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“Relatos negros”: Suspense à la Benítez

Integrado por tres historias a cuál más negra, el poeta, narrador y ensayista argentino Luis Benítez brinda una clase magistral de literatura demostrando que el cuento policial, otrora considerado un género literario “menor”, halla en su pluma estatus de arte.  

     Dentro de la vasta obra de Luis Benítez, «Relatos negros» es su tercer volumen de cuentos publicado. Los anteriores fueron los excelentes «Las ciudades de la furia» (Moglia Ediciones, Corrientes, Argentina, 2016) y «Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos» (Editorial Palabrava, Santa Fe, Argentina, 2023), oportunamente reseñados en Suburbano. A diferencia de aquéllos, compuestos por quince y ocho cuentos, respectivamente, “Relatos negros” incluye tres textos en total, dos de los cuales se encuadran, por su extensión, en la categoría de nouvelle o noveleta.

     El volumen se abre con «El amigo de Paraguay», cuyo personaje central y narrador da título al relato. La acción transcurre alrededor de 1960: un joven y honesto policía paraguayo, fugitivo de la justicia de su país por haberse cargado a un amigo del poder (es decir, a un amigo de la dictadura de Alfredo Stroessner), busca la ayuda de su padrino y único contacto en Buenos Aires, un exmilitar argentino. Este le aconseja esconderse de sus perseguidores en el interior del país, donde lo espera un trabajo especial que él mismo le ha conseguido, muy bien pago, pero cuya naturaleza se reserva. Y allí va el paraguayo, llevado hacia el oeste por un tren que trashuma la llanura interminable hacia un pueblito perdido en la inmensidad y un imprevisible futuro que le depara situaciones tan extrañas como el verse forzado a enfrentar a un casi mítico bandido rural querido por el pueblo; un forajido que trae a la memoria a Juan Bautista Bairoletto, aquel cuatrero argentino apodado “el Robin Hood de las Pampas” por repartir el botín resultante de sus tropelías entre los más necesitados… Lo que sigue es suspenso puro y duro, del mejor, para crear el cual Benítez se sirve de su más que afianzado oficio, construyendo con sabio equilibrio situaciones de alta tensión que, en ocasiones, se resuelven en falsas alarmas, y en otras, giran en torno a un peligro latente que crece irrefrenablemente y amenaza con estallar.

     Adelantar la trama cuya urdimbre teje Benítez con mano experta constituiría una falta imperdonable. Por consiguiente, limitémonos a decir que, entre otras virtudes, el autor pone el paisaje a entera disposición del relato —como el escenógrafo que crea el marco estético en el montaje de una ópera— y de la minuciosa construcción del suspenso: no hay árbol, lodazal, tormenta, pantano ni tapera que no esté al entero servicio de la trama, de la interrelación entre los personajes, de la tensión creciente, de la violencia, todo ello orquestado de tal manera que el lector no tiene escape y, acorralado, se siente testigo ocular de una experiencia inmersiva construida a golpes de talento narrativo.

     El segundo relato lleva el hitchcockiano título de “El chico que sabía demasiado”. En él, y a modo de “alivio” entre el primer relato y el último, campea el humor, como si Benítez condescendiese a darle un respiro a sus lectores, brindándoles la posibilidad de recuperarse tras la dura experiencia del cuento anterior.

     El despertar sexual de un adolescente, y su debut en los asuntos amatorios propiciado por un padre impaciente, parece inducir otro despertar en el jovencito: el de su don adivinatorio, hasta entonces inexistente o quizá en estado de vida latente. Para desgracia del dotado, apenas descubierta por sus padres la flamante habilidad, estos lo explotarán con la intención de hacer fortuna en los juegos de azar, evidenciando un total desamor filial acompañado de poca o nula consideración por los derechos del jovencito como persona. La historia, contemporánea a la caída del muro de Berlín, es narrada con un humor que no desmaya ni siquiera cuando las circunstancias ameritan ponerse un poco —siquiera un poco— serio, y avanza motorizada por la creciente codicia de la pareja protagónica y una pesquisa cuasi policial por parte del fisco, todo ello bajo la constante y piadosa mirada del autor sobre ese pobre inocente convertido —misterioso designio mediante— en “gallina de los huevos de oro”.

