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La señora Martha Lynch

Hay muertes que quedan en un tiempo como suspendidas. Esos hombre y mujeres están muertos, se entiende, pero se alojan imposibles en la memoria. No hablo de qué se estaba haciendo el día que mataron a Kennedy o cuando derrumbaron las Torres Gemelas. Hablo de una muerte que se lleva algo de uno. Es difícil explicarlo, no sabemos muy bien cómo transmitirlo. Pero así sucede: las palabras llegan siempre hasta ahí nomás.

Marta Lynch decía que el ocho de octubre cumpliría 54 años. En esa mentira había algo más que un rasgo de coquetería. El gesto era otro simulacro para acomodarse a una realidad como había sido adoptar el apellido de su segundo marido –su nombre completo era Marta Lia Frigerio– un abogado perteneciente a la clase alta. Lynch sonaba más sofisticado que un apellido español o italiano para el esnobismo siempre presente de Buenos Aires.

Martha Lynch (foto)

Lo mismo hizo con sus ideas políticas: a un tiempo apoyó al presidente Arturo Frondizi, a otro el regreso de Juan Domingo Perón; a otro la guerrilla, después la dictadura militar –Guerra de las Malvinas incluida– para hacer un lugar finalmente en la primavera democrática de Raúl Alfonsín en la década de los ’80.  

De cualquier forma, Marta Lynch estaba desnuda. En sus libros, a pesar de haber llegado al gusto de la clase media, el anhelo de querer ser otro –en este caso un autor de prestigio– nunca había convencido a los escritores que admiraba como Manuel Mujica Láinez, Bioy Casares, Borges –por supuesto–, Silvina Ocampo. Hizo lo imposible para acercarse a ellos como el que busca afecto, siempre en el lugar equivocado.

En 1962 con La alfombra roja, su debut literario, ganó el premio Fabril. La escritora María Angélica Bosco, además de jurado en el concurso, era su amiga. “Marta era inquietante. Me desconcertaba su conflictiva personalidad”. El argumento de la obra gira en torno a las vicisitudes de un político que llega a la presidencia, resaltando un clima de corrupción moral.

En busca de prestigio también le escribió a Witold Gombrowicz –el escritor polaco hacía algunos años que había regresado a Europa, luego de un exilio voluntario de 24 años en la Argentina. En su correspondencia a Juan Carlos Gómez –“Goma”–, el 5 de agosto de 1963 le ordena:

“Póngase en contacto con Marta Lynch, Madero 22, Vicente López. Autora de una novela premiada La alfombra roja, edad 30, casada o soltera, me escribió una carta dramática diciéndome que justamente cuando ella después de terribles vacilaciones se animó a acercarse al genio, el genio se fue. Leyó Ferdy (Ferdydurke), La Porno (La pornografía) y el pedazo de Diario (Diario argentino) sobre Retiro. Me ama? Parece inteligente y simpática, puede ser que Ud. Goma tendrá una buena compañera para charlas interminables sobre mí –es curiosísima en cada detalle–, escríbale que yo le pedí que sea ante ella algo así como mi embajador plenipotenciario”.

En otra carta a su amigo “Goma”, ya del 12 de agosto, el inefable polaco cree que por su verdadero apellido la joven novelista es pariente de un conocido político: “Si es hermana de Frigerio debe ser boludísima, aunque pueda ser que no lo es”.

En otra fechada el 5 de octubre, el autor de Cosmos da por terminado el tema: “La novela de la Lynch resultó ilegible –no le diga esto, sabe– y con furia meditaba qué es lo que tengo que contestar, por fin le escribí unas palabras, que tuvo una idea horrible mandándomela pues el hecho que se declaró mi ADMIRADORA me impide cualquier elogio y que en general me da lo mismo si la novela es buena o mala”. Un buen equilibrista Witoldo.

Aunque en mi casa había algunos libros de Martha Lynch, su recuerdo viene por otro lado. Una de sus novelas más populares, La señora Ordoñez, había sido adaptada para la televisión. A la tira la daban por el canal público y con un elenco de buenos actores. En el papel principal estaba Luisina Brando que hacía algunos años había estado perfecta en la versión cinematográfica de la novela de Manuel Puig, Boquitas pintadas. Ese trabajo como el de Lynch mantienen un diálogo: el rol de la mujer en una sociedad machista, el choque de clases, los años anteriores a la llegada del peronismo, para entrar luego de lleno en él.

Marta Lynch dejó sobre el escritorio una última nota a su marido: “Te amo. Te amo. Te amo, pero no puedo soportar esta prisión, no puedo soportar esta vida”. Se paró delante del espejo y con el revólver apoyado en la cabeza, apretó el gatillo.

Cuando su amigo, el escritor Jorge Asís, se enteró de su muerte, confesó: “La mataron un poco todos los que adoptaban un tono de perdonavidas para referirse a ella. Hace unos cuatro años se vino abajo físicamente y no lo pudo resistir. Yo les hubiera hecho un corte de mangas, pero ella se tomaba la vida y la literatura demasiado en serio”.

Bioy Casares escribió en una entrada de su diario Descanso de caminantes:

“Martha Lynch se suicidó de un balazo, en la noche del 8 al 9 de octubre de 1985. Todo el mundo se preguntaba por qué lo habría hecho. Mi amiga me dijo: ‘Pobre, lo más triste es que se suicidó por vanidad’. En todo caso, porque el paso del tiempo la entristecía y la vejez la asustaba. Se había hecho numerosas operaciones de cirugía estética, sin buen resultado. La gente la quería, la veía como una persona vital y fuerte; todo el mundo parecía desconsolado. En cuanto a mí, me quedó, como tantas veces pasa, una sensación de culpa”.

“¿Por qué nunca la habré invitado a almorzar? (Me pidió que lo hiciera). Por pereza, nomás, pero ahora siento que nunca le concedí mucha más atención que la de unas palmaditas afectuosas. (…) Parece que el marido se enteró de que Marta había comprado un revólver. Consultó qué hacer con un experto, Alberto Girri, al que se le suicidó Leonor Vassena. Girri dictaminó: ‘Nada, no hagas nada. Aunque escondas o tires el revólver, si quiere suicidarse va a suicidarse’. El marido siguió el consejo y esa noche Marta se pegó el tiro”.

 

 

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