tuvo que admitir que manipulaba sus fotos de viaje cuando un usuario de Twitter encontró que, no importa qué paisaje idílico compartiera en su cuenta de Instagram (con ella como modelo por supuesto), siempre las nubes de fondo eran las mismas.
El traspiés de Saravia podrá lucir insignificante dentro del contexto de los horrores que nos rodean a diario en la vida, y no todos los que hacen carrera en las redes sociales son deshonestos, pero en el mundo supuestamente perfecto en el que estas personas se desenvuelven, prima el engaño.
La deshonestidad, bien sea una nube repetida aquí o allá, o unos abdominales marcados gracias al Photoshop, es una burla a los seguidores, desprecio a la verdad en pos de manufacturar imágenes y captar fieles, y la causa de que muchos de esos fanáticos terminen defraudados con sus propias vidas y deprimidos ante lo que no pueden alcanzar.
“… agarrás el celular y empezás a mirar fotos en Instagram, ves la vida de los demás y parece cien veces mejor que la tuya y en realidad obviamente es un espejo completamente distorsionado. Aunque racionalmente lo sepas, es inevitable el efecto que te produce de deslucimiento de tu propia vida cuando vas comparando”, dijo en entrevista al diario argentino Infobae a principios de septiembre el economista y autor del nuevo libro Guía para sobrevivir el presente, Santiago Bilinkis. “En Instagram la vida parece una perpetua puesta de sol sobre el Mediterráneo y nada más alejado de la realidad que vivimos todos los días”.
La diversión de la omisión
Tapando la realidad han estado otra “influencer”, Cora Smith, y su esposo Jay, que juntos tienen una cuenta de Instagram sobre sus aventuras y viajes, y quienes documentaron el año pasado lo bien que la pasaron en la República Dominicana durante tres meses de estadía. Pero este verano, algo sucedió: el bien armado teatro que Smith y su esposo presentaban comenzó a venirse abajo ante los repetidos y extraños decesos de turistas norteamericanos en esa isla caribeña que resultaron demasiado tenebrosos para ser mera coincidencia.
Smith entonces se dio a la tarea de revelar que no lo había pasado tan bien después de todo en Santo Domingo, alegando que fue agredida y casi secuestrada. Pero, ¿y por qué no dijo nada antes?
Según comentó a la publicación digital Insider, “Honestamente, los influencers tienen miedo a decir la verdad y sienten que tiene que mostrar el lado hermoso. La mayoría de la gente solo quiere oír cosas positivas”.
O sea, la bloguera que se supone inspire y motive a sus 27,000 seguidores con sus maravillosas experiencias de vida, mintió, simple y llanamente, y después le echó la culpa al público.
Lo que Smith no hizo fue pedir disculpas, ni tampoco explicar de qué viven ella y su marido, como tantos otros de sus colegas, quienes reciben canjes por promoción. O sea, contactan un hotel, un club, restaurante, una tienda, etc., y les dicen que a cambio de una estadía (todo incluido) o experiencia gratis, ellos publicitarán entre sus seguidores tal o cual lugar o establecimiento, sin que los seguidores sepan que hubo trueque de por medio.
Por suerte, algunos de estos establecimientos ya comienzan a decir “No” ante las incesantes demandas de estos aguzados viajeros, según documentó en 2018 la revista The Atlantic en su artículo “Instagram’s Wannabe-Stars Are Driving Luxury Hotels Crazy” (Aspirantes a estrellas de Instagram enloquecen a los hoteles de lujo).
Aún recuerdo los días en los que lo último que uno quería hacer era ir a casa de alguien a ver fotos o peliculitas de sus viajes, o el nuevo auto que se compró, u oír de este o aquel logro. Había cierta humildad. Pero hoy, esa palabra ha desaparecido. Colocarla en un posteo no recibiría ningún “Me Gusta”, a menos que venga embadurnada de falsa y untuosa modestia, como cuando se lee “Honrado y agradecido por…”
Ya lo vaticinó hace miles de años el famoso filósofo griego Epicuro: “La manía de hablar siempre y sobre toda clase de asuntos es una prueba de ignorancia y de mala educación, y uno de los grandes azotes del trato humano”.
Ése sí fue “influencer” de verdad.