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Dostoievski americano de los bajos fondos

Si en el policial de enigma (Arthur Conan Doyle) el narrador es el ayudante del detective, si en el noir (Dashiell Hammett, Raymond Chandler) el narrador es el propio detective, si en el policial de suspense (Cornell Woolrich) el narrador es la posible víctima, en la obra de Jim Thompson el narrador es el criminal, cualquiera sea la función social que desempeñe, comisario en un pequeño poblado, tahúr en Houston o vendedor puerta a puerta. Y el desafío no es menor, ya que la voz que cuenta debe sostenerse en una personalidad siempre al borde de la psicopatía, capaz de extrema violencia y de su consecuente, inmediata justificación.

James (Jim) Myers Thompson nació en Oklahoma en 1906 y falleció a los 71 años en California. Tuvo un padre comisario y más tarde empresario petrolero, que fue un verdadero desastre (alcohólico, timador, ludópata, abandónico) pero que sin embargo le sirvió como modelo para algunos de sus personajes más despreciables, en particular para los jefes de policía Lou Ford y Nick Corey, protagonistas de El asesino dentro de mí (1952) y 1.280 almas (1964), acaso sus dos mejores novelas. Desde muy joven el escritor tuvo que desempeñarse en los más diversos trabajos: botones de hotel, camionero, contrabandista de licor, vendedor ambulante, periodista, y de todos ellos robó ideas para la que luego sería una nutrida obra con más de treinta títulos entre novelas, novelas cortas y cuentos. Alguna vez declaró que había treinta y dos maneras de escribir una historia “y yo las he usado todas, pero solo hay una trama: las cosas no son lo que parecen”. Justamente en esa sombría ambigüedad, en ese oscuro límite entre lo que parece pero no es, se desarrollaron sus tramas y crecieron las voces de sus perversos narradores.

En 1931 conoció a quien sería su esposa y tuvo tres hijos. Tras el nacimiento del tercero ella lo obligó a practicarse una vasectomía, lo que él hizo sin discutirlo demasiado. En 1936 se afilió al Partido Comunista Americano, y aunque al poco tiempo tomó distancia de la organización, a principios de los 50 fue denunciado ante el senador Joseph McCarthy. Su alcoholismo lo obligó a frecuentes internaciones. Las tiradas de sus libros, por lo general en ediciones de bolsillo, fueron enormes, pero durante sus últimos años de vida el público pareció olvidarlo. Sin embargo, poco antes de morir le dijo a su mujer que no tirara sus manuscritos, porque estaba seguro de que diez años después se volverían a valorar en su justa medida.

Considerado en vida como el Dostoievski de los bajos fondos estadounidenses, mostró una realidad poco agradable a los ojos de sus contemporáneos, al punto que hace unos años Stephen King escribió que “Big Jim Thompson fue y sigue siendo un escritor grandioso porque no le tenía miedo al elemento salvaje presente en las cafeterías, porque no tenía miedo a la mierda que a veces se acumula en los sumideros bajo las previsibles y conscientes relaciones sociales (…) Alguien tiene que examinar las heces de la sociedad; alguien tiene que describir esos tumores que repelen a los miembros más refinados de nuestra sociedad. Jim Thompson fue uno de los pocos que se atrevió”.

A mediados de los 50 conoció al director de cine Stanley Kubrick, quien había leído con admiración sus libros. Thompson adaptó los guiones de dos de las primeras películas de Kubrick, las notables Atraco perfecto y Senderos de gloria. Pero el cine también supo ocuparse de sus propias novelas: Sam Peckinpah adaptó La huida en 1972, Bertrand Tavernier hizo lo propio con 1280 almas en 1982, Stephen Frears filmó Los timadores en 1990 y Michael Winterbotton El demonio bajo la piel en 2010.

Júcar, RBA y Ediciones B tradujeron varios de sus títulos, entre ellos los autobiográficos Aquí y ahora, Chico malo y En bruto, en tanto Es Pop Ediciones (2014) tradujo la biografía que en 1995 escribió Robert Polito, Arte salvaje.

 

—Puede que no me refiera a eso —dije—. Puede que no esté seguro de lo que quiero decir. Creo que me refiero principalmente a que no puede haber infierno personal, porque no hay pecados individuales. Todos son colectivos, George, todos compartimos los de los demás y los demás comparten los nuestros. O quizá, George, quiera decir que yo soy el Salvador, el Cristo en la Cruz que ha bajado a Pottsville porque Dios sabe que aquí me necesitan, y que voy por el mundo haciendo buenas obras para que la gente sepa que no tiene nada que temer, porque si se preocupan por el infierno no tendrán necesidad de buscarlo, Santo Dios, esto parece sensato, ¿no, George? Quiero decir que el deber no corre totalmente a cargo del individuo que lo acepta, tampoco la responsabilidad. Quiero decir que, bueno, George, ¿qué es peor? ¿El tipo que hace saltar una cerradura o el que llama al timbre?

Jim Thompson, 1280 almas

 

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