—Cógeme como si fueras un animal —dice de pronto.
Ella lo compadeció y al cabo de poco le dijo que era patético. Repentinamente hubo un silencio solemne en la habitación. Ella no quería que Raigada prendiera las luces, prefería la oscuridad en ese instante, aunque se podría decir que vivió siempre bajo la luz de los reflectores, al acecho de las maquilladoras, los camarógrafos, entre espejos y focos, desde que egresó de la Facultad de Periodismo y consiguió trabajo en el canal. «No tengas miedo», le oyó decir en voz baja.
Maldijo el día en que encontró a las alumnas del colegio de La Inmaculada en la avenida Los Próceres. Le vino a la mente las figura de las colegialas regadas en el parque El Olivar, con uniformes impecables, blusa blanca y cárdigan azul marino.
—Acá tenemos la comida del día, Becky —dijo el hombre que filmaba, mientras brincaba de la furgoneta. Ella le siguió con el micrófono en la mano, corrió un trecho, pero no se cansó, está acostumbrada a trotar en la máquina del gimnasio por horas, tres veces por semana.
Un grupo de colegialas se pusieron de pie, asustadas. Trataron de huir de las cámaras sin mucho éxito, pero Becky fue capaz de moverse con la agilidad de un boxeador y las abordó con facilidad.
—¿Qué hacen fuera de clase? ¡Con uniforme y a media mañana! —les increpó con dureza, como una fiera terrible.
Las alumnas se miraron entre sí, con cierto malestar o timidez en sus rostros al verse frente a una reportera renombrada; finalmente, una se animó a contestar:
—Estamos en el parque inspirándonos.
—¿Inspirándose? —repitió Becky algo confundida con la respuesta. Se dio cuenta de que los aprietos en sus reportajes siempre pasan con jóvenes o niños, los que solían dar respuestas vagas, sueltas y subjetivas. Becky percibió que la pequeña quería reírse, pero solo terminó por mover la cabeza como si esta fuera una pelota rebotando.
—¿Inspirándose para qué? —volvió a atacar con ímpetu. Sabía que tenía a su presa y no estaba dispuesta a dejarla escapar sin combate.
—Mmm, para escribir poesía —respondió la pequeña. Sudaba por culpa del uniforme de internado inglés que está obligada a llevar en un país caluroso.
—¿Y dónde están tus profesores?
—Estamos solas —contestó, encogiéndose de hombros.
Después, Becky intentó mostrarse más agradable y abierta, incluso divertida. Sin embargo, en algunos rostros de las alumnas se reflejó cierta tensión, cierta aspereza.
Esa misma noche oyó la voz de la conductora en la tele, una mujer madura que llevaba años narrando las noticias nacionales. La mujer sabía muy bien cuándo hacer una pausa y ganar el ángulo más apropiado para su rostro. Su dicción era impecable y leyó el aparato electrónico que refleja el texto de la nota con una naturalidad de actriz consagrada.
—¿Sabe usted realmente lo que hace su hija o hijo cuando le dice que va al colegio? —preguntó, asumiendo un cometido moralizador que ella se ha autoimpuesto, y luego presentó el reportaje. Los siguientes diez minutos se fueron volando, a Becky le apenó no haber salido tan pálida, le gusta imaginarse a sí misma como un personaje de color porcelana nacido de las páginas de Jane Austen.
—Para verse bien en la tele, hay que estar delgada y llevar extramaquillaje —le había manifestado siempre el camarógrafo—. En sus hogares todos quieren ver a una mujer joven y guapa, que les sonríe desde la caja boba.
Ella terminó la nota expresando con soltura y gracia:
—Las peras podridas se sacan del canasto, si no terminan por podrir a las demás. Soy Becky Pérez para la cadena OBC de noticias.
Al día siguiente la mandaron llamar a la oficina, cruzó la sala de redacción y las miradas tensas le advirtieron que algo andaba mal. Ahí la esperaba sentado su jefe. Juan Sigfrido Raigada había sido una de las caras del programa de noticias más popular del país, pero había envejecido mal y los televidentes no perdonan las arrugas, las papadas y la caída del cabello, pese a ello, por haber seguido la política de la televisora, los dueños lo habían premiado con una jefatura. Estaba a cargo de doce reporteros y la mayor parte de su labor era editorial. A pesar de que la ciudad se hallaba sumergida en un mar de nubes grises, Raigada llevaba siempre unas gafas negras y grandes como de divo, le daban un aire más bien mundano.
—Estás en aprietos —afirmó a quemarropa.
Becky lo vio feliz, como si su situación, cualquiera que fuera, le hubiese causado un estado de bienestar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras escudriñaba con los ojos una silla en la cual sentarse.
—Has metido la pata con tu reportaje de ayer.
—¿«La peras podridas»?
—Si así es como las llamas.
