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La vuelta a la isla

Stasis in darkness.

Then the substanceless blue

Pour of tor and distances.

  Sylvia Plath

El verano del 2017 me tenía sumido en un letargo profundo del que no sabía bien si quería o si podía salir. Me encontraba en Houston, Texas, después de haber terminado mi primer año de Maestría en Escritura Creativa en Español en la Universidad de Iowa, en la mágica y literaria Iowa City. Había hecho mi debut como maestro de español universitario y había sobrevivido al año académico sin experiencia previa en el campo de la enseñanza, para mi sorpresa, y hasta me habían regalado un chocolate y donas al final del semestre de otoño. Por esos días, me encontraba escribiendo mi primera novela y mi primer libro de poesía, aún a medio cocinar. Y había vuelto a Houston por una temporada después de haber terminado el semestre (y el año) en Iowa. Y había vuelto a Houston después de haber estado en Lawrence University (mi alma mater), en Appleton, Wisconsin, para la graduación de mi ex novia, Alyssa, y después de haber agarrado mi automóvil con dirección al este y haber pasado unos días en Niagara Falls. Y había vuelto a Houston después de haber permanecido unos días en la cosmopolita y global New York City, con mis amigos León y Jerry (quienes me alcanzaron en avión desde Appleton), en mi afán de conocer la vida nocturna de la ciudad y de visitar de nueva cuenta el MoMA, Central Park y lograr, al fin, poner pie en Ellis Island y en la mística y legendaria Estatua de la Libertad. Sí, me instalé en Houston unos días, después de haber estado varado en Atlanta, en solitario, visitando el museo de la Coca Cola (y probando todos los refrescos y las bebidas azucaradas que maneja la Coca Cola Company en los cinco continentes) y el parque de los Juegos Olímpicos de 1996 debido a una tormenta tropical que me impidió (por unos días) llegar de una vez por todas a la cuarta ciudad más grande de Estados Unidos. Y Houston, el calor, los largos días soleados del final de la primavera y de comienzos del verano y las lluvias de la tarde y los laberintos mentales me tenían sumido en citas fallidas en el Tinder, en el Bumble y en generosas dosis de cerveza Blue Moon o 312 con toques de limón y agua de coco del Whole Foods un tanto excesiva. El calor de Houston y la melancolía de lo que pudo ser y de lo que no fue con Alyssa me tenían errante y meditabundo y me entretenía contemplando las tardes y las noches fumando un Camel tras otro, un Marlboro tras otro, lo mismo en el baño del tercer piso con el extractor de olores encendido que en el jardín o que en el andador del fraccionamiento de la casa de mamá. Sí, es verdad que vine a Houston a ponerme al tanto con mamá, y también con la intención de respirar aires distintos fuera del Midwest, del Medio Oeste estadounidense, en donde llevaba radicando desde septiembre del 2010. Sí, vine a Houston con la firme intención de terminar de escribir la novela y el libro de poesía de una vez por todas, tras haber renunciado al Summer Teaching Award que muy generosamente me había ofrecido el Departamento de Español y Portugués de la bonita Universidad de Iowa. Ya tendría tiempo de regresar a Iowa City en agosto, para comenzar mi segundo (y último) año de maestría. Fue entonces, un día de mediados de junio, que mamá me invitó a Puerto España, la capital de Trinidad y Tobago. En aquel entonces, se encontraba en medio de un proyecto de geología enfocada al petróleo en las aguas de ese país, para Shell, la empresa en la que trabaja. Y yo no supe qué decirle. Lo primero que recordé en la tarde en la que decidió invitarme a su gira de trabajo fue mi estancia en aquel bello y complejo país en el segundo semestre del 2007, sí, aquella temporada, mi primer exilio internacional después de haber fracasado y reprobado épicamente segundo semestre de preparatoria en Ciudad del Carmen, Campeche, México. Las cosas en aquel momento eran distintas, dado que era papá quien laboraba en Puerto España y no mamá, quien se había quedado en Ciudad del Carmen, en su antiguo empleo en Petróleos Mexicanos (Pemex). Sí, pero en el verano del 2017 todo era distinto: mis papás llevaban más de cuatro años divorciados y papá ya tenía otra familia y yo tenía una hermana bonita de casi tres años. Actualmente, mi papá y mi hermana viven en Ciudad del Carmen. Entonces, en el verano del 2017, la generosidad de mamá (y supongo que tal vez su preocupación) me ofrecían la misteriosa oportunidad de regresar brevemente al Caribe. Supongo que puedo acompañarte, le dije, dubitativo.

Llegamos puntualmente al George Bush Intercontinental Airport, hicimos el check-in, pasamos las tediosas filas de seguridad aeroportuarias y encontramos la sala de espera del vuelo de United, con destino a Port of Spain. Recuerdo que llevaba el libro de Tres tristes tigres (1965), de Guillermo Cabrera Infante, el cual era una recomendación que nos había hecho Horacio Castellanos Moya en su taller de ficción en Iowa. Ladies and gentlemen, it’s show time, recuerdo leer, la atmósfera del Club Tropicana, en la Habana, en el siglo pasado, e intentar por todos los medios distraerme y alejarme de mis propias tormentas cerebrales. Abordamos el vuelo y dormí la mayor parte del trayecto. No recuerdo con precisión qué iba leyendo mamá, posiblemente Hard Choices (2014), de Hillary Clinton. Me desperté cuando estaban anunciando el aterrizaje en la cabina. Abrí los ojos y sentí terror de enfrentarme con mi pasado. Sentí nostalgia, sentí el vacío más estremecedor, sentí como un hueso amorfo de durazno atorado en la garganta. Si acaso había leído diez páginas de la novela de Cabrera Infante antes de sumergirme en el mundo onírico. Me había colocado los audífonos antes de caer en una profunda pesadilla y me desperté con una canción de The Strokes en mi playlist de Spotify, quizás la de “Threat of Joy” o la de “You Only Live Once”. Aterrizamos, y decidí disimular y sonreír y hablar con mamá, de lo que fuese, del clima, de mis aventuras de hacía casi diez años en la misma ciudad a donde estábamos llegando, esta vez, sin papá. Mi familia ya no existía como tal. Se había partido en dos.

