A diez años de la publicación de la novela de Elvira Sánchez-Blake: Espiral de silencios, y con la formidable noticia de su traducción y publicación al inglés, no puedo menos que retrotraer en esta Reseña Literaria, algunos elementos que cobran especial interés y vigencia en cuanto al acercamiento narrativo y literario que la autora logra en esta su ópera prima.
Con el respaldo de un background que dice de su probado compromiso social y académico, esta colombiana graduada en Comunicación Social de la Universidad Javeriana de Bogotá y doctorada en Literatura por la Cornell University de Ithaca, New York; con la autoría de varios ensayos sociológicos, políticos e históricos en los cuales permanece como leitmotiv temático la condición de la mujer colombiana en ese rol de víctima de los conflictos armados, Sánchez-Blake da el salto hacia el universo literario para narrarnos en una novela testimonial de ficción histórica que nos sumerge en el mundo alucinante de de la violencia en Colombia. Escoge como asunto de la narración y marco histórico de referencia dos sucesos cruciales acaecidos durante las dos últimas décadas del siglo veinte: la toma de la Embajada dominicana en Bogotá y el asalto al Palacio de Justicia en la misma ciudad, por grupos del M-19.
Pero escribir buena literatura sobre “la violencia en Colombia” no ha sido fácil, ya lo advertía García Márquez en un ensayo sobre el particular que tituló: No todos los caminos conducen a la novela.
Allí el Nobel afirma que: … Probablemente, el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de contar la violencia, fue el de haber agarrado —por inexperiencia o por voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados por el material de que disponía, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas, los sexos esparcidos y las tripas sacadas, y la descripción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes, no era probablemente el camino que llevaba a la novela. El drama era el ambiente de terror que provocaron esos crímenes. La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental.
Fiel a las advertencias del Gabo, nuestra narradora consigue superar el facilismo de la anécdota sangrienta y de la crónica noticiosa y elabora— con el apoyo de técnicas estilísticas y recursos lingüísticos—un nivel de alegoría y metáfora, propios para la presentación de un cuadro que compagina con la complejidad del fenómeno que narra. Y esta elaboración no es fácil de conseguir. Es justo precisar que el tema de la violencia en Colombia primó en la pluma de los narradores colombianosdurante todo el siglo pasado. Hasta la década de los sesenta se escribe narrativa «en la Violencia», es decir, un realismo pedestre de necrología y muestrarios de miseria y dolor. Acordémonos de El nueve deAbril, de Pedro Gómez; o El monstruo, de Carlos H. Pareja. Los anaqueles se llenan de una serie de novelas no literarias escritas por testigos de la acción armada, en algunos casos autobiográficas, en otros, novelas testimonio pero la mayoría carentes de decantamiento, de oficio poético-literario.
Paralelamente, aparece una narrativa más esmerada, con utilización de técnicas propias del lenguaje literario y que podríamos llamar: literatura “sobre la Violencia”. Al mismo tiempo que se toma distancia del fenómeno, la calidad y el nivel de elaboración van mejorando. Tal es el caso de Noche de pájaros de Arturo Alape o Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, de Alba lucía Ángel (1976), o de algunas novelas puntuales de Laura Restrepo. Por supuesto queda fuera de serie Cien años de soledad, novela señera sobre la violencia en Colombia. En el 2006 se publica:Los ejércitos, de Evelio Rosero, la cual gana el premio Tusquets de novela.
La novela de Rosero es el ejemplo claro de cómo abocarse a una narración de trama de confrontación armada sin tener que disparar un solo tiro. Igual que en la obra de Sánchez-Blake, lo que importa es adentrarse en la conciencia agobiada del civil, en sus vivencias extraordinarias al interior de su desvalido rol de víctima acorralada por la agresión externa de su contorno, como dice Rosero: “secuestrados por los cuatro ejércitos: el militarismo, el paramilitarismo, la guerrilla y el narcotráfico”. En Espiral de silencios, no encontramos ni sangre a borbotones ni el feroz ruido de las balas ensordecedoras que cabalgan el viento llevando el perentorio mensaje de la muerte. El espiral de silencios y preguntas sin respuestas que envuelven al lector, en este caso es el absurdo drama de los civiles desarmados que levantan su voz quebrada pero perentoria para exigir el cese de la barbarie.
