Vivimos la frontera México-Estados Unidos, los que en ella hemos nacido y crecido, los que a ella hemos llegado como hijos pródigos, con una certeza ineludible: que todo está por ser hecho en ella con la fraternidad del nómada y la voluntad del espejismo. Como escritores fronterizos sabemos que construir en este desierto es un acto de esperanza. Ya sea que nos dediquemos a cantar con la poesía o a contar con la crónica o la novela, ya sea que nos dispongamos a interrogar las arenas con el ensayo o la reseña, el escribir es un compromiso por la permanencia y la memoria, un acto de la creación que se adelanta al olvido y funda, en el aire mismo de la tolvanera, un espacio para sentirnos humanos, para sentirnos hermanos en la misma, fatigosa faena de crear un mundo a imagen y semejanza de nosotros mismos.
La epopeya del norte mexicano fronterizo, cada vez más lo confirmo, no es sólo la de la revolución y sus batallas, la del progreso tecnológico e industrial de nuestras ciudades, la del migrante en busca de un sueño mortal o la de la leyenda negra que otros nos adjudican con la mano en la cintura. La epopeya de la frontera cala más hondo y tiene raíces profundas en nuestra forma de encarar la realidad que nos rodea: transformándola a partir de nuestra imaginación artística y nuestro rigor escritural, a partir de ir puliendo, contra viento y arena, los relatos de nuestro paso por el mundo, las imágenes de nuestro entorno. Y es que la frontera es un lugar idóneo para la narrativa de géneros, ya sea la novela policiaca, la ciencia ficción o la fantasía. En todas estas narrativas, cruzar al otro lado, llegar a otros mundos, es el acto fundacional de la historia que se cuenta, de los viajes que se narran. La frontera es el espacio privilegiado donde realidad e imaginación se dan la mano, donde el límite siempre se está expandiendo en todas direcciones.
Los escritores de la frontera, los que decidimos libremente quedarnos a vivir y trabajar en ella, somos cronistas de situaciones límites, de heroicidades ignoradas por el resto del país. La responsabilidad que nos adjudicamos es darle voz a los que hasta ahora carecen de voz, ofrecerle a nuestra comunidad una caja de resonancia de sus percances y hazañas, de sus tragedias y triunfos. Una microhistoria que sirva para confirmar lo obvio: somos universales desde nuestros particularismos, somos hijos de una lengua hecha de carencias y faltantes, pero también de luz pura y fulgor intenso. De una lengua cuyo fin último es entablar conversaciones con otras lenguas, crear puentes de comunicación para no sentirnos solos en esta aventura llamada humanidad.
Para crear, para escribir literatura, dice John Berger, se necesita el dolor, la compasión, el escepticismo y la ternura “hacia la experiencia porque es humana”. Frente a políticos, moralistas y comerciantes, que dejan a un lado la experiencia humana porque sólo se preocupan por acciones y productos, Berger precisa que “la mayor parte de la literatura ha sido escrita por los desheredados o por los exiliados. Ambas condiciones fijan la atención en la experiencia y así, en la necesidad de redimirla del olvido, de agarrarla frente a la oscuridad”. Cabe agregar que escribir hoy en día es escribir desde el margen, desde la periferia, desde el límite mismo, porque es aquí donde quedan muchas historias por contar y estas historias son actos de salvación personal, de experiencias colectivas, de cambios sociales que inciden en la marcha misma del mundo en que vivimos.
Se escribe, desde las fronteras, no para provocar una catarsis sino para mantener un recuerdo, para sostener un mundo que ya no existe, para hacer perdurable lo efímero, lo transitorio, lo fugaz. El fronterizo sabe que esa experiencia es única en su periplo, singular en su mito de fundación, vital en su lección comunitaria. La experiencia fronteriza es una búsqueda doble: hallar lo perdido, crear la utopía. Estar en el justo límite entre lo deseable y lo posible, en la frágil línea entre lo que has vivido y lo que quieres vivir. La frontera no es (no únicamente es) una división geográfica: es una experiencia ambigua, en donde para unos es sólo un vistazo en la noche, una ciudad con sus luces encendidas, y a cruzar al otro lado.