De repente me entró el gusanito de tomarle fotografías a todo lo que pudiera para tenerlo en mi archivo digital, ya que había perdido casi todas las miles de fotografías y videos que había hecho con la cámara Samsung negra de 12 mega píxeles de papá, la cual se descompuso y nunca arreglamos, y cuya tarjeta de memoria se perdió en algún rincón de alguna casa en la que dejamos de habitar y en la que se quedaron nuestras memorias familiares de esas épocas de oro. Porque en los álbumes de los archivos digitales de la cámara Samsung de papá se incineraron virtualmente nuestras fotografías y videos de Trinidad y Tobago en el otoño del 2007, y nuestras vacaciones de Semana Santa con mamá en la isla de Trinidad y en la de Tobago, en abril del 2008. Así que tan pronto bajamos del avión, le tomé decenas de fotografías a la aeronave, a los letreros, a la gente, a la bandera y a los pasillos del aeropuerto. Inmediatamente sentí el olor a mar y a pescado, y el bochorno del mediodía, la humedad en su máximo esplendor, los rayos del sol tostándome la piel morena. La gente que salía del avión era una mezcla de estadounidenses y trinitarios, una mezcla de afrocaribeños y gente de origen caucásico, y uno que otro latinoamericano de distintos orígenes. Tomaba fotografías a diestra y siniestra. Quería asegurarme de que podría, en un futuro, anclarme en algo, agarrarme de algo, de una memoria de archivo, aunque fuese digital, para la posteridad. O al menos ese era mi deseo. Pasamos migración. Nos sellaron los pasaportes. Salimos al área de los taxis. Recordé. Sí, yo he estado en estas pistas, en el Piarco International Airport, este lugar donde fui detenido por las autoridades aeroportuarias y el gobierno de Trinidad y Tobago el viernes, 14 de diciembre del 2007, a mis 16 años, como consecuencia de una revisión secundaria aleatoria en donde los inspectores, con luz ultravioleta en mano, se dieron cuenta de que mi pasaporte tenía un holograma defectuoso de un Chac Mool en la última página; este lugar donde las autoridades creyeron que mi pasaporte era falso y que lo había obtenido en el mercado negro; este lugar donde creyeron que era un traficante de drogas de algún cártel mexicano o latinoamericano o de alguna mafia internacional; este lugar de donde me tuvo que rescatar papá junto con el Embajador de México, para que no me metieran preso bajo sospecha de tráfico internacional de algo. Sí, yo llegué a Trinidad y Tobago por primera vez la mañana del primero de octubre del 2007, procedente de la Ciudad de México y de Caracas, Venezuela, en un vuelo de la quebrada y rescatada aerolínea venezolana Aeropostal en pleno chavismo, e iba cagado de miedo por si quebraba la aerolínea y me quedaba varado semanas en Caracas, con 16 años, pero con la adrenalina en la sangre, y extrañando horrores a Sara, mi primera novia. Iba con un cuadro de acné agudísimo, con el cabello emo y bastante bajo de peso por el estrés de saberme en el lodo académico y profesional. Sí, aquella mañana de ese primero de octubre del 2007 estuve esperando al chofer de la empresa para la que trabajaba papá (Schlumberger, en las oficinas de Repsol), Gideon, un gran amigo, trinitario afrocaribeño y fan de la música de Eminem y de Jay-Z, como yo en ese entonces. Solo que Gideon apareció casi dos horas después de que salí al área de taxis y mientras tanto lo esperaba sudando a chorros y con mi maleta negra y mi mochila Adidas negra y con mi reproductor mp3 Samsung de 528 megabytes rezando para que no se me acabaran las pilas AAA que traía de México. No tenía celular ni dinero en dólares estadounidenses, ni mucho menos en trinitarios (los famosos TT$). Solo me habían dado el dinero para comer algo y ya me lo había gastado. Así que cuando Gideon llegó, bonachón y con sus rastas largas que le llegaban al pecho, lo supe porque se me quedó viendo unos segundos y sacó un pedazo de cartón que le había arrancado a una caja de algo, con mi nombre escrito en plumón negro, Olin, solo que, con una ele en lugar de dos, y me lo mostró, y así fue como nos presentamos y me subí al asiento del copiloto a la inglesa, del lado izquierdo, en el Camry rojo. Me preguntó por mis discos de música, se los mostré, y elegimos el de The Eminem Show (2002), y llegamos rapeando “Cleanin’ Out My Closet” y “Without Me” a las oficinas de Repsol, donde me esperaba papá, para llevarme a comer al TGI Friday’s que estaba a un lado de su oficina. Gideon fue mi primer amigo trinitario.

