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La novela de Borges

Imagine usted mi sorpresa, querido lector, cuando encontré la novela de Borges.

            Aquella tarde lluviosa había decidido darme una vuelta por la Biblioteca Nacional. Inventé el pretexto de tener que ir a buscar un ejemplar de la Utopía de Moro, porque el mío lo había prestado no sé a quién. Mis excusas para escaparme a la biblioteca nunca convencían a nadie: ni a mis amigos, ni a Beatriz… ni siquiera a mí. Permítaseme una breve explicación. Represento una clase cultural (más bien social) alienada, marginada, en vías de extinción: soy un lector. Cuando llegué, me detuve frente al edificio y, como de costumbre, garabateé un comentario banal en mi libreta de anotaciones (algo sobre la soledad arquitectónica de las bibliotecas, creo).

            Pronto me olvidé pronto de Tomás Moro, pero esa noche habría de recordarlo. Fui hacia el tercer piso, sección Literatura Argentina; en los tres primeros estantes de la galería de la izquierda, los libros de Borges. Contemplé por un momento el conjunto de la colección: Artificios, Discusión, Luna de enfrente… También creí ver un libro de tapas color vino que me parecía no haber visto antes. Era un libro grueso, de unas quinientas páginas por lo menos. Esto me resultó extraño. Tomé el libro y examiné el lomo; se leía, no muy claramente: Jorge Luis Borges. Y debajo: Novela.

            Imagine usted mi sorpresa, querido lector, cuando encuentro la novela de Borges.

Quedé atónito. ¿Borges había escrito una novela? Imposible. ¿Cuándo, cómo, por qué? Y, sin embargo, el libro estaba allí, en mis manos. Miré recelosamente a mi alrededor. Nadie me había visto. Poco a poco la ansiedad y el júbilo fueron conquistando mi parálisis. Éste era, sin duda, el momento más importante de mi vida: yo, lector y escritor olvidable, había descubierto la novela —la única, seguramente— de Jorge Luis Borges. Mi nombre quedaría inscrito en la posteridad literaria.

Había que actuar. Decidí con rapidez. Mi sobretodo tenía bolsillos interiores amplios y en la biblioteca los agentes de seguridad eran muñecos decorativos; ¿quién iba a querer robarse un libro? Con pasos un tanto apresurados llegué hasta el ascensor. Saludé a uno de los bibliotecarios, bajé y salí a la calle.

            La novela era mía, mía. Yo era el descubridor, el adelantado. Iba a ser el primero en leerla. Tomé un taxi hasta Barracas. Fueron veinte minutos que parecieron muchos más. Me metí en un barcito de mala muerte y pedí un café. Saqué el libro. Quería ver qué era lo que Borges había hecho con el género literario del que siempre había huido. La emoción que sentí en el momento de posar mi mano sobre el lomo desborda aún el lenguaje; baste decir que hacía largo tiempo que no lloraba. Pero mis ilusiones se derrumbaron abruptamente. La primera página mostraba una serie de figuras incoherentes, muy distantes de cualquier estructura de comunicación humana conocida; la frase inicial “decía”: @ ^ | Durante tres horas intenté descifrar el texto. No tuve éxito. ¿Había sido una broma de Borges? O quizás estaba en un trance, sufriendo una alucinación. Pero la experiencia en la biblioteca había sido tan real… En ese instante, se me ocurrió una explicación, tal vez improbable, pero no imposible.

            La biblioteca estaba desierta y la puerta de entrada, como siempre, estaba sin cerrojo. Sin pausa subí hasta el tercer piso. Puse el libro en su lugar correspondiente y volví a sacarlo. Leí con satisfacción: Jorge Luis Borges. Novela. Comprendí que algo tan inconcebible como una novela de Borges sólo podía conjurarse en un espacio y un tiempo muy bien delimitados: esta biblioteca, mi lectura. Sin esas condiciones, el libro dejaba de ser la novela de Borges para convertirse en una acumulación de signos inescrutables. Esta hipótesis tenía dos corolarios: (1) no podía comunicar a nadie el insólito hallazgo (2) sería el único capaz de leer la novela. Me dije que bien valía sacrificar la fama literaria por la lectura de esta obra.

Entonces leí la primera oración: Imagine usted mi sorpresa, querido lector, cuando encuentre la novela de Borges. No quise continuar.

            Hace un mes volví a la biblioteca y me topé con un anuncio que pregonaba la reorganización de los archivos. Según el nuevo sistema, Borges estaba ahora en el noveno piso. Cuando me percaté que la biblioteca sólo tenía siete, me senté en una plaza y me puse a leer “El libro de arena”.

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