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La poética curativa de Johanny Vázquez Paz

Hacia una nueva construcción del femenino puertorriqueño

          Nací en Puerto Rico, donde los machos, lo que se identifica como macho, odia a lo que percibe como débil. Lo odia por ser débil y cuando intenta ser fuerte, lo aplasta, para enseñarle quién manda.

          Podría decirse que eso aplica a muchas cosas. A ancianos desvalidos, a los niños, a las personas transgénero, a algunos animales. Pero nada odia más un macho (dije macho, no hombre) puertorriqueño que a una mujer. El patriarcado vive a sus anchas en mi isla.

          Y no es que ocurra solo en Puerto Rico. Claro que no. Es que allí nací yo y tengo mil imágenes violentas que aparecen como fotos sueltas cuando cierro los ojos: el basquetbolista que mató a su mujer a martillazos (y salió en libertad), el camarógrafo de WAPA-TV que hizo lo mismo con toda su familia, mujer e hijos (y que era vecino nuestro; su esposa y mi madre habían aprendido juntas a hacer bizcochos de piña en una sartén y sin usar el horno). El hombre que daba palizas a su mujer delante de sus amigas (mi padre).

          Más recientemente, está el boxeador que lanzó a su amante al río y le tiró piedras después de muerta, los que matan a mujeres transexuales desamparadas por osar usar un baño público y el que mató a una mujer que no conocía porque no se apuró a devolverle el teléfono celular que él mismo había dejado botado como a niño descuidado.

          Es una enfermedad y no soy la única que lo dice. El portal 80 Grados preguntó desde hace años si «¿Puerto Rico odia a las mujeres?». Remezcla (un portal que se ocupa más del entretenimiento) publicó una columna titulada «Puerto Rico’s Rising Femicide Problem» y, más recientemente, un gobernador fue expulsado de su cargo por, entre otras cosas, impulsar la misoginia en sus comunicaciones por chat con subalternos.

          Por años he sospechado que nuestra particular cepa de violencia de género es culpa de la colonización eterna. O quizás no, y es solo mi manía de querer explicar lo inexplicable, de asegurarme de que no estoy loca. Que no imaginé el horror de la violencia que me exilió siendo muy joven, y que me mantiene, décadas después, buscando cómo regresar, si no en cuerpo, entonces en alma.

          Quizás por ello, encontrar la obra poética de Johanny Vázquez Paz hace unos años me ha servido de refugio en mi desarraigo, de farol alumbrando mi condición de mujer puertorriqueña en la diáspora. De taller donde comenzar a reconstruirme, la obra sirviendo de abogada de mi psiquis siempre lista a debatir, de escultora ayudándome a repensar mis límites, y, creo, en la socia arquitecta de mi femenino puertorriqueño.

          Y no es que ella siempre escriba sobre puertorriqueñas ni sobre Puerto Rico, sino que en cada pieza, en cada poema, está ese subtexto auténtico que reconozco y me reconoce: la puertorriqueñidad femenina en el contexto patriarcal colonizado, que también incluye lo que emerge para las que hemos optado por exiliarnos buscando «estar más tranquilas», frase eufemística para decir que algunas (como yo) no podemos vivir y ser plenamente nosotras mientras leemos los titulares diarios de ataques violentos a otras mujeres, a menudo incluyendo agresión sexual, sin que la paranoia de, «¿cuándo me tocará a mí, o peor, ¿a mis hijas?» nos persiga y nos limite.

