Recuerdo con toda claridad mi llegada a Televisa, allá a fines del año 1995. Tenía apenas 21 años, una telenovela en el cuerpo y la mitad de una carrera universitaria. Como en toda cadena televisiva, en Televisa no hubo mucho tiempo para presentaciones, actividades sociales o conversaciones de índole más bien personal. Apenas me bajé del avión y me instalaron en un hotel, mientras terminaban de amoblar el departamento donde viviría, me dieron un calendario con las fechas de entrega de mis capítulos (por supuesto estaba atrasado desde antes de empezar) y organizaron la reunión más importante de todas. No, no fue conocer al productor. O al director. Ni siquiera al protagonista de la telenovela. La reunión que lo definió todo fue con mi editor literario.
Claro, dije yo. Yo escribo en chileno. Mis personajes dicen bandeja, no charola. Mis personajes dicen chaqueta, no chamarra. Mis personajes tienen rabia, no coraje. Obvio, pensé ilusamente, por algo necesito conocer a un editor literario. Porque ese editor va a pulir mis libretos. Va a trabajar codo a codo conmigo. Donde lea pololo pondrá novio. Donde lea pieza pondrá recámara. Donde lea cahuinero pondrá intrigante.
Pero no, no podía estar más equivocado. Así fue como empezó mi larga y tortuosa relación con la universalidad (por no decir neutralidad) de la telenovela.
Resultó que el editor que me presentaron no tenía como finalidad reemplazar chilenismos por expresiones mexicanas. Esa era una parte ínfima de su labor. Su verdadero trabajo consistía en darle universalidad a mi historia. ¿Y eso qué significa? Significa simple y sencillamente que cada habitante de este planeta, en cualquier rincón de cualquier continente, debía sentirse identificado con lo que veía en pantalla.
Eso me enseñó que, al parecer, el alma de una telenovela exige una generalidad y una omnipresencia que atraviese continentes, idiomas e idiosincrasias. Pero eso mismo me asustó: ¿cómo era posible que una historia reflejara con contundencia a la sociedad que la está produciendo, si no podía comprometerse con nada que la hiciera localista o específica?
Mi editor literario me hizo darme cuenta que yo escribía mirándome el ombligo. Elegía temas que me afectaban a mí, y a partir de ellos comenzaba a escribir. Luego me tocaba rezar que dichos temas también fueran del gusto de la audiencia. Claro, eso era un grave error para él. El escritor, o sea yo, debía buscar los temas afuera, en el mundo exterior, ojalá en las noticias o en el chisme de la calle. Y con eso, con esa historia nacida en boca de otros, yo debía trabajar como materia prima. La telenovela mexicana establecía sus fundamentos con miras al mundo entero, no solo a su propio país. En otras palabras, para que la historia le gustara a los mexicanos, aquella historia debía gustarle antes al resto de los habitantes del planeta.
Por aquellos años, durante los ochenta y parte de los noventa, el universo de la telenovela era mexicano. En el mundo iberoamericano se impusieron modismos propios de ese país que todos repetimos. Después llegó la irrupción de la novela venezolana, y todos comenzamos a decir “chévere”. Y a comienzos del 2000 la telenovela colombiana se tomó el continente con sus personajes que se trataban de usted y hablaban con dulzura y humor. Parecía muy simple saber a qué país mirar cuando se quería ser universal. Había una sola aldea-madre, a la cual todos pertenecíamos. Pero, claro, era otros tiempos.
Hoy en día el mundo se fracturó en cientos, miles de pedacitos, y cada uno de ellos es tan importante como el otro. Es lo que los expertos llaman segmentación. Antes, una telenovela tenía 50 o 55 personajes y debía apelar a la familia entera. Uno escribía historias “generacionales” que podían ver desde los abuelos hasta los nietos de una casa. Eso ya no existe. Con la segmentación de la pantalla, los elencos se redujeron a 20 personajes por telenovela, y ahora hay historias para niños, jóvenes, adultos y adultos mayores cada una en su horario, segmento específico y canal.
Y no solo eso: con la llegada de la televisión digital la segmentación se segmentó aún más. Ya no existen horarios de transmisión, pues las telenovelas se pueden ver en Netflix, Hulu, Drama Fever y tantos otros portales, a cualquier hora del día, de la noche o de la madrugada. Los melodramas ya no compiten de igual a igual solo con otros melodramas (como antaño), sino que también con series, con sitcoms, con programas de cocina, con reality shows que, gracias a internet, se ven literalmente en todo el mundo.
¿Querían globalidad? Bueno, ahí tienen tres tazas, como dice mi abuela.
¿Qué idioma habla entonces hoy la telenovela? ¿Qué país habita? ¿Qué desafíos implica este cambio de realidad para la escritura de telenovelas? Estas son las preguntas que me rondan la cabeza, que me persiguen y me acechan cada vez que me siento a escribir una nueva historia.