Era mi segunda vez en la isla de Trinidad, en el país independizado políticamente de la Gran Bretaña el 31 de agosto de 1962, aunque dependiente económicamente de las potencias con amplio historial colonial y neocolonial en nuestros días. Siempre pensé que 1962 era un año sumamente cercano al año en el que nació papá (1966) o al año en el que nació mamá (1969), y que en ese 1962 John F. Kennedy aún vivía y que la reina Elizabeth II ya era reina y que México vivía gobernado por Adolfo López Mateos (o López Paseos) y los dinosaurios del PRI. Siempre me pregunté qué pensaban al respecto las personas originarias de ese país cuando tenía 16 y vivía allá, y me lo seguí preguntando cuando volví a Trinidad aquel junio del 2017 con mamá y me lo sigo preguntando ahora. Siempre reflexioné con dolor sobre las limitaciones y el legado colonial y la esclavitud y el sufrimiento histórico de la comunidad africana y afrocaribeña. Y también pensé en las adversidades que tuvieron que enfrentar los descendientes de los grupos de personas provenientes de la India. En todo momento tuve presentes a las minorías raciales y étnicas que conviven en esa gran nación. Mamá y yo tomamos un taxi rumbo al Hilton Trinidad, donde nos hospedaríamos durante nuestra semana en el país, justo a un lado de los Royal Botanic Gardens y enfrente del monárquico Queen’s Park Savannah. Nuestra habitación, en un sexto piso (la Executive Room 635), tenía vista al Queen’s Savannah y a la zona de St. Clair (donde estaban las oficinas de Shell Trinidad), Woodbrook y Mucurapo, y muy al fondo se veía el mar Caribe, el Golfo de Paria y algunos barcos anclados. Sí, ese Queen’s Savannah, el inolvidable parque con reminiscencias de la reina Elizabeth II, un dolor político e ideológico para mí, que venía de un país con un sistema democrático, republicano, representativo y federal (claro, azotado por legados históricos de corrupción, por la presencia en el poder de un partido represivo que gobernó ininterrumpidamente por 70 años, y que volvió al poder Ejecutivo en el 2012, y violentado, en tiempos no muy lejanos, por la falaz guerra contra el narcotráfico iniciada por Felipe Calderón, entre otras manchas sangrientas). Todo lo monárquico siempre me produjo punzadas en la espalda y me dio ñañaras. Me consolaba el hecho de saber que Trinidad y Tobago había adoptado el sistema de gobierno de república unitaria. El Queen’s Savannah, un parque con un perímetro de casi cinco kilómetros, cercano al centro de Port of Spain, con especies de árboles que me recordaban a las que había visto en fotografías de la sabana en Tanzania con el monte Kilimanjaro de fondo, en algún ejemplar de la National Geographic. El Queen’s Savannah, donde solía correr cuatro o cinco o a veces hasta seis o siete kilómetros, tres veces por semana, aquellas tardes de otoño tropical del 2007, cuando llegaba a la oficina de papá a esperarlo a que terminara su jornada laboral, justo después de finalizar mis clases de francés en la Alianza Francesa, mis clases de inglés en la Angels Academy, y un poco antes de irme a entrenar natación en el equipo que estaba en la zona de Westmoorings, donde vivíamos en ese lejano 2007. Darle una vuelta al circuito del Queen’s Savannah equivalía casi a completar los cinco kilómetros, y me tomaba el deporte muy en serio por aquellos días, así que a veces le daba una vuelta y media. Antes de regresarme a México, logré darle dos. Tal vez lo hacía porque conseguía poner mi mente en blanco y dejar de pensar en Sara, en sus ojos grandes, en su sufrimiento, en las broncas que tenía en casa con su padre violento y con su madre violenta, y en nuestra repentina separación, no anunciada, y en la oscura incertidumbre de saber si íbamos a poder tener un futuro, a donde quiera que fuese que ese camino que recorreríamos juntos nos llevara, pero anhelábamos esos días, esos meses de posibilidad, de por lo menos intentarlo. O tal vez esa era mi versión, lo que dejaba de pensar mientras corría cinco o seis o siete kilómetros en el circuito del Queen’s Savannah. Ponía mi mente en blanco, aunque fuera por instantes. No pensaba, pero sí sentía. Aunque después, cuando dejaba de correr, sentía y pensaba, y me dolía el cuerpo. Cada paso que daba alrededor del Queen’s Savannah me dolía y al mismo tiempo me reinventaba. Era un paliativo.

Pudo haber sido el 26 o 27 de junio del 2017, la noche en la que mamá llegó de su primer día de trabajo en Shell Trinidad, cansada, pero contenta, y me habló por llamada de WhatsApp y me dijo que bajara a la recepción para que nos tomáramos algún coctel para celebrar que estábamos vivos y que estábamos reunidos en Trinidad y Tobago casi una década después. Acepté su invitación. Me di cuenta que también tenía cobertura de la compañía telefónica Digicel, la misma que me daba servicio en aquel celular obsoleto Nokia de pantalla verde que papá me había prestado durante mi estancia en el otoño del 2007 para moverme por la ciudad y dar señales de vida (algo rigurosamente necesario, sobre todo porque me movía en transporte público y los empujones estaban duros para conseguir asientos en los Maxi Taxis y ya me habían agarrado a bolsazos una ocasión). Y es que mamá estaba contenta, intuyo, porque acepté su oferta de acompañarla y teníamos por lo menos algunas tardes libres para pasear juntos. E intuyo que mamá estaba agradecida con la vida y con su fortaleza física y emocional por haber vencido finalmente al cáncer en el 2016. Yo también estaba algo feliz, sobre todo por ella, aunque con mis propios demonios dentro, con mis propias fisuras, pero en parte había decidido ir a Trinidad para replantear mi vida como escritor y académico, y qué mejor lugar. Esa tarde, mientras mamá trabajaba, me la había pasado explorando el Queen’s Savannah y los alrededores del hotel y del Jardín Botánico, reponiéndome del trajín del viaje que había hecho unas semanas antes por Wisconsin, el estado de New York, New York City y Atlanta. Esa tarde me topé con un pequeño cementerio en el Jardín Botánico y me quedé contemplando las tumbas, las lápidas, los nombres de las inscripciones y las fechas de nacimientos y muertes. Grabé un video breve y recité alguna poesía improvisada para las almas que ahí moraban. Me levanté de la cama de la habitación y me puse una camisa blanca de manga corta con pequeñas figuras de anclas color azul marino, me puse mis Vans negros y bajé a la recepción, un poco bronceado por el sol de ese día. Pedimos unas bebidas en el bar. Mamá pidió una piña colada y yo pedí una cerveza Carib.

