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La prensa y el derecho a saber

La historia de la prensa tiene un momento romántico que se presume con regularidad en el anecdotario de periodistas, intelectuales y algún político liberal.


Se dice que poco después de la fundación del periódico The Spectator en 1711 sus lectores atiborraban de cartas los recovecos de la entrada al edificio en el que se llevaba a cabo su edición. Joseph Adisson, su fundador, distribuía alrededor de 3000 ejemplares por número con el objetivo de sacar a la filosofía de los recintos y hablar sobre las costumbres de la época. Con tan sólo el primer año en circulación lo logró.

La gente lectora rápidamente se extendió por las sobrepobladas ciudades inglesas, como Londres y Manchester, no querían ser sólo un público cautivo sino que querían también incidir en las opiniones del momento. Habermas ilustra aún más la historia al agregar que en el hogar editorial del periódico se instaló una escultórica cabeza de león en cuyas fauces las personas se despedían de sus comentarios escritos, en otras palabras, ahí dejaban sus experiencias.

La anécdota muestra dos cosas. Por un lado, cuando se lee, cuando uno se entera de los sucesos a su alrededor, el mundo de la vida crece no sólo como perspectiva interior, sino también se propaga una voluntad por comunicar lo que hemos entendido de todo ello. Uno se tranquiliza hasta que escupe la información y el juicio que se ha formado. Es ejercer un sentido pedagógico que, aunque sea de oídas, suele tener un rendimiento a la hora de construir una media de saber cotidiano. Es decir, difundir la información tamizada por nuestro juicio nos ubica a todos en un punto promedio, en el que podemos estar enterados de los acontecimientos casi tan perfectamente como el experto y de manera tan escasa como el analfabeta.

Por otro lado, aglutinar los saberes científicos junto a una crítica a las costumbres con los hábitos de la clase media en ascenso constituía uno de los fines más lúcidos que hasta ese momento tenía el incipiente periodismo. Muchos años después, Gramsci llamó al Spectatoruna revista moralizante” por difundir un nuevo estilo de vida en el que es posible y legítimo que los habitantes de lo cotidiano sepan, juzguen y escriban.

Es posible que hoy en el claroscuro de las redes sociales estas tres cosas nos resulten gratuitas e, incluso, carentes de sentido, pero no siempre fue el caso y la prensa -con sus variantes- ha mantenido vigente desde aquel momento que el derecho a saber es la preocupación vertebral de una sociedad que se considera a sí misma, a la par de pensante, educadora.

Sin embargo, la circulación de noticias no fue siempre tan amena y anecdótica como en el caso de las revistas inglesas en el auge ilustrado. Décadas antes, en 1650 y sobre todo en Alemania, se discutían cuestiones tan trascendentes que incluso hoy, más de tres siglos después, gozan de la presunción de pasar por análisis novedosos.

Primero, es importante señalar que la difusión de las noticias entre los alemanes tuvo una aceptación vertiginosa a raíz de los panfletos propagandísticos usados con la Reforma protestante. Habiendo dejado de lado el latín como medio de comunicación en los asuntos eclesiásticos, Alemania formó un público nutrido que esperaba con ansia los informes -al principio fueron semanales para después volverse diarios- de los viajeros y comerciantes.

La comunicación intermitente era formadora de una opinión difusa, las noticias sobre las guerras en otros reinos y las ejecuciones de reyes absolutistas como Carlos I de Inglaterra eran los temas y constituían -por su escandalosa magnitud- una férrea defensa del pueblo “por saber”.

Primero, había una preocupación generalizada por el uso irresponsable del saber. Los encargados de la investigación y traslado de noticias eran los mercaderes, cuya remuneración iba incrementándose a medida que aumentaban el número de interesados, es decir, del público. Es de suponer que no fueron pocas las veces en que “ponerle de su cosecha” a los acontecimientos que no cuadraban fue la manera de completar las cartas que propagaban las noticias. El problema debió cobrar una importancia considerable cuando un jurista de la época, Ahasver Fritsch, más famoso por componer himnos barrocos que por sus agudas publicaciones legales, analizó la peligrosidad de difundir fake news y propuso castigos severos como la pena de muerte para quienes lo hicieran.

Compartían también la preocupación por el uso irresponsable de la información los teólogos, como Daniel Hartnack, que coincidían en que era necesario sofocar el sensacionalismo de la gente. Ésta descuidaba sus quehaceres por mantenerse pendiente del relato de los sucesos y lo peor venía después, cuando alardeaban del conocimiento adquirido.

