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Literatura de un conflicto.

     El conflicto vasco, las intrínsecas complejidades de su plasmación en violencia, en los abusos contra los derechos humanos que se perpetraron en aquella tierra, y la vergüenza moral que supuso el terrorismo de ETA, hasta deponer las armas en 2013, fueron temas poco presentes en la producción cultural española del final del siglo XX y principios del XXI. Se trataron desde el cine, en películas como Días contados, Salto al vacío o El pico, aunque fueron representaciones un tanto espectrales, donde los terroristas aparecían de forma tangencial, representaciones propias de una cultura, la española peninsular, muy proclive a evitar hablar de los conflictos que la recorren. De eso da fe la literatura, donde el conflicto estuvo más que ausente, si exceptuamos obras como La fiesta del asno (Berenice, 2005), de Juan Francisco Ferré —magnífica sátira de los presupuestos teóricos que, desde el punto de vista del autor, regían en los dirigentes de ETA y, por extensión, en el nacionalismo vasco—. Esa ausencia se hizo flagrante en la literatura vasca, llegando a derivar en una agría polémica, como la que explotó en las páginas de Babelia, el suplemento del diario El País, de palabras del crítico Ignacio Echevarría, que atizó con dureza a la novela El hijo del acordeonista (Alfaguara, 2004), del escritor vasco Bernardo Atxaga, por su tibieza a la hora de representar los orígenes del conflicto en la figura del protagonista: David, un ingenuo joven de origen rural, que acaba incorporándose a ETA, a la lucha armada. Echevarría menciona en su crítica que la imagen que emana en la novela, de la banda terrorista y de sus acciones, es la de una organización que “parece limitarse a distribuir panfletos y hacer volar monumentos y edificios públicos”, y evita en todo momento el drama de las víctimas, de los asesinatos que la organización provoca, para acabar perfilando un final del protagonista alejado de la violencia, y acercado a los brigadistas que lucharon en la Guerra Civil en los EE. UU.

     Esto hace estallar al crítico, que afirma que: “La beatitud y el maniqueísmo de sus planteamientos hacen inservible El hijo del acordeonista como testimonio de la realidad vasca”. Cabe recordar que, en el año en que Echevarría escribe la nota —2004—, ETA no comete ningún atentado, pero viene de haber asesinado a una larga lista de representantes políticos, en su mayoría, militantes de base, concejales de ayuntamiento, de las opciones políticas contrarias al independentismo vasco. Y por eso, el crítico carga las tintas contra la estupidez y la “atrofia moral”, que ampara, de forma pacata, al terrorismo vasco.

     Ha llovido mucho desde la crítica de Echevarría que le llevó a abandonar Babelia, tras la reacción de su periódico, que lo dejó solo en sus juicios. Ha llovido, especialmente, en el País Vasco, y no por la climatología específica de esta área geográfica, que también, sino porque desde 2004 ha surgido, en torno a Euskadi y el conflicto armado que se desarrolló, una literatura sólida, una literatura que sí se puede considerar un testimonio de la realidad vasca, y que coincide en su apogeo con el abandono de las armas por parte de la banda terrorista. El éxito de esta tendencia tiene nombre propio: Patria, y padre putativo, Fernando Aramburu. Con él se iniciará esta serie que ahora comienza, en torno a literatura y conflicto vasco. Con él, o con la adaptación televisiva que HBO realizó de su novela, se cerrará. Pero entre medio, y aprovechando más de dos años de residencia en el territorio, de interés por el tema, de conversaciones por parte de quien esto escribe, trazaré un recorrido por otros autores, otras obras, otras perspectivas, que no pretenden otra cosa sino desentrañar las causas, visibilizar el dolor, abrir interrogantes que se deberían cerrar si, realmente, se quiere hacer cicatrizar ese sufrimiento entre una población que apenas habla del conflicto.

     Es ahora, curiosamente, la literatura, quien pretende pensar, analizar, discutir, no olvidar el conflicto. Este fenómeno, que sucede poco, en ocasiones muy especiales, en las que coinciden trauma y creatividad, como ocurrió con la literatura de John M. Coetzee en la Sudáfrica del apartheid, o en la literatura latinoamericana de manos de los desaparecidos, de los feminicidios, bien merece la atención de una revista ubicada en una ciudad donde el rastro de lo vasco se puede reseguir de la mano de ciertos lugares, como el Jai Alai de Miami, de ciertos autores, como Gastón Virkel, autor de Maldito Lasticön.

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