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Labios ajenos. Cuento de Jennifer Thorndike

Esa noche, cuando regresé a casa y me quité el disfraz, tenía el calzón mojado. Toqué ahí abajo y sentí la humedad viscosa, evidente señal de la calentura ocasionada por el lunar sobre su labio superior, a la derecha, que marcaba el camino hacia su boca pequeña, roja y carnosa. Si algo adoré esa noche, fue aquel lunar que quise lamer, besar, morder antes de desear cualquier otro atributo de su cuerpo. Yo bebía un shot de tequila y ella me hacía ojitos a la distancia mientras un borracho le manoseaba la pierna. Otro tequila, por favor, le dije al bartender. La chica me guiñó el ojo y yo sonreí: mi disfraz la había engañado. Primera vez que visitaba una discoteca straight vestida de hombre y las cosas estaban saliendo muy bien. Ella se inclinó hacia delante, como si quisiera ofrecerme su escote, y pasó la lengua por sus labios mientras cerraba los ojos y se dejaba tocar por el tipo que la acompañaba. Yo, concentrada en su lunar, me peiné el mostacho y le volví a sonreír. Sequé otro shot. Limón, sal, tequila quemando mi garganta, ella mordiéndose el labio, acomodándose los mechones oscuros de su pelo. Un guiño más y perdería la cordura.

La aventura de mi transformación había comenzado con la llegada de una caja que salió desde San Francisco y dos semanas después llegó a mi departamento. Muerta de la risa, comencé a sacar los productos y juguetear con ellos. La tienda tenía una web muy llamativa, con un header que exhibía a unas chicas guapísimas disfrazadas de chicos guapísimos y un titular que por ratos decía “Girls dressed as boys look pretty, hot and sexy” y por otros “You can be the hottest drag king ever!” No podía contener la risa. Fui saltando de link en link y terminé comprando vendas para ocultar las tetas, mostachos falsos y una pinga de plástico ultra realistic que prometía hacerme sentir como todo un hombre, que nunca pude usar porque no sabía cómo quitármelo después de pegarlo entre mis piernas. Me hice un corte de pelo que me servía para ir de hombre o de mujer, y lo complementé con unas mechas rubias bien mariconas. Después fui a comprar ropa a la sección de hombres. Esa misma tarde me vestí por primera vez como Valentín, versión masculina de mi nombre real. ¿Valentín? No way. Levanté una ceja. Valentín me sonaba espantoso, con ese nombre no me iba a levantar a nadie. Así que me cambié a Francisco. Empresario en sus early thirties, bien plantado y con buena billetera. Comencé a carcajearme tirada en mi cama, con las manos en el estómago, y el pene artificial metido en mi calzón morado. Tenía una imagen muy realista de Francisco, pero en el fondo tenía miedo de que no fuera suficiente para engañar a las chicas. Por eso me quité la ropa y solo tres semanas después volví a buscar el disfraz, que estaba hecho una bola debajo de la cama, con la pinga de plástico envuelta entre la ropa. Sonreí. Esa noche estaba tan aburrida que decidí sacar a Francisco de paseo. Me envolví bien con las vendas hasta ocultar mis tetas por completo, me vestí con una casaca de cuero, camisa gris, pantalón oscuro, me peiné con gel, me pegué el mostacho y me miré al espejo. Me veía realmente bien. Reí. Tarjetas, dinero, llaves. Metí todo al bolsillo y salí.

Adelante, señor, bienvenido, escuché que me decían al entrar a la discoteca. Señor, ¿quiere un trago? Señor, ¿le guardamos el saco? Me mantuve callada la mayor parte del tiempo porque tenía miedo que mi voz me delatara. Sentada en la barra, pedí un apple martini. El barman me miró extrañado. Va a pensar que soy maricón, pensé, y cambié el pedido por lo más macho que se me ocurrió, un shot de tequila que, al secarlo de golpe, me hizo temblar el mostacho. Fue en ese momento que vi el lunar, el lunar de la chica con las piernas más lindas de la discoteca, rodeada de tipos que la tomaban por la cintura y le ofrecían coloridos cócteles. La boca pintada de rojo intenso, el lunar sensual que yo quería besar. Ella se acomodó el cerquillo, coqueta, y yo tomé otro tequila a su salud mientras ella abría las piernas y me miraba tentadora. Me pareció que no llevaba calzón, y el mío estaba cada vez más mojado. Salud, le dije solo moviendo los labios, a la distancia, y ella me seguía sonriendo. Salud, salud, más salud. Me empecé a emborrachar: un tequila más y la vi acercarse con la blusa desabrochada, la sonrisa de lado y el lunar riquísimo. Se sentó junto a mí y frotó su muslo contra mi pierna temblorosa. Me llamo Andrea, ¿y tú? Le susurré que Francisco, pero creo que no me escuchó. Me preguntó si le invitaba una cerveza. Yo asentí sin decir una palabra, con miedo de que mi voz aguda delatara la falsedad de mi mostacho. Me va a descubrir la rica y putísima Andrea, también su lunar, ese lunar que quiero lamer incluso más que sus pezones y su húmeda abertura.

Me acerqué a ella y le besé el lunar. Lo lamí, lo mordí, me pegué a sus labios, metí mi lengua, profundicé. Ella quiso hablar, pero yo no la dejé, no podía hacerlo, seguí besándola. Le toqué el muslo, metí la mano dentro de su minifalda y mis dedos se mojaron entre sus piernas. Y ella, que suspiraba cada vez con más fuerza, estiró la mano para tocarme por debajo del pantalón. Solo en ese momento recordé que a último momento decidí no usar la pinga de plástico por miedo a que se me fuera a caer mientras bailaba con alguna chica. Con cara de indignación, Andrea se apartó de mi lado y por un momento pensé que me iba a agarrar a cachetadas. Pero no lo hizo, sino que sonrió. Y yo, Francisco, ¿empresario? ¿abogado?, bien plantado y con buena billetera, sonreí mientras me pareció ver que el lunar se alejaba, o acaso se volvía a acercar, y se perdió entre unos labios que quizá no eran los míos.

 

Este cuento pertenece al ebook Antifaces que puedes descargar desde la imagen

Antifaces - Jennifer Thorndike

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