          Como ejemplo, su libro más celebrado, Ofrezco mi corazón como una diana (Akashic, 2019), en el que Vázquez Paz hace lo que siempre he querido hacer: se enfrenta al enemigo, como en estas líneas de su poema «Mi turno»:

«Sé que pronto me tocará a mí. Sentiré el golpe mientras camino

despreocupada. La mano sudorosa tapará mi boca y vomitaré el grito en

su palma. Una bala tallará en mi cráneo un corazón, o quizás el filo de

un metal tatuará un collar en mi cuello. Mi sangre se hará un río en sus

dedos tan anchos como el río Bravo”»

 

          La fuerza de esos versos viene de imágenes que no son hipérbole. En mi isla, hasta el odio macho es creativo. No basta matar, hay que grabar. No basta lanzar, hay que apedrear. El peligro es constante y claro, como lo advierte este poema publicado hace casi década y media, «La calle está dura y otras razones» (Poemas Callejeros, Mayapple, 2007):

«Está dura, te digo, duuura la calle ni se te ocurra darle a algún pana tu

dirección

ni tu teléfono, ni digas nunca dónde trabajas,

no salgas sola, ni con amigas ni con tu primo ni con tu tío, ni con tu jefe o algún cliente,

que te roban, o te violan,

o te pegan cinco tiros por puro vacilón».

 

          Y nada ha cambiado. Pero esto es lo interesante, y, creo yo, lo curativo: la narradora de los poemas de Johanny Vázquez Paz no tiene miedo. (Lo mismo aplica a las protagonistas de sus cuentos, pero ese es otro tema). Ella solo observa. Te dice. Enfrenta lo que puede pasar, lo que ha pasado, lo que está pasando, mirando directamente al rostro de los culpables. En «Hija de la violencia» describe lo que es vivir siendo un milagro, tras ser acuchillada siete veces estando aún en el vientre de su madre:

«La piel de mi madre me protege, armadura endeble donde la tormenta me arrastra hasta el fondo:

si todo hubiera terminado allí su vientre sería hoy mi tumba».

          Esa narradora víctima habla para desvictimizarse, para reclamar lo que es suyo —su voz, su narrativa— sin que su verso sea necesariamente una protesta. Es como si arguyera que no hay vergüenza en ser víctima, porque no depende de nosotras. Allá el victimario que tendrá que vivir con lo que ha hecho, y con aquello en lo que sus acciones lo convierten.

          La obra es, entonces, una observación prolongada, una mirada fija, sosegada pero firme en lo que está exponiendo. Leo y me pregunto qué visión formidable tiene que guiar tal valor en la página y le escribo a la poeta para preguntarle.

          Me responde que no puede hablar de las mujeres porque no hay grupos. Somos todas diferentes y no siempre solidarias. Es cierto, pienso, y me dejo fascinar por su objetividad libre de romanticismos, de dobleces. Me dice, «De lo único que estoy segura es de que mientras vivamos en sociedades patriarcales vamos a estar en desventaja. Y si la sociedad patriarcal se junta con la religión extremista, no tan solo vamos a estar en desventaja, vamos a estar en peligro. En el poema “Arma de doble filo” juego con eso de que no importa si tenemos pistolas para matar a todo el que nos haga daño, siempre vamos a estar en desventaja porque ellos están en control de las leyes; en cualquier minuto nos quitan los juguetes/armas».

          Busco ese poema que ella menciona y que denuncia al gobierno/sistema/poder organizado por su complicidad con la violencia contra las mujeres y que comienza con:

«El año que nos mataron

todas teníamos pistolas

 

          …y termina con:

Desde luego nos defendimos pero ellos siempre tuvieron más armas y la ley a su favor».

           Es cierto. Todos estamos colgados del mismo sistema que se perpetúa a sí mismo, que se auto protege. Quizás por eso el irse no es suficiente. Como en el caso de Vázquez Paz, las heridas patriarcales se reparten antes de nacer.

          En Sagrada Familia (Isla Negra, 2014) Vázquez Paz comienza a trazar ese proceso desde la niñez —con la familia, en este caso, la puertorriqueña— como entidad sagrada que, ayudada por la iglesia (la religión), preside sobre la labor social de preservar lo mismo que debilita a los miembros más indefensos.

          ¿Quién de nosotras no carga inconscientemente con las advertencias que nos deformaron la niñez, pegadas aún a nuestra piel como lapas, y que sospecho son las mismas que la narradora de, «Llenas de gracia» recuerda en estas líneas:

«No te preocupes más, madre,

los vecinos ya no hablan de nosotras, se han mudado,

estamos solas».