     Finalmente, “El infierno bronceado”, el más breve pero no menos relevante de los tres relatos, construye su estructura en un estilo cinematográfico que apela al contrapunto entre dos situaciones disímiles, como lo ha hecho Francis Ford Coppola con la violencia en algunas de las más memorables escenas de la trilogía de “El Padrino”, o Nicolas Roeg con el sexo en sus tan originales como extrañas “El hombre que cayó a la Tierra” (The Man Who Fell To Earth, 1976) o “Venecia rojo shocking”, bizarro título que, en las salas vernáculas, tuvo la versión cinematográfica de la espeluznante nouvelle “No mires ahora” (Don´t Look Now, 1973) de Daphne Du Maurier.

     En el Chile de fines de los 80 o comienzos de los 90 (Benítez fecha indirectamente el relato mencionando el estreno televisivo de una conocida película estadounidense, lo cual nos remite, como en el primer relato, a una dictadura, en este caso la de Augusto Pinochet), el jovencito apodado Bart Simpson, ávido de una cuota de adrenalina que conjure la molicie y la monotonía de su vida acomodada, se asocia al Vago, su proveedor de marihuana, para saquear la que resultará ser la casa equivocada, un chalé que se erige junto a la playa. En “El Padrino”, Coppola oponía una matanza al bautismo de una criatura en un estremecedor contrapunto. Benítez, temerariamente, redobla la apuesta: dosificando, a modo de racconto, las instancias que llevan a los dos pillos a su ilegal incursión, así como los pormenores de la misma, orquesta su contrapunto con un Bart… ¡siendo torturado por la policía!

     Este montaje, que no da tregua al lector, suma —y mucho— al relato, convirtiéndolo en un pariente sanguíneo de aquellos títulos del cine estadounidense dominados por una cruda violencia urbana y encuadrados en el subgénero cinematográfico de la “invasión domiciliaria”, tales como el clásico “Horas desesperadas” (The Desperate Hours, 1955), de William Wyler (que tuvo su remake en los 90 con un Mickey Rourke dando vida al personaje que interpretara Humphrey Bogart) o, por mencionar un título contemporáneo nuestro, “No respires” (Don´t Breathe, 2016), de Fede Álvarez.

     Cada uno de estos relatos negros está motorizado, directa o indirectamente, por el dinero, por la ambición, por la ilegalidad, tres ingredientes que se combinan y se agitan (“Agitado, no revuelto”, como pediría al barman el eterno James Bond) para resolverse en un cóctel criminal perfecto. En cada uno de ellos, Luis Benítez se vale de su filoso oído para reproducir el lenguaje coloquial con que sus personajes rubrican su procedencia, a la vez que se sirve de sus palabras y acciones para hacer incisivos comentarios sobre la condición humana.

     Cabe celebrar la iniciativa de Diotima Ediciones en dar a conocer esta nueva incursión del autor en la prestigiosa tradición argentina del relato, en la cual, una vez más, se inscribe de pleno derecho.

     A estas alturas (cualitativamente vertiginosas) de su obra, y de seguir incursionando en el relato o, incluso, en la novela negra, cabría esperar de Luis Benítez —deseo personal de quien escribe esta reseña— una non-fiction novel que se constituyese en el nuevo equivalente hispanoparlante de “A sangre fría” (nuevo, considerando “Operación masacre”, de Rodolfo Walsh, como fundacional): tiene la audacia y el talento para hacerlo, y en lo que respecta a materia prima… crímenes no han de faltarle.

“Relatos negros”, de Luis Benítez. Diotima Ediciones, Buenos Aires, 2024. 122 páginas.

www.diotima.ar

 

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