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Las tetas de Liss Park y el héroe de leyenda

lisspark1¡NO TENGO TETAS! me gritó Liss Park, haciendo un puchero -característico mohín infantil de su amplio repertorio- mientras se probaba, ante el espejo, un putesco top-corsé verde esmeralda de fino satén.

Liss -ex coctel waitress coreana, excocainómana, viuda y feliz heredera- conservaba, a pesar de sus más de treinta abriles, un inquietante cuerpo de Lolita adolescente, con torso atlético de ballerina, piernas delineadas y un talle quebrado de cucharita, que llevaba a unas fabulosas nalgas, de esas que hubiera esculpido Michelangelo, si no hubiese sido marica.

Dicen que las mujeres bonitas tienen, por lo general, las manos y los pies feos -inclusive la vagina-, Liss tenía estos elementos anatómicos bellos y delicados, por lo cual podemos deducir que, a pesar de sus encantos, no era muy bonita.

Tenía un rostro bastante redondo, para ser tan delgada, aunque lo disimulaba dejándose caer, a los costados, un par de mechones ondulados de  cabello negro intenso, muy hermoso. Sus ojitos de puñalada en neumático, se hacían atractivos, sobre todo cuando te lanzaba una de esas miradas misteriosas (dicen que los asiáticos no miran, sospechan). Su nariz de arrepentimiento era graciosa, y sus labios mullidos apetecían,  aunque su dentadura, un poquito adelantada, como que hubiese quedado mejor en una cara más grande.

Tenía la costumbre de fumar desnuda, lo cual me hacía sentir algo incómodo, pues al mirar sus pechos mínimos, me parecía estar intimando con una menor, en un burdel de Bangkok o Manila.

Liss era su nombre cristiano y Park la parte pronunciable de su nombre completo coreano (dicen que allá sueltan una lata por la escalera y tal como suena le ponen al bebé).

En fin, para ser justos, se podría decir que Liss Park hubiera podido ser una  excitante chica Almodóvar.

Me invitó a salir (acá en Miami las mujeres son directas), confesándome que quería lucir su nuevo top, pero sus pequeñas bubbies no la ayudaban. Le comenté que mis amigos fotógrafos usaban cinta adhesiva para juntar los senos de las modelos y así se les veían más grandes a la hora de fotografiarlas. Me dijo riendo que usaría ese truco y también uno de sus sujetadores sin tiras y con relleno.

Horas más tarde, regresé a su pent-house a recogerla y la encontré divinamente provocativa. El top le quedó de película, a tal punto que tuvo que parar mis arremetidas, con promesas a futuro, para que no le malograse el look.

Me llevó al Legend’s, un bar discoteca medio kitsch que por entonces estaba de moda, y ordenó sendos vasos de black label con Red Bull, mal hábito que se repitió varias veces durante esa noche.

Hombres, mujeres y ‘transgénicos’ miraban a Liss, quien realmente lucía espectacular con su atuendo de diseñador, zapatos, accesorios y maquillaje holliwoodenses, y un perfume riquísimo, personalizado, de lo mas ‘in’ que se pueda encontrar en Miami; tenía un gusto exquisito (no sé que hacía conmigo, que apenas llevaba vaqueros de Walmart, camisa negra de bartender y un reloj Swiss Army de paracaidista). La saqué a bailar, porque tenía ganas de abrazarla y cuando empecé a besarla, me dijo que le faltaba el aire, que tenía ganas de arrojar y que no podía respirar. Mientras la acompañaba al tocador, empezó a llorar, asegurándome que no se había metido coca.  Al ver cómo le flaqueaban las piernas, me metí con ella al baño, ante el fastidio y las protestas de las muchachas que estaban acicalándose, refrescándose las tetas, aspirando coca u orinando en posición de ‘te tapo el penalti’ con la puerta del cubículo abierta.

Cuando le aflojé el corsé para empezar la CPR (Cardio Pulmonary Resusitation) encontré su torso rodeado de cinta adhesiva transparente, casi un rollo completo desde la base de los senos hasta su espalda en varias vueltas, impidiéndole respirar con normalidad y agotando lentamente la reserva de aire de sus pulmones (ella solo tenía que haber juntado sus tetas y asegurarlas por debajo con una tirita de treinta centímetros, no forrarse como samurái). Rompí la cinta con los dientes, cortándome la comisura izquierda de los labios, y le arranqué todo el tape; la tomé por la nuca y le di respiración boca a boca, mientras le masajeaba el pecho con mi mano libre, logrando reanimarla en lo que duraba una canción, ante la mirada paparázica de la concurrencia.

Cuando ya casi había terminado mi tarea, un security afroamericano negro  (conozco afroamericanos blancos) de casi dos metros y doscientos kilos de peso, sin considerar sus alhajas reguetoneras, me sacó en vilo por la puerta lateral y me arrojó al piso del patio exterior,  mojado por la lluvia, como si yo fuera un cochino gato techero.