Justamente de aquí se desprende el problema número dos, que consiste en preguntarse entonces ¿qué información es pertinente? Y seguido de ¿para quién? Es a partir del doble rasero que los teólogos alemanes le imponen a las noticias, como oportunidad de negocios en el terreno mercantil por un lado y, por otro, como un simple chismorreo pecaminoso de la plebe, que la licencia del conocimiento y el derecho a saber se volverán una lucha predeterminante en todo el desarrollo de la prensa convertida en una industria potente.

Pero la fascinación causada por el Spectator no solamente significó la oportunidad de  transitar de la exposición de noticias coleadas hacia la expresión de opiniones sobre el saber popular.

Entre más información se tuviera, mayores oportunidades había de jugar con los precios de compra-venta de los insumos. Es interesante pensar en el poder que tenía aquél que organizaba, clasificaba y difundía las noticias, porque en la preeminencia de unas se ocultaban otras. Un oficio de síntesis que permitió considerar que la divulgación no podía concentrarse en una sola capa social, había que lograr una reunión de intereses entre acontecimientos y su afectación en la vida cotidiana, familiar.

El Spectator generó una marea de escritos con autor propio que luego configuran la lógica de la opinión pública; este tipo de textos que no se consideran noticias son mejor conocidos y, de hecho, se institucionalizan como la base sólida de la prensa cuanto más se aproximaban los movimientos políticos del siglo XIX: el artículo de opinión.

Son varios los elementos que coinciden a la hora de considerar al artículo de opinión política como la forma predilecta de la prensa. Especialmente cuando ésta encuentra en las disputas entre partidos políticos el enclave para construir su imperio. Mencionar la llegada del telégrafo es, por cierto, ineludible. Debido a que el aparato fue perfeccionándose, hubo un tiempo prudente para cultivar un temor generalizado por el cierre de los periódicos. En realidad, lo que el invento terminó trayendo consigo fue otra forma de negociar con la información. Al no perderse tanto tiempo en la verificación de la noticia, los periódicos pudieron empezar a definir sus perfiles: cuál de ellos abundaría en datos, proporcionaría análisis y juicio y, sobre todo, cuál ideología política se formaría a partir de su selección de noticias y emisión de opiniones.

El mecanismo de obtención de novedades habría cambiado para siempre. Se volvió más expedito y organizado. Hacia 1850 aparecieron las primeras agencias de noticias como Reuters, dejando tiempo suficiente para que la prensa de opinión dominara el espacio de los periódicos.

Con el tema de la síntesis de las noticias resuelto, empieza a ser evidente una mejora en las administraciones de los diarios. De esta manera es que llegan los anuncios publicitarios a acompañar a los artículos de opinión. Toda esta estructura técnica y organizada, conformada a través de años de ejercicio y perfeccionamiento comunicativo, iba a encontrar en la publicidad de mercancías la manera de hacer crecer su capital.  De pronto la prensa, señala Habermas, se convierte en un complejo social de poder tan vasto que pone su permanencia en manos de intereses particulares.

La sociedad se ha constituido como un público consumidor de saber, de bienes, de servicios, de experiencias y de cultura. Los mismos opinólogos, cuyas presentaciones en centros culturales y universidades se comercializan como conferencias magistrales y/o cursos políticos, son financiados la mayoría de las veces por los gobiernos en turno; al mismo tiempo, también son promotores de sí mismos y se mantienen vigentes usando de plataforma los diarios en los que escriben.

El círculo se cierra entre prensa-estado-publicidad de empresas. A través de sus artículos de opinión gestionan la información y la convierten en propaganda. Aunado a ello, la mercancía ofrecida en los anuncios comerciales es diseñada ahora bajo estilos e identidades que deben ir de la mano con los tópicos vigentes de responsabilidad social.

El derecho a saber llega a su perfección en la medida en que industria y prensa ofrecen al público consumidor decisiones responsables de vida, logran hacer sentir a cada individuo que su decisión cuenta, que es un ser racional al elegir lo bueno y que no sólo está optando por simples jabones caros sino por la responsabilidad de salvar al planeta.

En la historia política el papel tangencial de la prensa fue lo que la mantuvo a salvo de sí misma durante sus primeros pasos. Era posible distinguir la libertad de su voz como ajena a sus funciones económicas porque, aunque era una herramienta mercantil, brillaba como mecanismo autónomo. Pero, en estos tiempos, el derecho a saber se ha convertido en el derecho al debate, al derecho de elección de pautas y estilos de vida.

La prensa, en su estructura de operación, va de la mano con la política contemporánea al prevalecer en ambas un escaso análisis del presente y un amplio sentido de la especulación.


Agradecemos a nuestros aliados de Ruleta Rusa por permitirnos el derecho a esta publicación

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