Es imperativo resaltar el acierto en el trabajo sobre técnica estilística que empodera la fuerza de la estructura narrativa de la escritura de Sánchez-Blake. Ella logra construir una trama clásica dentro de la llamada «novela coral» con todas las características que la tipifican. Recordemos, por ejemplo la novela Manhattan Transfer de John Dos Passos o a Salsa de Clara Obligado. En las dos tenemos a varios personajes cuyas vidas se entremezclan, para hilar las historias que convergen en un centro donde todos gravitan. Asimismo escogen un escenario común, que es el punto de encuentro de los personajes. Al igual que hace Dos Passos en Manhattan Transfercon la estación del tren, este salón se convierte en protagonista de la historia. En el caso de Sánchez, el lugar es San Juan y específicamente el salón es el telar donde se reúnen las mujeres a tejer y a buscar colectivamente la salida al drama trágico que padecen.
La lente, el ojo y la mirada femenina con que la autora enfoca su singular acercamiento al drama que relata, constituye la unicidad de su escritura. Este acoplamiento «abiertamente femenino» con la materia narrada es claro y sobresaliente en el objetivo de la autora. Las voces corales también son femeninas, todas personajes principales sin protagonistas. Mariate, Norma y Marina, son las voces del coro, dirigidas o narradas en este caso por Nora, personaje y narrador omnisciente y testigo, quizás trasunto de Elvira. Ellas serán quienes nos cuenten su tragedia y nos envuelvan en sus dolorosas historias imbricadas, en la torturada y secuestrada piel social que las contienen.
La contundencia y fuerza con que estas voces femeninas narran sus miserias en primera persona, en un presente continuo, entre diálogos precisos y cortos, consiguen impactar al lector y dejarlo alelado y absorto, sufriendo el mismo vahído de impotencia y desconsuelo ante un absurdo destino que se empeña en acorralar a sus víctimas sin permitirles una salida hacia el encuentro con la dignidad humana que solo pide vivir en paz. Elvira Sánchez-Blake logra magistralmente encontrar ese camino de catarsis y liberación, al interior de su historia narrada, involucrando un personaje colectivo constituido por todas las de mujeres del pueblo, quienes con su arrojo de lanzarse todas a una en el campo de batalla sin arma alguna más que su valentía, paralizan a los combatientes enfrentados, evitando una mortandad y liberando a los habitantes del pueblo (San Juan) de la violencia fratricida entre paramilitares y guerrilla.
Otro elemento del oficio narrativo muy bien logrado—y exigido por la novela coral— que la autora consolida es el de entremezclar en este caso, las vidas de las coristas que se retroalimentan y entrecruzan, hasta conseguir que sus destinos comunes se fusionen como una madeja indisoluble. La gran metáfora de la novela, está asentada en la figura del telar, taller que sirve de núcleo aglutinante de las mujeres víctimas y desplazadas que con su avance de “punto, cadeneta, punto, punto, cadeneta punto”, hebra a hebra logran felizmente construir el tapiz perfecto final de la labor cumplida, lo que es igual, analógicamente entendido, a la superación de un albur de desdicha y aniquilamiento al lograr la tan ansiada paz para su pueblo.
Es necesario hacer notar el excelente nivel de descripción que la autora maneja. Como ejemplo copio el párrafo referente al encuentro entre un grupo de la comuna 13 de Medellín con un comando guerrillero:
Norma observó desde el resquicio de la ventana la dotación de armas que traían esos jóvenes, y no pasó inadvertida la codicia irreprimible que experimentó el jefe guerrillero, porque su ceño fruncido se convirtió en un gesto de avidez. A pesar de su corta edad, estos chicos podrían tener más experiencia en la guerra que los más diestros guerrilleros. La sorprendía y horrorizaba la juventud de los muchachos de ambos bandos. En sus rostros apenas se asomaba una pelusa incipiente y sus voces arrastraban todavía la inflexión aguda de la infancia. Solo en sus ojos se atisbaba la perdida de la inocencia. Tras sus lentes oscuros se perfilaba la marca de amargura y la acritud de quienes desconocen la compasión.
Para terminar, debo decir que Espiral de silencios, es un sensible documento literario que logra llegar a lo profundo de la conciencia humana para interrogar sobre su avieso destino que pareciera conducirlo por los caminos de la autodestrucción. La mesa está servida. En este caso, una vez más la vida se salva por el embrujo de la palabra.