Después pedí una cerveza Stag, también una lager, solo que en botella de vidrio verde y con letras rojas con el nombre de la marca, a diferencia de la Carib, cuya botella era transparente y cuyas letras del logotipo eran de color azul. Siempre me llamó mucho la atención la publicidad de las dos marcas de cerveza más consumidas en Trinidad y Tobago: en la televisión, en la radio, en el internet, en los espectaculares y en la parafernalia de carpas y sillas en las playas. En el segundo semestre de 2007, no tenía ni la edad ni el dinero para comprar alcohol debido al estricto monitoreo económico que ejercía papá sobre mí, y todo lo que pude beber en aquel entonces fue gracias a un amigo venezolano y a algunos conocidos de la Angels Academy que me sacaron de fiesta a un club nocturno una noche de noviembre, un fin de semana en el que papá se encontraba de viaje de trabajo en Venezuela o en otra isla del Caribe, según recuerdo. Casi diez años después, a finales de junio del 2017, podía tomarme todas las Stag y las Carib que quisiera, y ese era mi plan y lo sabía, muy dentro de mí. Fue como una revelación, o tal vez una urgencia. Primero creí que sería suficiente con una cerveza. Después creí que con dos bastaría. Degusté mi Stag y seguí conversando con mamá. Sobre mis planes, sobre mi presente, sobre mi futuro. Casi no había gente en el bar y estábamos sentados en unos sillones al lado de la barra. Había unas televisiones donde transmitían un partido de criquet. No recuerdo si ella me sacó el tema o si comencé a hablar en piloto automático sobre mis epifanías adivinatorias. Ella le daba sorbos a su piña colada. Después se pidió un mojito. Yo le daba tragos generosos a mi Stag y comía cacahuates. Y hablaba como disco rayado. Estaba cursando la maestría en la Universidad de Iowa, con beca completa y con trabajo como maestro de español, pero solo tenía un año más de posgrado y de empleo. Después debía ganarme la vida de otra forma. La escritura era indiscutiblemente mi pasión, mi gran revelación, mi razón de ser, mi sanación, mi necesidad, pero conseguir empleo fijo en Estados Unidos sin tener la residencia (la Green Card) o la ciudadanía era otro tema. Llevaba con visa de estudiante (F-1) desde el 2010. Nunca vi la visa de trabajo ni la residencia ni la ciudadanía como algo imposible, aunque sí tenía altas probabilidades de tener que agarrar las maletas y regresarme a México en el caso de que no lograse conseguir un empleo en Estados Unidos y se me expirara la visa. Eso era altamente probable, y de ser así, tendría que continuar la búsqueda desde México, desempleado, y conseguir trabajo allá o en otra parte del mundo, lo cual tampoco me preocupaba. De hecho, no me oponía a la idea de vivir en la Gran Tenochtitlan algún tiempo. Quizás mi gran incertidumbre era cómo conseguir un trabajo en donde pudiera escribir (periódico, revista, medio de comunicación, o en la traducción o en la literatura o en la enseñanza). Supuse que me llevaría varias entrevistas y algún tiempo de búsqueda, eso, y un poco de suerte, también. En el último de los casos, tendría que conseguir un empleo fuera de mi campo, y escribir por las noches, los fines de semana y en los sueños, y laborar de lunes a viernes en algún puesto burocrático o en el sector privado. Mi carta astral me indicaba que brillaba en el extranjero, y que tendría a Saturno y a Quirón y a otros planetas muy pesados y en contra en las latitudes mexicanas. El tarot también me pronosticaba brillo en el extranjero y dificultades en México. No obstante, lo intenté. En marzo del 2017, solicité admisión al diario Reformamediante una convocatoria para talentos jóvenes menores de 26 años. Dos o tres semanas después de hacer la prueba en su sede de la Av. México Coyoacán, No. 40 (en la cual nos hicieron escribir nuestra autobiografía en tercera persona bajo cronómetro), me llamaron por teléfono para una entrevista. Les dije que estaba en Iowa City haciendo la maestría, y les pregunté si la entrevista podía ser por Skype, o si me podían dar unos días para hacer acto de presencia en la Ciudad de México. Me dijeron que la entrevista debía ser presencial, y que veían como un grave problema el que estuviera radicando fuera de México, que no aceptaban colaboraciones remotas. Les insistí. Me dijeron que les llamara unos días después para que lo consultaran con los directivos de la convocatoria. Les llamé unos días más tarde para preguntar. Me dijeron que tenía que estar en la Ciudad de México de tiempo completo, que gracias. Colgué. Si esa era la visión del Reforma, vaya, de lo que se perdían, pensé. Les escribí correos electrónicos a otros medios de comunicación como La Jornada, El Universal, Proceso, Sin Embargo y Aristegui Noticias. Insistí, pero nunca obtuve respuesta. No me di por vencido, pero intuí que debía de estar en la Ciudad de México, durmiendo afuera de las sedes de los periódicos y de las revistas para ser considerado, o de a perdida esperar a alguna otra convocatoria o apertura formal. También había buscado chamba en medios como Facebook, Apple News, Vice News y BuzzFeed News y Google, pero no me había animado a solicitar a los puestos relacionados al periodismo o a la escritura porque pedían como mínimo cinco años de experiencia en el momento en el que hice la búsqueda, cosa que por supuesto no tenía. Así que tenía dos rutas claras: o bien buscar empleo y una empresa o medio de comunicación que me patrocinara una visa de trabajo H-1B o H-2B, o bien solicitar admisión a un doctorado en letras hispánicas o literatura comparada o a una maestría en relaciones internacionales en Estados Unidos o Europa. Esas eran ideas que deambulaban alrededor de mi cabeza, eran satélites en órbita alrededor de mi cerebro, y el tiempo lo tenía contado, y suponía que Trinidad y Tobago sería un lugar que me permitiría tener una revelación sobre mi futuro. La escritura, la escritura, la escritura, sí, estaba seguro. Pero no te veo escribiendo diario, hijo, como lo hacían Ernest Hemingway o Carlos Fuentes, como los escritores serios y profesionales, como tu Roberto Bolaño o como tu Sor Juana Inés de la Cruz o como tu Emily Dickinson, me dijo mamá. Estoy en proceso de terminar la novela y mi libro de poesía, necesito aterrizar las ideas, le dije. La verdad es que me dolía escribir. Estaba pasando por una mala racha al quedarme sentado frente a la computadora por minutos, por horas, sin saber qué teclear en el documento en blanco de Word. Escribiendo pequeños párrafos y después eliminándolos. Agarrando mi cuaderno de poesía con la portada de una calavera dibujada a lápiz (que conseguí en la entrañable librería Prairie Lights, en Iowa City) y escribiendo versos que parecían más crónicas periodísticas que poemas. Me sentía en medio de un naufragio literario, cuando intuía que debía sentir lo contrario, sobre todo al inicio de mi carrera.