Ella quiso que fuera al grano, pero Raigada prefirió jugar, ir soltando la información poco a poco, imitó el mismo poder que tiene un niño cuando atrapa a una hormiga. Lo observó detenidamente y se vio sentada desde el reflejo de sus gafas. Raigada sonrió y ella notó sus dientes manchados por el exceso de té y cigarrillos.
—El colegio La Inmaculada ha enviado una carta notarial con su abogado. Las colegialas estaban con su profesor de humanidades. Han adjuntado además la programación de asignaturas, horarios y fotos del grupo con su profesor.
—Podría hacer una nota rectificándome ahora mismo y la pasamos en el noticiero del mediodía.
—¿Entonces admites que es tu culpa? —sostuvo Raigada mientras tecleaba en su ordenador.
—Quizá, no lo sé. Fue un acto de impulso, intentar conseguir la noticia. Las chicas estaban solas.
—Te parece que he nacido ayer —murmuró Raigada. De pronto se veía furioso. Sus venas saltándole del rostro infundieron cierto temor en ella. Al cabo de un rato, con voz agitada, le ordenó que redactara una nota de rectificación que se transmitiría en la noche, en el noticiero central, pero que antes de irse debía firmar un documento que acababa de imprimir su ordenador. Era una hoja con el membrete del canal, escrita a doble espacio, en la que básicamente Becky aceptaba la culpa. Ella lo firmó al instante, tenía ganas de salir volando de la oficina, la sentía claustrofóbica. Le pareció un espacio en el que el aire, extrañamente, pesaba como el agua.
Minutos después, Becky se sentó en su cubículo, encendió su ordenador y empezó escribiendo la ciudad, la fecha, y seguido: «En la publicación de ayer se transmitió el reportaje ‘Las peras podridas’, en el cual…». Cada palabra se iba acoplando a la siguiente cuidadosamente, como si fuesen piezas de Lego o de un rompecabezas gigantesco. De cuando en cuando levantaba la vista para ver el reloj de pared que cortaba el tiempo, las manijas se movían despacio con un susurro seco. Cuando terminó la carta, se la envió al responsable del noticiero de las diez y una copia adjunta a su jefe.
Dos semanas más tarde, Raigada volvió a llamarla a la oficina. Había cerrado las persianas y Becky solo pudo notar las siluetas que dibujaban los edificios vecinos. Las luces de la calle llegaban opacas y tenues; sin embargo, Raigada llevaba las gafas oscuras puestas y le colgaba una corbata con historietas de los Looney Tunes, El Coyote persiguiendo al Correcaminos. La situación era cómica y tensa.
—El colegio te está demandando por daños y prejuicios. No les bastó tu carta.
—¿Me demandan? —dijo Becky sorprendida—. Pensé que trabajaba para un canal, no a título personal.
—Cómo verás, el canal se ha hecho a un lado. Además, firmaste un documento admitiendo tu culpa.
—Ya veo.
—¿Cómo te imaginas este proceso? —preguntó Raigada mientras prendía el ventilador.
—Al principio pensé que tenía respaldo del canal —sostuvo Becky—. Ahora que me han dejado sola, tengo mis dudas. No sé qué pasará. ¿Lo sabes tú?
—No —dijo Raigada, mientras golpeaba sus dedos contra el escritorio como si este fuese un piano de cola—, pero me temo que terminará mal. Has firmado un documento considerándote culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
—¿Qué más sabes?
—No mucho. Es un colegio caro, para hijos de empresarios, gente adinerada. Quieren medio millón en reparación.
—Ese monto es mi sueldo de veinte años.
—Lo sé.
—Pero yo no soy culpable —dijo Becky abotonando su jersey. El frío invadía el espacio y ella no quiso pedirle que apagara el ventilador—. Es un error. En todo caso, somos un equipo, una compañía. La culpa debería ser compartida. Todos estamos propensos a equivocarnos.
—Eso es cierto —dijo Raigada—, pero así suelen hablar los culpables.
—¿Tienes algún problema contra mí? —preguntó Becky.
—No tengo nada contra ti —respondió Raigada mientras apagaba el ventilador—. Todo lo contrario, me caes bien.
—Parece que estoy en una posición difícil.
—Interpretas mal —dijo Raigada—. Hecha la ley, hecha la trampa. Veré cómo involucro al staff de abogados del canal en tu caso.
—Ojalá…
—Quiero ayudar —le cortó Raigada—. Me pareces una muchacha simpática, quizá con exceso de maquillaje y algo vanidosa, pero simpática.
—Gracias —expresó Becky sin saber muy bien qué decir.
—¿Estás libre este sábado? —preguntó Raigada con tono imperioso—. Es una con otra, ¿no?