¿Qué es para ellos la frontera? Un borrón en el paisaje, el traqueteo del camión, el miedo que sentían. Para otros, en cambio, para los que la viven a diario, la frontera es el reloj despertador, la fila para entrar a su trabajo, el hablar en español con sus vecinos y en inglés con sus capataces. ¿Qué es para ellos la frontera? Un adaptarse a cada circunstancia según el país en el que están en ese momento. La frontera como un sitio donde coexisten diferentes maneras de trabajar, saludar y comportarse. Y lo mismo va para la literatura fronteriza, que pretende ser un signo en la intensidad de lo visible, que hace familiares las experiencias extrañas, sean éstas misterios, intrigas o rarezas, sean éstas maneras de vivir, comer o trascender. Por eso la literatura fronteriza es hospitalaria: te permite cruzar hacia donde quieras o quedarte donde te guste, te permite ser tú o los otros, ser tú y los otros a la vez. Aquí se escribe no para honrar una tradición prestigiosa (que la hay) sino para completar algo fuera de lo común, para compartir un relato que es de todos, para forjar el mito (un mito áspero, duro, inhóspito) desde el principio. Como debe ser: con el peso de la realidad y la luz del espejismo. Una luz que ciega, que enloquece, que redime.
Para un escritor, para un poeta y narrador como yo, vivir en la frontera no es una oportunidad sino un destino creativo. Lo peculiar de mi entorno incide, desde luego, en la forma en que escribo. Soy un autor que utilizo igualmente los elementos de la cultura, la ciencia y la historia para exponer lo que pienso de la realidad, lo que siento del mundo. Vivir en la frontera, en una región inhóspita, te ofrece la posibilidad de crearlo todo desde cero, de levantar tu tienda de palabras y sentidos en medio de la nada. Me encantan los espacios sin límites, el paisaje desierto, la vida en fuga, los contrastes entre culturas. Residir en una ciudad de paso me permite contemplar este tráfico humano que no cesa, experimentar el peregrinaje multitudinario de distintas comunidades. Y no hablo de migraciones de sur a norte o de norte a sur, sino de viajes que cruzan la frontera entre el pasado y el futuro, entre lo tradicional y lo moderno, entre lo culto y lo popular. Mi escritura, por lo mismo, está siempre en movimiento, está siempre en camino hacia otros lugares de la imaginación, hacia otros horizontes del pensamiento. Mis novelas y poemas son la experiencia misma de una peregrinación verbal entre lo que soy y el espejismo que me espera cada vez que abro los ojos y acepto la luz en sus misterios, en sus paradojas. Porque al final de cuentas, narrar es cruzar fronteras, cantar al mundo propio es atravesar límites, tocar con nuestras creaciones otras culturas, otras formas de ser humanos.
¿Qué es para mí, entonces, la vida fronteriza? Es la vida en el borde mismo de la cultura a la que pertenezco, frente a los fastos de otras culturas, de otras formas de vivir el mundo, de imaginarlo. La frontera es como estar en un aparador de prodigios continuos, de vecindades que no pierden el tiempo en conflictos inútiles, sino que somos comunidades que compartimos, a ambos lados de la línea internacional, nuestras certezas y dudas, nuestras fortalezas y debilidades. El mundo fronterizo es una sola región dividida por acuerdos políticos centralistas, hechos a miles de kilómetros de donde vivimos y convivimos. El ser fronterizo te permite quitarte los prejuicios: al otro lado no está la maravilla del mundo ni el villano de la humanidad, sino otros como yo que luchan para hacerse un sitio en esta tierra. No mitos sino realidades humanas. La vida fronteriza es una responsabilidad: la de mantener los ojos abiertos, la de no claudicar ante las ideas de odio, de desdén, de ignorancia, la de construir otra cultura desde la periferia misma de nuestros hábitos y costumbres.
¿Qué implica para mí cruzar fronteras? Para el migrante, para el que se marcha de su país por cualquier motivo, la frontera es un obstáculo mayor, una prueba, el momento decisivo en que se deja atrás la tierra que eres y entras a un territorio desconocido, a un país distinto. Pero para quien es un habitante de la frontera como yo, ésta no implica necesariamente ese momento decisivo sino una rutina diaria, un acto cotidiano, un horizonte que permanece a pesar de los cambios sociales, económicos o políticos.
Yo pienso que, en este momento de la humanidad, todos somos ciudadanos fronterizos, porque ahora, por más que intentemos meternos en nuestro ghetto, en nuestro castillo de la pureza, en nuestra torre de marfil, detrás de los muros de nuestros miedos colectivos, lo cierto es que compartimos el mundo todos con todos. Apretadamente. Conflictivamente. Apuradamente. Pero así es. La frontera ha dejado de ser sólo una realidad geográfica, espacial, y se ha vuelto algo que llevamos dentro de nosotros mismos, algo que nos impele a expresar creativamente, a darle voz y resonancia, identidad y sentido. Es un reto y una responsabilidad. Un signo que nos da rumbo al escribir sobre ella, al volverla literatura universal.