Mamá decidió subirse a dormir a la habitación después de terminarse su mojito. Le dije que yo me quedaría en el bar un rato más. Se fue sonriente y soñolienta. Me moví a la barra del bar. Pedí otra bebida, ahora una Carib. Alternaba. Miré el Facebook. Miré el Instagram. Miré el Twitter. Buscando señales de Alyssa, quien estaba en ese momento en Baja California, trabajando en el restaurante de su hermana y su cuñado durante el verano, ahorrando antes de irse a su misión de ultramar. Miré las redes sociales esperando toparme con alguna fotografía de ella, con su sonrisa discreta sin mostrar los dientes. Pensé en Alyssa, en nuestra historia, en su aparente fin. Otro final sin concretar, otro adiós indeterminado. Era la tercera vez que nos separábamos, aunque en esta ocasión, la distancia física sobrepasaría a las dos ocasiones anteriores. Alyssa había conseguido un puesto en los Peace Corps, después de un competido proceso de selección, y estaba por irse al país muy lejano y maravilloso de Sudáfrica, en el sur de África, a enseñar cursos de primaria en un pueblo del desierto por una temporada de dos años. En cuanto a mí, aún tenía un año de maestría en la Universidad de Iowa. Era la segunda vez que una persona cercana a mí se iba a los Peace Corps. En marzo del 2015, mi ex novia Caroline se fue a los Peace Corps, a un pueblo de la República Dominicana (cuyo nombre desafortunadamente no recuerdo ahora), aunque para el momento de su partida, en la primavera de aquel año, nosotros ya llevábamos casi dos años de haberlo dejado. De cualquier forma, Caroline, con la respiración cortada y con las mejillas sonrojadas de la emoción, me había comentado sobre su gran interés por los Peace Corps desde que éramos sophomores en Lawrence University, entre el 2011 y 2012; me había platicado sobre la historia de su fundación con John F. Kennedy, sobre la historia de su hermano en los Peace Corps entre el 2010 y el 2012 en un pueblo de las montañas de Túnez, población a la que ella hizo un viaje con su mamá en el invierno del 2011, si la memoria no me falla. Caroline ya me había compartido su anhelo de convertirse en una de las Freedom Riders. Ahora que lo pienso mejor, mi conexión con los Peace Corps es más profunda (y más lejana) de lo que imaginaba. Debo decir que siempre me sentí orgulloso de ellas, aunque inevitablemente se me partiera el alma al saber que eso significaría un adiós (otro adiós, un hasta aquí, por el bien del mundo, por el bien de nuestras carreras, por el futuro del planeta). Mi reacción siempre fue la misma: apoyar, sonreír, ayudar con ideas, ayudar en la redacción de solicitudes y ayudar en la edición de correos electrónicos (las dos últimas, solo en el caso de Alyssa); mi fortaleza: el lápiz, la pluma, el papel, el teclado electrónico, el documento de Word, la gramática. Muy dentro de mí, a ratos desesperado y en silencio, me enfoqué con la poca o mucha energía que tuviera en el momento para poder encontrar la paz y la resignación para, de alguna manera misteriosa y mucho más profunda de lo que pudiera siquiera imaginar hasta entonces, dejar ir, aprender a dejar ir, con amor.

Me seguí tomando mi Carib. Luego pedí otra Stag. Alternaba. Continué mirando aleatoriamente mi iPhone 6s Plus. Las fotografías que había tomado en Wisconsin y en mi road trip por Estados Unidos. Las imágenes que había capturado esa tarde en los alrededores del Hilton Trinidad y en el cementerio del Jardín Botánico. Las fotografías que tenía con Alyssa en Lawrence University, en su dormitorio, en su graduación. Me temblaba el estómago. Se me hundía el pecho. Después de terminar el semestre en la Universidad de Iowa, me fui con Alyssa las últimas dos semanas de mayo y la primera de junio para estar juntos y acompañarla antes de su ceremonia de graduación y de su partida a África. Esa, sospechaba, sería nuestra gran despedida (tercer round). Siempre me afectó en dimensiones desconocidas, desde el comienzo de nuestro noviazgo, el hecho de que Alyssa les ocultara nuestra relación a sus papás y de que, como consecuencia, nunca conociera a mi familia en México, siendo que ambos somos mexicanos. Había varias razones de por medio que eran válidas para ella y que intentaba por todos los medios que también fueran válidas para mí, pero aun así me punzaba el pecho, me apuñalaba la idea. Trataba de entenderla. Pero me sentía traicionado. Claro, yo también había tenido mis fallas, mis dudas. Me comencé a desesperar en el bar. No había comprado cigarros. Siempre estaba con el mismo cuento absurdo de encontrarme en proceso de “dejar de fumar” desde que tenía 13 años, lo cual, honestamente, equivalía a dejar de fumar por cinco o seis o a veces hasta siete días, para después, en un ataque de pánico, desesperación o melancolía errante, salir disparado a comprar una o dos cajetillas de cigarros a cualquier tienda, supermercado o gasolinera que tuviera al alcance, sin importar mi ubicación geográfica. En el peor de los casos, era una persona muy hábil y sumamente sociable y un gran experto en pedirle cigarros a desconocidos. Siempre existía un alma caritativa que me regalaba tabacos. La temporada más larga en la que dejé de fumar fueron cinco o seis meses durante el primer semestre del 2010, y mi gran cometido en aquella ocasión se debió a que me encontraba vivo después de haber sufrido un traumatismo craneoencefálico (una fractura de cráneo y un hematoma cerebral) el 5 de enero de aquel comienzo de año y de década gris, el cual me tuvo ocho días en cuidados intensivos en el hospital Memorial Hermann, en Houston. Pero rompí mi gran logro en julio de aquel año, una noche de fiesta en la casa de mi entonces novia, Sara. Aquella noche de finales de junio del 2017, me sudaban las manos al no tener nicotina ni alquitrán ni monóxido de carbono en mi organismo. Alternaba entre cervezas: Carib, Stag, Carib, Stag. Consideré cambiarle a Heineken o a Corona. O a whisky o tequila. La camarera me sonreía. Una chica trinitaria muy atenta conmigo. Se me quedó grabada su mirada, directa y penetrante. Me intentaba hacer la plática. Olía muy bonito, como a bosque de coníferas. Me sudaba el cuerpo. Me comenzó la ligera taquicardia. Necesitaba encontrar uno, dos, tres cigarros, una cajetilla, dos cajetillas, donde fuera, ya, inmediatamente. No era un fumador empedernido. Por lo general, solo disfrutaba fumar cuando bebía alcohol. Sin trago, solo me fumaba uno o dos cigarros al día. A veces uno o dos cada dos días. Pero esa noche, en la barra del bar del Hilton Trinidad, necesitaba más. Miré a mis alrededores. Miré hacia la recepción del hotel, que estaba a unos diez metros de donde me encontraba sentado. No identifiqué a ningún fumador amigable a la redonda.