Mirando hacia atrás, creo que lo que vino a cambiar para siempre las reglas del juego fue la palabra global. Nos convencimos todos de que el mundo es un pañuelo (cosa que sí es), pero eso vino a atentar directo contra el alma de una telenovela. Porque para mí –y algunos estudiosos del género- una telenovela es cualquier cosa menos el todo. Una telenovela es la parte. Una telenovela no es el país, es una casa de un barrio. Una telenovela no es una sociedad entera, es una familia en particular. Claro, esa parte, esa casa, esa familia, ese micro mundo se convierte en un espejo del macro. Viendo a esas personas en particular es que uno comprende el funcionamiento del universo entero.
Por eso es tan importante saber de quién escribe uno a la hora de escribir una telenovela. Porque hay que escribir de algo muy concreto, muy específico, muy preciso, para que esa especificidad se haga global una vez que se ponga en pantalla. Pero cuando uno escribe en global, no escribe de nada. ¿Cómo se puede hablar de algo cuando se está hablando de todo al mismo tiempo? ¿Cómo se puede representar un mundo en particular, cuando se está generalizando de tal manera que no hay identificación posible? “Quien mucho abarca, poco aprieta”, dice también mi abuela con gran sabiduría. Y claro, la telenovela debe apretar fuerte desde el capítulo 1. Y la única manera de apretar es reducir al máximo el objeto del análisis, ser lo más concreto posible, para que la magia de la televisión convierta esa precisión en algo genérico y universal.
“Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, dijo Tolstoi. En otras palabras, escribe de tu propia aldea, y estarás escribiendo de todas las aldeas. Esa es mi manera de escribir. Esa es mi respuesta, personal, cuestionable y muy subjetiva, por supuesto, para poder enfrentarme y sobrevivir a esta nación internacional cuyo producto estrella es la telenovela. Mientras más lejos vuela el producto, más intimista me pongo. Mientras más universalidad me exigen, más particularmente escribo.
Estados Unidos, y en especial Miami, se convirtió en un interesante lugar de producción de telenovelas. Allí llegamos muchos latinoamericanos para expandir nuestros horizontes laborales. Actores, directores, productores y escritores de lugares tan variados como Argentina, Puerto Rico, Venezuela, México, Perú, Colombia, solo por nombrar algunos, nos paseamos por sets y oficinas. Allá en Miami todos tenemos la misma nacionalidad: somos hispanos. Algo tan insulso y etéreo como decir que somos seres humanos nacidos en un continente colonizado por países europeos de origen latino.
Pero bueno, la telenovela es un negocio. Y uno muy bueno. Por eso había que entender y domesticar a la fuerza este nuevo concepto de hispano, que se estaba apropiando del nuevo mercado del melodrama. Algunos ejecutivos dijeron que la clave para hacer aún más global la hispanidad era hablar en neutro. ¿Qué quiere decir esto? Que los personajes tenían que hablar con un acento, un cantadito, y unos modismos que no pudieran atribuirse a ningún lugar en particular. Que no se les identifique por ningún motivo la nacionalidad, digamos. Que sea hijos de la nada. ¿El resultado? Telenovelas hispanas tan insulsas y desabridas como un helado de agua, que se ve pero no sabe a nada. Las locaciones no debían asociarse a ningún paisaje en particular. Los carros de la policía eran ficticios, por par un ejemplo algo absurdo. Se hablaba de “esta ciudad”, o de “ciudad capital”, para evitar referirse a una capital real de Latinoamérica. De ese modo, en Miami nacieron melodramas que hablaban un idioma de ninguna parte. Y como el idioma crea realidad, esas telenovelas no estaban creando ninguna realidad.
¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo devolverle a la telenovela su sabor, ese que se creaba a costa de modismos que los demás países repetíamos después como si fueran nuestros?
La respuesta a esa pregunta llegó desde la oficina de análisis de audiencias. Se dieron cuenta que la costa oeste de Estados Unidos estaba poblada de migrantes mexicanos (en Los Ángeles se calcula que viven cerca de 14 millones de mexicanos), y que todos ellos estaban ansiosos por no perder su tradición telenovelera. Y como la industria mexicana ha sido siempre muy protectora del producto local, la audiencia de dicho país no aguanta mucho otros acentos y palabras que no se identifiquen de inmediato. Los ejecutivos concluyeron, entonces, que el acento neutro debía ser un acento mexicano, pero algo deslavado y no muy forzado, para no espantar a esos millones de posibles consumidores que había que conquistar sí o sí si se deseaba tener rating. Por lo tanto, si había que elegir entre “camiseta”, “remera”, “playera” o “polera”, iba a ganar siempre “playera” porque así se dice en México. Si había que elegir entre “bacán”, “chido”, “guay”, “chévere” o “copado”, iba a ganar siempre chido porque así lo iba a entender más fácilmente la mayoría mexicana que compone el mundo hispano de Estados Unidos.
Así, la telenovela de Miami se convirtió en un telenovela mexicana neutra, que sucedía en una ciudad capital que nadie podía identificar, y en donde actores de diferentes nacionalidades jugaban y hacían su mejor esfuerzo para sonar como personajes doblados a un español que se compone de léxico mexicano pero con una entonación que realmente nadie utiliza en México.