          Increíblemente, leer a Johanny Vázquez Paz solo me hace más mujer, y más puertorriqueña, porque me enseña a observarme con objetividad. La verdad. Lo que soy. A lo que tengo derecho. El hecho de que ella escriba ahora desde la diáspora, pero comparta las imágenes que hacen juego con mi perspectiva, me reafirma en que no dejé de ser puertorriqueña cuando salí de la isla porque, para bien o para mal, lo que te forma te acompaña incluso en el autoexilio, como muestra el desgarrador poema, «Carta a mi   madre desde Chicago»:

«Pero, no te preocupes, mami, no es tan malo como tú piensas.

Aquí hay millones de trabajos

mal pagados hay muchísimo dinero

en otras cuentas

hay edificios nuevos cada semana

que atrapan a la gente detrás de cada puerta.

Si sueno triste es tal vez por la nostalgia del que extraña la patria, la familia y el

todo,

por el frío que entumece más los huesos cada año,

por la lista de las cosas por comprar que crece como niño bien alimentado,

por los problemas que cada día me visitan sin invitarlos.

Estoy bien, sobrevivo día a día arreglándomelas sola,

no sientas pena, viejita, aquí la vida es perfecta…»

           Esa combinación en la voz narrativa, la de «mujer puertorriqueña marcada por su isla patriarcal y ahora en el exilio», puede deprimirme a veces, pero también me construye. Me ayuda a aceptarme. A conocerme. Me acompaña. Me dice que debe haber una razón para haber nacido en una isla contagiada sin remedio de machismo, que controla a sus mujeres desde niñas. Que por algo caminamos por la isla con un blanco de tiro en el pecho, tanto así que esto que describo ya ha sido declarado «oficialmente» una emergencia nacional, lo cual no cambia nada, pero confirma el problema. No estamos locas.

          Hay una cosa más que Johanny Vázquez Paz logra con su poesía: me obliga a revisar mi visión del amor al «enemigo» y hasta mi heterosexualidad. Separa a hombre de machos y me dice que no tengo que vivir en guerra. Esto lo hace en todos sus libros, pero primordialmente en Querido Voyeur (Torremozas, 2012), al que pertenecen estas líneas del poema «Habitante en tus manos»:

«Voy a tirarme al mar para que traces mi espalda en tu lienzo. El cuerpo entero meteré en su boca. De cabeza entraré con los ojos abiertos. Dejaré que la ola desahogue su odio».

           Fue fortalecedor ver que esos versos no tenían por qué pelearse con la realidad de vivir en un país, y sí, también en un mundo, un globo terráqueo, depredador:

          «… estoy segura de que, por cada 5 mujeres que hablan, cien se callan. De todos modos, es importante hablar porque leyendo artículos sobre estos casos yo recordé muchísimos incidentes que había escondido en el fondo del baúl de la memoria. Es deprimente darse cuenta de que desde niña/o hay hombres adultos a tu alrededor que te miran como un objeto deseado de sus perversiones sexuales».

          Y así me voy reconciliando con la realidad. Con como esa realidad me ha formado. Con cómo esta poesía me cura, me redime y me arma para la lucha con herramientas que no tenía: valor, y una imagen clara de mí misma como mujer puertorriqueña, independiente de esa sociedad y sus hombres, sobreviviente del lado oscuro de su cultura, y de su propio corazón que sigue amando a su isla a pesar de todo.

 

 

Libros citados en este ensayo:

-Poemas Callejeros (Edición bilingüe, Mayapple, 2007)

-Querido Voyeur (Torremozas, 2012)

-Sagrada Familia (Isla Negra, 2014)

Ofrezco mi corazón como una diana (Akashic, 2019, edición bilingüe ganadora del prestigioso Premio Paz de poesía.)

 

 

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