What you doin’ here all by yourself?, me preguntó la camarera, sonriente, con acento trinitario (trini, de aquí en adelante). Nothing, just here on a little vacation trip, le contesté. Me sentí un poco estúpido sentado solo en la barra. Eran alrededor de las 11:30 p.m., pero no llevaba prisa, el bar cerraba hasta las 3:00 o 4:00 a.m., dependiendo del flujo de clientes. Seguimos la conversación en inglés, después de que me puso una Heineken y más cacahuates. Dejé el celular a un lado y decidí ponerle atención, por cortesía. Eso admiraba de los trinis. Eran gente muy platicadora y muy interesada en conocer personas nuevas, de otras latitudes y longitudes, o al menos todos los trinis que me había topado hasta entonces. La chica camarera no era la excepción. ¿De dónde eres?, me preguntó. Si tuvieras que adivinar, ¿de dónde dirías que soy?, le contesté. ¿De Marruecos? ¿De España? ¿De Brasil? ¿De la India?, me bombardeó con hipótesis. De México, le contesté. Ah, México, viva México, ándale, ándale, me dijo, sonriente. Me comencé a reír. Me cayó rebién. Tenía una voz muy viva, muy eléctrica, muy musical. Era tan cortés que hasta me ofreció tequila. Me cayó mejor aún. Se acercó uno de sus amigos camareros, un chavo trini, de cabello corto, alto y delgado, también afrocaribeño. Sacaron la botella de tequila (no había más clientes) y sugirieron brindar los tres con caballitos (shots). Trajeron sal y limón, por sugerencia mía. Nunca consideré toparme con dos almas tan vivas y tan resplandecientes en un momento de oscuridad cerebral y arritmias. ¿No les llaman la atención sus jefes?, les pregunté. Cómo crees, estamos en Trinidad, aquí uno tiene libertades y podemos hacer lo que queramos, me contestaron. Brindamos. Chupamos la sal de nuestras manos. Arriba, abajo, al centro y pa’ dentro, dijimos, tomándonos de un jalón el caballito de un tequila de marca desconocida, bajo mis indicaciones culturales de chico millennial que había cumplido la mayoría de edad en un bar en una isla del sureste mexicano. Después de tomarnos los caballitos, chupamos una rodaja de limón.

¿No saben aquí dónde puedo conseguir cigarros?, les pregunté, desesperado de nueva cuenta. La camarera sacó una cajetilla de Marlboro Gold y me los ofreció. Me dijo que tomara los que quisiese. Qué hospitalidad tan magnífica, pensé. Vamos afuera, a la terraza, para que mires la vista de la ciudad de noche, me dijo la chica. Nos levantamos los tres y abandonamos el bar. Las pantallas seguían transmitiendo un juego de criquet, deporte al que no le entendía ni jota. ¿A qué te dedicas?, me cuestionaron. Este, soy estudiante de maestría en literatura y escritura creativa, les respondí. Ah, ¿y qué puedes hacer con eso, para qué sirve?, me preguntó el chico. No seas tonto, lo interrumpió la chica. Sirve para conocer otros mundos y ser alguien con cultura, completó la frase. Este, sí, de acuerdo contigo, y puedo ser profesor de universidad o periodista o básicamente cualquier cosa, le contesté al chavo. ¿Estás casado, tienes hijos, novia?, me preguntaron. Este, gran pregunta, están abriendo la caja de pandora, chavos, no se los recomiendo. Estoy recién separado, pero no estaba casado ni viviendo en pareja. Bueno, más o menos, es complicado, les contesté. Le di otro trago a mi Corona, que me dieron los camareros, mis nuevos amigos, antes de salir, en ánimos de celebrar el consumismo mexicano, la reunión mexicano-trinitaria improvisada, la amistad, o cualquier cosa que significara nuestro encuentro internacional. La vista nocturna de Port of Spain era surrealista. Lucecitas en los perímetros del Queen’s Savannah y una densa oscuridad galáctica en el espesor del área del parque. Las siluetas de los árboles de la sabana parecían los famosos árboles parlantes de The Lord of the Rings, los ents, solo que más bajitos. Las luces a lo lejos de las casas y los edificios de St. Clair. Más a lo lejos, hacia el horizonte, las luces terminaban y se confundían en una oscuridad más densa, la del Golfo del Paria, que se entremezclaba con el gris y negro de las nubes que cargaban agua y rayos. Se veían relámpagos a lo lejos, por el mar.

Me llegaba el aroma a humedad y a contaminación urbana y a selva tropical. Había un chipi chipi ligero que caía sobre la terraza. Vislumbré a un par de búhos grises cuyos cantos también se escuchaban en nuestra ubicación, provenientes de los árboles cercanos a la terraza del hotel. Sospeché que había más de dos búhos escondidos entre las ramas, porque su cántico se oía con todo y el ruido de la terraza. Había música proveniente de unas bocinas instaladas cerca de nosotros. No recuerdo qué sonaba. Música en inglés, hits de Electronic Dance Music (EDM) desconocidos para mí, una que otra canción perdida de Maroon 5 y algo de reggae y soca. A nuestro alrededor, había una fiesta de cumpleaños de unos adolescentes que iban trajeados (los hombres) o de vestido de gala (las mujeres). Nos infiltramos entre la muchedumbre. No sé cómo, pero terminamos con platos de pastel y Coca Colas. Qué generosidad, volví a pensar. Ya había perdido la cuenta de cuántas cervezas y caballitos de tequila llevaba. Aún tenía aguante para largo. Seguía conversando con mis nuevos amigos. Viví aquí en el 2007, ya conocía Trinidad y esta área del Queen’s Savannah y St. Clair, les dije. Qué cosa más rara, un mexicano trini, bromearon. Dónde vivías, me preguntó la chica. Allá en The Towers, en Westmoorings, le dije. Ah, vaya, Westmoorings, es un barrio VIP, me dijo. No supe qué contestarle, se me salió una risita nerviosa y una lágrima del ojo izquierdo. Sí lo había pensado anteriormente: el departamento del noveno piso de la Torre Ciboney con vista al Golfo de Paria, donde vivía con papá, era un lujo prestado, era un departamento staff de Schlumberger que le daban a los trabajadores internacionales.