Algo recuperado de la sorpresa, por los gritos de Liss  -que puteaba al negro- y con el whisky y el Red Bull alborotando mi sangre de gladiador latino y salvaje anglosajón, le di a Liss las llaves del auto y le dije que vaya arrancándolo. Miré hacia arriba, lo más que me permitió mi cuello dolorido, y le grité al negro que le iba a sacar la reputa madre negra que lo parió por error.

El negro, con una sonrisa cachacienta de medio lado, se me venía encima como la montaña a Mahoma. Yo tenía que madrugarlo, así que arremetí con todo, como quien corta una ola en el surfing, y, con un salto canguroide, le metí el cabezazo más furibundo que diera en mi vida, en plena cara y sin asco. El negro retrocedió apenas dos centímetros, mientras que yo quedé grogui, casi ciego y con todo a mi alrededor dándome vueltas; ni siquiera sabía en dónde estaban mis brazos.

Cuando estaba pensando en una vía rápida (rapidísima) de escape, recibí un golpe en el riñón derecho, cayendo arrodillado junto a unas macetas multicolores (o al menos así las veía yo).

Se me ocurrió fingir que estaba inmovilizado y esperar a que se acerque el negro, confiado,  para romperle la cabeza con una de las macetas. No fue necesario: realmente estaba inmovilizado por el dolor y rogaba que lo que goteaba de mi pene entumecido sea pichi y no sangre. Miré mi mano izquierda y noté que estaba sobre una pesada tetera decorativa de cerámica; pude leer sobre su superficie »Tif-fa-nny» (en realidad decía Tijuana) y me aferré a ella. Apenas sentí la manaza del negro sobre mi hombro derecho, saqué la cara hacia atrás, como quien abre un paracaídas de reserva antiguo, y le asesté un teterazo en la sien.

La tetera se hizo añicos y el negro cayó al piso noqueado, bañado en tierra, florecitas y afrecho de café, mientras yo me ponía de pie heroicamente, siempre con la mano en el riñón, y empezaba a inhalar hilitos de aire que fueron llenando mis pulmones, lo suficiente para notar que el negro estaba despertándose. Apunté a su rodilla izquierda, justo en la parte baja de la rótula, y le apliqué un tiro libre con la punta cuadrada de mi botín texano, para que no pudiera seguirme. Para estar más seguro de haberlo inutilizado, se me ocurrió darle otra patada, en el tobillo derecho. Mala idea. Pateé mal y sentí como si la unión de mis dedos con el metatarso se partiera en novecientos noventa y nueve  pedazos.

Con estrellas y flamencos que orbitaban mi cabeza por el dolor, me alejé del negro lo más rápido que pude, patinando mi cojera sobre las calles mojadas del bulevar.

Mientras arrastraba mi pierna paralizada -como los mozos cuando sacan el aserrín de la cantina con el pie- pensaba en que había sido injusto con Mel Gibson, cuando una vez dije que sobreactuaba.

Desde el estacionamiento cercano, Liss -que había visto todo- me hacía señas con los brazos (no podía darme el alcance con el auto pues ella no sabía manejar con cambios manuales o standard, como le dicen aquí).

Le di el alcance y entré a la cálida intimidad de mi viejo Volvo como pude; mojado y con el cuerpo hecho mierda. Pisé el clutch con el pie izquierdo, que también usé para el freno, porque apenas presioné el acelerador con el pie derecho, sentí horribles hincones por todo el cuerpo, hasta en el ano.

Salimos hacia la I-95 High Way, con dirección al South West. Liss, me miraba preocupada y con algo de pena gitana.

Intenté sonreír, para reconfortarla, y me salió una sonrisa de pescado congelado. 

El agua de la lluvia aún me chorreaba desde la cabeza, ayudándome a disimular un par de lágrimas que se me escaparon por la rabia.

Me regaló una mirada de esas que me gustaban, entre coqueta y tierna. Se pasó las manos por la cabeza, recogiendo sus cabellos mercerizados y se hizo una ponytail, descubriendo completamente su rostro. Achinó aun más sus ojitos pizpiretas y sonrió, enseñándome sus dientes perfectamente esmaltados. Sentí que era la primera vez que un plato amarillo me sonreía.

A pedido de Liss, enfilé el viejo Volvo hacia la sanguchería Los Perros, de Kendall, cercana a mi vetusto estudio de una sola pieza, y manejé relajado, pero tratando de no dormirme, mientras ella me hacía mimos, como una niña juguetona y me acariciaba el rostro (y por ratos la entrepierna) con sus manitos traviesas de princesa oriental.

-Adoro tus ojos verdes de gato.

-Sí, de gato atropellado… al menos en estos momentos me siento así.

 

Ginonzski.

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