Parece que la historia comenzó cuando la piel del muslo tomó un tono lechoso brillante, entonces los hijos consideraron, por primera vez, sacar a la madre del pueblo. Ella insistió en que estaría bien, que ya se le pasaría la enfermedad. Era persistente, no en vano había resistido instalada en el pedazo de monte donde vivía los partos, la neumonía, la bubónica, y se bastaba sola para poner en orden a todos en la casa, entre la friega de ropa, el horno de leña y la fuga de los perros. Desde la hacienda del costado los veíamos ir y venir: eran doce, como los apóstoles, pero lelos y sin ninguna hembra.
Mientras tanto se dice que la madre desde la hamaca de totora, porque jamás se había acostumbrado a los colchones, daba órdenes a los más jóvenes como quien dirige el mundo. Pocas veces se levantaba o lo hacía solamente para lo imprescindible: reunir a la jauría, por ejemplo; ella sí que dominaba a los perros, hasta los que estaban de nuestro lado de la cerca tironeaban de la correa para irse. Fue en uno de esos recorridos bamboleantes —que ya para ese entonces se le hacían difíciles— cuando los hijos se dieron cuenta de que bajo el faldón de lino, la pierna derecha, estaba hinchada y venosa, como un animal que lleva varios días muerto. Ella no decía nada, arrastraba el pie con furia, crispando los puños. Supongo que la tenacidad de la tierra siempre la había impulsado, había algo poderoso y ciego dentro de aquella campesina, por eso siempre limitamos los tratos y dejamos las cosas claras. Lo nuestro comienza aquí, lo suyo empieza allá.
Una vez que ya no pudo moverse, cuando la pierna estaba tan grande que parecía una criatura de tres años, decidieron trasladarla a la ciudad en una carroza que en su tiempo se utilizó para pasear a la reina del caserío en los días de fiesta. Los vimos partir en aquel camión de flores como si fueran una comitiva de circo. La madre volvió muda. Ella quería que todo siguiera como antes, con los perros durmiendo al calor de su muslo hinchado y con la rutina de arriar a los cerdos. Así que se volvió un mueble, un enorme mueble blanco que no contestó las preguntas del médico ni les volvió a dirigir la palabra a sus vástagos. Nunca más.
La pierna era lo único tranquilo en esa casa, en su contundencia había algo de la calma de las rocas, algo de hielo o de pedazo de sal. Empezó una época terrible para la familia. Aunque eran muchos no se daban abasto para las tareas de la siembra. Por la mañana hacían litros de una infusión de manzanilla con albahaca que debía durar todo el día. Con ese líquido bañaban a la madre, pero sobre todo limpiaban su pierna con cuidado, sin dejar un solo lugar sin enjuagar porque el aseo era importante para evitar el olor; después, aplicaban ungüentos caseros de rosas, verbena, menta, empasto de cuanta cosa hubiera para mantener fresco a ese otro ser que había empezado a ocupar sus vidas. Cuentan que la madre apenas si probaba bocado, pero la pierna tenía demandas urgentes, porque luego de la merienda había que repetir todo el rito de limpieza nuevamente.
A veces un vecino amable iba a devolverles algún animal perdido que había ido a dar a sus tierras, pero a los pocos días volvía a extraviarse. El corral estaba vacío y los campos arrasados. Si la madre seguía debajo, aplastada por el peso del monstruo, o si murió de hambre, no se supo: la pierna de dedos abotagados y transparentes siguió creciendo hasta hacerse espacio en la casa. Algunos de los hijos se fueron a la ciudad y se perdieron, pero los otros permanecieron consagrados a esa nueva vida que les exigía devoción absoluta.
Ahora sabemos que los que han quedado se mueven por los campos de noche para conseguir comida y que a veces han entrado a las Iglesias o a las casas vecinas en asaltos salvajes —yo tengo a mano un machete, por si acaso—. Los municipales no sospechan de ellos porque la casa luce vacía, parecería que ya nadie habitara allí, pero hay movimiento (ya he dicho que con tanto silencio es inevitable oír), tanto que ciertas madrugadas se puede escuchar el ritual con claridad: hacen un círculo junto a la gigantesca pierna, canturrean, se inclinan hasta tocar el suelo con los labios y cuando levantan los rostros flacos —seguramente mojados de lágrimas y de sudor— hasta pueden ver en la superficie de aquella extremidad amoratada unos pequeños ojos acuosos que han surgido donde antes parecía que estaba la rodilla.
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Sinopsis: Episodio aberrante nos presenta un mundo deshumanizado en el que se mezclan elementos fantasmagóricos, un erotismo perturbador y una indagación irónica de los temores contemporáneos, donde algo tan sencillo como acariciarse se ha convertido ya en un exceso de afecto.
Posándose en el límite de lo inmaterial y los deseos de la carne, Solange Rodríguez Pappe despliega una voz narrativa consumida por espectros ominosos, pero a la vez llena de humor negro, proponiéndonos una muestra de sus relatos que nos remite a un mundo insólito y a un comportamiento humano a veces privado de la alegría terrenal.