Bueno, pero cuéntanos, tienes una cara de que algo te pasa, una cara de desastre con la que no puedes, me dijo la chica. Ya me había acostumbrado de nuevo al acento trini y eso me encantaba. En ese instante decidí que aspiraba a tener un acento trini. La chica me prestó su encendedor. Encendí otro cigarro. Mis amigos del Hilton Trinidad eran las personas más generosas, amigables y fiesteras que había conocido en todo el 2017. Inhalé el humo elixir. Me mareé más. ¿Qué harían si tuvieran que olvidar a una persona con quien estuvieron tres años y cuatro meses en tan solo unos días?, les pregunté. Vaya, hombre, tú lo que necesitas es más cerveza, me dijo el chico, y se metió por más bebidas para los tres. Me dejó su rebanada de pastel a medio terminar. Me la comí y me la pasé con un sorbo de Coca Cola y otro de cerveza. Mal de amores, mexicano. ¿Y por qué terminaron?, me preguntó la chica. Conversábamos como si fuéramos amigos del colegio. Es una gran mujer y me quiso mucho, eso lo sé. Pero se va a ir a África y estuvimos de acuerdo en seguir en contacto a la distancia, aunque nunca nos sentamos a intentar definir en qué términos quedaba lo nuestro, o si lo nuestro seguía existiendo, o si lo que habíamos sido se había transformado en otro tipo de relación, o bueno, eso era claro, se veía venir, tal vez ella estuvo más de acuerdo con esa idea que yo, la de seguir en contacto sin plan a futuro, dado que por mi parte quería seguir andando con ella y sugería hacer un plan para estar juntos, pero nunca quedamos en nada concreto. Lo único que sabíamos es que hablaríamos por FaceTime, le dije a mi amiga. ¿Pero por qué no siguen a distancia y hacen un plan?, me cuestionó. Verás, es complicado. Ella quizás no quiere nada serio a futuro, pero sospecho que no me lo dice. Vamos, no sé si quiere seguir conmigo, quizás no, pero creo que luego se arrepiente o tal vez se siente presionada o no sabe bien lo que quiere conmigo, y yo voy muy en serio, nivel vamos a tratar de vivir juntos y tratar de estudiar o trabajar en la misma ciudad, vamos a tratar de hacer un plan a mediano plazo, para que funcione, en tu ciudad o en la mía, en Iowa o en África o en Europa o en Washington D.C., realmente en cualquier lugar del mundo. Aunque como te dije, ni siquiera terminamos oficialmente, ni siquiera hablamos bien del tema, no pudimos encontrar el momento adecuado en medio de su fiesta de graduación. Y para serte honesto, metí la pata algunas ocasiones, hace ya algún tiempo, conversé (y me besé) con otras chicas, y creo que eso también nos jugó en contra, digo, por mucho que me haya perdonado, creo que en el fondo ya perdí su confianza, o tal vez no me perdonó, le dije. Seguimos conversando. ¿Y le cae bien a tu familia?, me preguntó. Este, no sé, mis papás son neutrales y corteses con ella, pero no conoce al resto de mi familia porque… su familia no sabe que teníamos algo, y bueno, francamente esa situación siempre nos ocasionó pleitos de pareja. Me desahogué, con mi nueva amiga. Me ponía mucha atención mientras bebía de su cerveza. Para serte franco, teníamos dos visiones políticas distintas y eso también nos jugó en contra. Varias veces me dijo que no se podía hablar conmigo de política mexicana, y eso se lo creí, era verdad. O bueno, quizás solamente tenía una convicción muy seria de que el país requería un cambio al socialismo democrático, aunque fuera un sexenio. Ella siempre me expresó que yo era muy terco y me costaba cambiar, es que no toleraba el viejo sistema y siempre fui muy partidario de la alternancia, le dije a mi amiga. A partir de ahí todo se tornó neblinoso. No recuerdo mucho. Seguía hablando, pero me costaba hilvanar oraciones largas y coherentes. Pero seguimos charlando, y luego bailando un poco.

Regresó el chico con más tragos y brindamos y fumamos y contemplamos la vista impetuosa y privilegiada otro rato. El Hilton Trinidad estaba encima de una colina, y la terraza, con respecto a la calle del Queen’s Savannah, tenía como unos cuatro o cinco pisos de altura, como mínimo. Pregunté que dónde estaban los sanitarios públicos del hotel. Me dijeron que por la recepción, pero que no tenía que ir hasta allá, que podía orinar en cualquier esquina de la terraza. Es Trinidad, eres libre, mi amigo, me dijo el chico. Vente, vamos juntos, me comentó. Encontramos dos esquinas cercanas. Orinamos al aire libre. Nos alejamos un poco del gentío de la fiesta. Sacamos nuestros miembros, sin pudor. Descargamos nuestras vejigas, sin pena ni gloria. No me manché los Vans, gran trabajo de coordinación, dadas las circunstancias. Ni una gotita. Escuché el cántico armonioso de los búhos que iba muy bien con la canción de “Never Gonna Leave This Bed”, de Maroon 5. “Wake you up in the middle of the night to say,/I will never walk away again/I’m never gonna leave this bed/You say go/It isn’t working and I say no/It isn’t perfect so I’ll stay instead/I’m never gonna leave this bed”. La letra de la canción, pensé mientras terminaba de orinar y me sacudía y me abrochaba el cierre del pantalón de mezclilla, está muy cursi, muy de soundtrack de película mainstream hollywoodense. Lo peor es que me recuerda a Caroline. Para colmo me recuerda a Alyssa. Los búhos, los otros amigos de la noche, cantaban junto con la voz del Adam Levine, el vocalista de Maroon 5. El concierto nocturno. Los búhos; la voz de Levine; la letra de la canción que me teletransportaba a la primavera del 2013, cuando Caroline y yo lo dejamos (tras confesarle arrepentido que había visto a otra chica); la letra de la canción que me teletransportaba a la graduación de Alyssa hacía apenas unas semanas, en Lawrence University, tarde en la que ni siquiera pudimos despedirnos porque ella no quería que sus papás nos vieran muy juntos y a solas. Hubo más niebla. La arritmia volvió. El suelo se movía.