Cuando regresó a casa, se quedó limpiando el marco de plata con la foto de sus padres. La madre de Becky vivía en una provincia del norte, era rolliza y menuda, una mujer práctica. Esa tarde su madre la llamó, sentía que la mejor manera de expresar su preocupación por el bienestar de Becky era siendo siempre directa. A menudo llamaba para preguntar si le iba bien.
—¿Estás comiendo lo suficiente? —dijo la madre. Conocía bien la obsesión de Becky por tener una figura bonita. Una vez en la tele, esa preocupación se había inflado como un aeróstato.
—Sí —dijo ella, con el vaso a medio camino de un batido para adelgazar—. Esta mañana he comido huevos revueltos con jamón. Para el almuerzo, salí a comer con unos colegas, elegí estofado de pollo, y para la cena prepararé pescado a la plancha.
—¿Estás siendo graciosa, porque es poco atractivo? —contestó su madre. Sabía muy bien que eso era una cantidad enorme en la dieta de Becky—. No estás siendo totalmente madura.
—Te estoy siendo honesta, mamá. ¿Eso es ser madura?
—Eso depende sobre qué tema estás siendo honesta —contestó la madre con cierta sonrisa.
Hablaron por veinte minutos, pero Becky no le contó su problema en el canal. Su madre afrontaba la enfermedad de su padre, la vejez le había venido como un golpe bajo y brusco. Becky recordó las palabras de su madre la semana en que los doctores le diagnosticaron Parkinson al padre: «Vivimos nuestra vida según se nos presenta cada día. Voy resolviendo una cosa a la vez. Es como cuando conduces un automóvil: hay que mirar hacia adelante. Hay que ir viendo qué se nos va presentando en el camino».
—¿Estás ahí? —inquirió la madre, como si adivinara que había perdido la atención de Becky—. ¿Estás ahí?
El sábado, Raigada apareció con una botella de whisky bajo el brazo. Becky sirvió dos vasos, y agregó hielo y Coca-Cola. Tomaron en silencio, después hablaron con frases cortas y carentes de ingenio. Le dijo que la buena noticia era que los abogados de la OBC la acompañarían a la primera comparecencia el martes próximo. Las posibilidades de ganar o perder el juicio eran cincuenta-cincuenta. Raigada llevaba puesta la camiseta de una universidad europea donde había estudiado un curso de posgrado, cosa que a Becky le resultó una pedantería. Su modo de sostener el cigarrillo le parecía afeminado. Ella quiso pedirle que se quitara las gafas negras, pero finalmente no lo hizo, no quería confrontación, menos otro enemigo.
Cuando pasaron a su cuarto, Becky puso la foto de sus padres boca abajo, contra el mueble, Raigada rio con sarcasmo.
—No los escondas, no hay nada malo con un poco de diversión —comentó. Llevaba un cenicero en una mano y un vaso de whisky en la otra. Se desvistieron con cierta reserva, ella cerca de su cama y Raigada en una esquina, quien miró por unos segundos su cuerpo frente a un espejo ovalado. La luz de la luna se filtraba por la ventana como un neón blanco, intermitente al paso de las nubes. Él intentó prender una de las lámparas que habitaban sobre la mesita de noche, pero ella lo detuvo, prefería la oscuridad.
—No tengas miedo —sostuvo en voz baja.
—Es extraño —dijo Becky y giró la cabeza una pulgada a la izquierda, de una manera misteriosa y mágica—. No sé cómo hacer esto.
—Déjate llevar.
Becky cerró los ojos y comenzó a dibujar respiraciones difíciles y duras; él la agarró de los tobillos. A pesar de la luz tenue, pudo ver sus piernas delgadas como las ramas de los árboles, unas venas azules bombeaban con fuerza la sangre por su entrepierna, luego la penetró con violencia con sus dos dedos. Cuando finalmente introdujo su miembro, pálido, casi infantil, brotó una eyaculación precoz y ridícula.
Unas gotitas emergieron de sus ojos, resbalaron despacio como cera de vela por sus mejillas, bajaron quemando hacia la comisura de sus labios, parecían lágrimas de impotencia, de frustración. Becky no se percató de que Raigada lloraba. En la alfombra azulada del cuarto navegaban un cenicero lleno de colillas y cúmulos de ceniza, un vaso vacío de whisky y el residuo de una botella de Ballantines etiqueta roja. En la cama los dos cuerpos inertes se veían como náufragos a la deriva. Al cabo de un rato, Raigada se levantó de la cama, muy despacio fue colocándose los calcetines, la trusa, el pantalón, los zapatos. Una vez vestido, se despidió. Becky nunca había sido abandonada de esa manera. Se sintió como una puta cualquiera, lloró en silencio, le dolía la cabeza y no conseguía conciliar el sueño. En la madrugada abrió el cajón de la mesita de noche, sacó un pomo con pastillas para dormir y se las trago todas. «Malditas peras podridas», se dijo a sí misma minutos más tarde, «hace poco no podía dormir, ahora no puedo despertar».