¿Les suena algo caótico? A mí sí.
¿Les suena forzado en extremo? A mí también.
Sin embargo, sucedió algo que afortunadamente dio un golpe de timón a esta situación de ficticia universalidad que estaba diluyendo la potencia del melodrama.
Desde Colombia comenzaron a llegar a nuestras pantallas telenovelas que poco y nada tenían de clásicas y universales. Eran telenovelas, además, extremadamente localistas. Se hablaba de Cali, de Medellín, de Bogotá. Y no solo se especificaba exactamente dónde ocurría la historia, sino que además los personajes hablaban con un marcado acento costeño, o serrano, o paisa según fuera el caso. ¿Y de qué hablaban estas historias? De drogas, de carteles, de narcotráfico, de líderes inescrupulosos, de corrupción.
De ese modo, nacía la narco novela. Un género nuevo que surgió de la realidad social, de las noticias, del boca a boca en las calles, de lo que se veía a diario al otro lado de la ventana.
El nuevo género se extendió como pólvora por el continente. Fueron muchos los países de Latinoamérica que se entusiasmaron con estos antihéroes que piloteaban aviones, usaban ropa cara, tenían un harén de mujeres guapísimas y se burlaban de la policía con mil y un trucos de estrategia. ¿Y por qué? Porque era la realidad de muchos países.
Al decir de Tolstoi, Colombia “pintó su aldea” y, de pasó, pintó todas nuestras aldeas. La televisión en Colombia no quiso ser universal, sino más bien localista, y eso la convirtió en global. La telenovela colombiana deseó dar cuenta de su particular situación socio-política y terminó hablando por un continente entero. Dicho de otra manera, Colombia se miró el ombligo y, al hacer eso, nos interpretó a todos.
No pasó mucho tiempo antes de que la narco novela llegara a Miami. Allí, el género se terminó de pulir y fusionar con formatos más anglosajones. Así nacieron las “súper series”, formato de Telemundo que combina el explosivo mundo del narco más la estructura de las temporadas de las series gringas más una línea melodramática clásica latinoamericana. ¿El resultado? Piezas audiovisuales de gran factura técnica, imbatibles en rating y con legiones de millones de seguidores alrededor del mundo. “La reina del sur”, “El señor de los cielos”, “El patrón del Mal”, “Camelia la texana”, “Señora Acero”, “Dueños del Paraíso”, entre otras, se tomaron la pantalla y nos llenaron los ojos y los oídos de realidad dura y concreta.
¿Y por qué nombro las narco novelas? Por una razón muy simple: porque ellas le devolvieron la identidad a las telenovelas de Miami. Ya no se habla de “ciudad capital” sino de Monterrey, de Tijuana, de Ciudad de México o de Arizona. Ya no son policías ficticios los que circulaban por la pantalla, sino que la DEA o el FBI. Nunca más supimos del acento neutro en estas producciones, ya que los actores interpretan personajes realistas, con todas sus variantes entre las que se incluye un marcado acento que revela de la manera más evidente el país y la región a la cual pertenecen.
De ese modo, la cultura del narco le devolvió a la telenovela la identidad. Pero la identidad a través de una realidad, no de una geografía. Por lo tanto, cuando me pregunto qué nación habita hoy en día la telenovela, mi respuesta es: la nación de una realidad concreta, de una problemática común, de una identidad compartida. Por lo tanto, aquella nación de la telenovela ya no es un país, ya no es un barrio, ya no es una familia particular. Ahora es una circunstancia. Y de esa circunstancia somos todos ciudadanos si compartimos su particularidad.
Dicho de otro modo, somos todos ciudadanos de la nación de la narco novela, si sentimos que nuestra realidad está marcada por la injusticia, la violencia y la desigualdad. Somos todos ciudadanos de esa nación porque compartimos esa realidad, esa circunstancia específica.
Esto le dio un segundo aire a la telenovela, y la catapultó aún más en su proyección internacional. Porque es mucho más fácil sentirse identificado con una realidad emocional que con un país en específico. Un egipcio, un japonés, un tailandés pueden relacionarse emocionalmente de manera más simple con una historia de violencia, droga y despecho que con una cuya alma sea solo la idiosincrasia mexicana, o chilena, o peruana, por nombrar a algunos países.
Desde el momento en que la telenovela buscó sus historias en realidades modernas y particulares, su poder se vio redoblado. Su intensidad se duplicó. Surgieron otras posibilidades de narración y ganó nuevos adeptos. Se hizo verdaderamente global. El sueño de todos el ejecutivos.
De este modo, “la nación internacional” de la telenovela actual no requiere pasaporte, porque no hay frontera que atravesar. Para entrar a dicha nación basta con tener corazón, sentimientos a flor de piel y formar parte del mundo que te rodea. De lo demás, y de la burocracia migratoria, nos encargamos los escritores de telenovela.