Pasaron los minutos y las horas y en cierto momento de la noche mis amigos se despidieron porque habían terminado su turno de trabajo hacía rato y debían marcharse a sus respectivos hogares porque debían trabajar al día siguiente. Me dieron su número de teléfono, pero no lo guardé bien, con las copas he de haber apretado algún número mal o ellos mismos han de haber tecleado algún digito erróneamente. De repente, me encontré caminando rumbo a la habitación 635. Eran las 4:00 a.m. No encontraba los ascensores. La 635, la 635, la 635, me repetía, pero no daba con el elevador correcto, había varios, me sentía atrapado en un laberinto, el suelo temblaba, me iba para un lado, me iba para el otro, contra las paredes, en el pasillo vacío. Por suerte no había nadie alrededor. Me podía topar a algún conocido de mamá o con su jefa, que estaba en la habitación contigua a la nuestra. A esas alturas de la noche me daba absolutamente igual. Por suerte todos estaban dormidos. Temblaba. Me dieron un poco de náuseas. La 635, la 635, la 635. Me metí a un ascensor. Era el correcto. Llegué al sexto piso. Corrí, corrí, corrí a la habitación. Metí la tarjeta en la ranura del seguro electrónico y se activó la luz verde y entré sigilosamente a la habitación. Hubo más niebla. Remolinos. Me encontré de repente tirado en la regadera, sin ropa, con la llave del agua fría (tropical) abierta. Me dormí. Desperté. La llave del agua fría. Mi piel de gallina. Nos sepultó. Nos escondió. Me negó. Le mentí. Hice cosas que no debí de haber hecho. Hablé con otras personas. Me mensajeé con otras chicas. Me ocultó desde el primer minuto con su familia. Salí a muchas fiestas con mis amigos en México. Le dije todo. Me dijo todo. Quizás no nos dijimos todo con respecto a lo nuestro. Eso que fue. Eso que ya no es. Eso que ya no será. No nos despedimos. Le regalé un libro de Valeria Luiselli y una tarjeta y una carta con un poema por su graduación. No nos besamos. Ni de piquito. Solo nos dimos un abrazo efímero, menos de 15 segundos, los conté, no sé para qué lo hice, si ya no valía la pena contar el tiempo juntos. No nos dijimos adiós propiamente. Pero tampoco cortamos oficialmente. ¿O sí? No me quedó muy claro. Aún me sigue mandando mensajes. Yo también. ¿Qué somos? ¿Somos amigos? ¿Somos ex novios o amantes a la distancia? Los problemas del silencio. El silencio es un arma. El silencio es una declaración. Pero en esta ocasión no sé de qué cosas. Partió al día siguiente muy temprano en la mañana con rumbo a Chicago O’Hare. Me fui de Appleton. Nos fuimos de Wisconsin. A nuestros verdaderos mundos. Nunca conoció a mi familia porque jamás le hubieran dado permiso de poner pie en Ecatepec, Estado de México. Clasismo. Caroline sí vino y conoció a mi familia en Ecatepec, desde Michigan. Aún me acuerdo. Encrucijadas. Laberintos. Rompecabezas. Vendrán tiempos distintos. Sí, era muy terco y no se podía hablar conmigo, quizás. O tal vez quería debatir y no encontraba debate. Tal vez fue lo mejor. No me habla por teléfono. Le llamo y no me contesta. Solo me manda mensajes de WhatsApp. Sé que lo hace para que su mamá no se entere. Qué triste. Qué absurdo. Qué patético que nunca tuve el valor de cortar con ella definitivamente. Ya me da igual. Todo da igual. Me da igual que no se entere la señora que era su novio. Siempre me tachó de naco o de alguien sin futuro por dedicarme a las letras. Me vale. El agua fría sobre mi cuerpo. El pastel. La Coca Cola. La Stag. La Carib. El Tequila. El sabor a Marlboro Gold. Los cacahuates. La canción de Maroon 5. Los búhos. La conversación con mis nuevos amigos. Todo para fuera. Ollin, ¿estás ahí dentro, estás bien?, me preguntó mamá, tocando la puerta. Han de haber sido como las 5:00 o 6:00 a.m. Sí, me estoy bañando, duérmete, le dije. La última vez que vine a Trinidad y Tobago fue con papá, pensé. En el 2007. Aún éramos una familia de tres. Vi mi collar de oro que me regalaron mis abuelos maternos cuando cumplí 18 colgándome del pecho, con el dije que mandaron a hacer mis papás por allá del ¿2001? ¿2002? ¿2003? ¿2004? Un año perdido, del que probablemente solo me acordase yo. Un dije con nuestras iniciales (A., E., O.), una familia de tres inexistente, fracturada para la posteridad, y todo por los silencios, por las mentiras, por las decisiones erradas, por los viajes, por las distancias, por otras personas, por una cantidad de razones de las cuales seguramente desconozco muchas, y no me quiero ya ni enterar. O quizás sea mi imaginación. Tal vez fue lo mejor. Siempre supe en el fondo que eso sucedería, tarde o temprano. Su divorcio. Anunciado. Una tarde de mayo de 2013, vía telefónica, de parte de mamá. El agua fría cayéndome en la cabeza. El pastel, la Coca Cola, la Stag, la Carib, el sabor a Marlboro Gold, los cacahuates. Todo para fuera. Ya nada de eso importa, hilvané. Estamos todos mejor así, cada quien por su lado. Houston, el Medio Oeste, Ciudad del Carmen. Otro tipo de triangulación. Ni modo. Al final del día, mis papás nunca me abandonaron, pensé. De chico siempre creí que se les olvidaría ir por mí a la escuela o a las clases de violín o de karate. Recordé entre el agua fría y el sueño aquella noche de noviembre de 2002, cuando papá no fue por mí a la Casa de la Cultura y creí que me había abandonado. Me tuvo que llevar en su carro la vigilante, muy atenta y protectora, con su esposo. Iba petrificado en el asiento de atrás, con taquicardia y elucubrando planes para llegar a la Ciudad de México a la casa de mis abuelos. Pero no me olvidaron. Los que se abandonaron fueron ellos mismos, pero no a mí. El agua fría en mi pecho, en mi estómago, en mis pies. Mis vellos erizados. La música de Maroon 5 en mi cabeza, el canto de los búhos. La noche. La mañana. La conversación con mis nuevos amigos. Ollin, ya salte, estás bien, contesta, por favor, ábreme la puerta, llevas ahí ya mucho tiempo, me dijo mamá, mientras tocaba con insistencia. ¿Soy escritor? ¿Soy literato? ¿Soy crítico literario? ¿Soy académico? ¿Soy profesor? ¿Qué voy a hacer después de Iowa? ¿Hacia dónde me dirijo? ¿Servirá de algo mi novela? ¿Servirá de algo mi libro de poesía?, me interrogué. El agua fría y mis vellos erizados. Me senté y recargué la espalda contra la pared, helada. La calenté. Volvió la arritmia. ¿Soy escritor? ¿Qué haré el próximo año? ¿Dónde está mi futuro? ¿En Estados Unidos? ¿En México? ¿En Europa? ¿En Oceanía? ¿En Asia? ¿En Trinidad y Tobago? ¿En ningún lugar? Nos sepultó, nos escondió, yo también fallé.

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