La frontera no conoce el reposo. Como Emerson le exigía a la creación poética: la frontera, su clima, su variedad de experiencias y personajes, “pone alas a la sólida naturaleza”. Hace que la fijeza se transforme en mudanza, que la pesadez de los convencionalismos se aligere. Por eso la temen los fanáticos y la odian los puritanos. La frontera carece de absolutos que la inmovilicen. Su verdad es frenética como una danza de apareamiento. Su belleza es tan convulsiva como un terremoto: nada deja en pie, ni siquiera la más alta dignidad humana. Bien por la frontera como signo de negación. Bien por los fronterizos porque nunca ha habido entre ellos diez justos.
Las fronteras son vistas, desde los centros culturales, como espacios de mestizaje y de barbarie. Lugares donde no se respetan las normas y convenciones canonizadas por la costumbre y la tradición. Una frontera es, en cierto modo, el grado cero de la cultura: donde se diluyen los fastos de la propia civilización y donde comienza la influencia de otras civilizaciones antagónicas. El sitio del contacto que es el sitio del contagio. Una zona de peligro que las autoridades pretenden limpiar para que el mal no se propague a otras partes del mundo civilizado. Las fronteras como virus insidiosos. Ante sus puertas siempre hay caballos de Troya. En sus linderos abundan las dimensiones desconocidas, los secretos a voces, los negocios legales e ilegales por igual.
¿Cuál es el hechizo de las fronteras? Que ellas no son un país de fábula ni un mundo resplandeciente al final del arco iris. A lo más, la frontera es una comarca donde la gente va de prisa, buscando dejarla atrás lo más pronto posible. Un obstáculo para llegar a la meta deseada. Por eso muchos de los que la atraviesan parecen haber sido descritos por el poeta italiano Césare Pavese: son “grandes sombras a tientas. Tienen rostros surcados/ y dolientes ojeras,/ mas nadie se queja”, pues son gente convencida de que algo bueno los espera allá a lo lejos, que una nueva vida los aguarda si olvidan quiénes han sido, si saltan con la vista al frente: fija en el porvenir y sus riquezas. Sólo son un trampolín al paraíso. Un escalón –quizá el último- antes de abrir la gran puerta del mundo y entrar a un horizonte más ancho que el suyo, a una existencia próspera y sonriente. Pocos saben que la frontera es algo más que un obstáculo: es una prueba de fuego, un laberinto con muchas entradas y pocas salidas. Su hechizo no tiene que ver con la magia sino con la desesperación, con el anhelo de ser libres. Con esas dolientes ojeras que mencionaba Pavese y con esos rostros de piedra frente a la tolvanera de un tiempo aciago, de una tormenta que nunca acaba. El símbolo de la frontera, por más que así aparezca en las noticias, no es una alambrada o un muro infranqueable. La frontera es una escalera, un puente levadizo, una raya en el mar, un túnel de contrabando, una embarcación, un tráiler, una apuesta por el futuro.
¿Qué es la migración al final de cuentas desde la perspectiva de las fronteras? Yo supongo que es un acercamiento mutuo entre distintas culturas, una adaptación acelerada entre nativos y foráneos. De ella se nutre nuestra sociedad. Con ella se forja nuestro destino. Por más odios que conciten, por más protestas que provoquen, los migrantes son la sangre fresca de una comunidad en flujo continuo, en cambio permanente. Sin ellos, el mundo se habría petrificado en usos y costumbres hace mucho tiempo. Creo que el valor esencial de las fronteras no está en los esfuerzos que en ellas se hacen para impedir el paso. Su valor perenne no está en verlas como límites. Su relevancia es otra: gracias a que son sitios de cruce de personas e ideas, de conocimientos y placeres, es que el mundo es más grande que todas nuestras rencillas, que todas nuestras desconfianzas, que todos nuestros abusos.
Como Pablo Neruda diría a golpe de verso: aquí hay sitio para todos.
Otro poeta, el irlandés W. B. Yeats, decía que, en nuestra época, el centro se derrumba mientras los extremos aguantan el vendaval de la historia. ¿Eso significa que sólo la periferia resiste sin agrietarse, sin perder el equilibrio? ¿Eso implica que sólo las fronteras mantienen la cohesión del mundo, la ligazón vital? Quizás Yeats vio, con clarividencia, que las fronteras son el nuevo centro, la piedra miliar de la civilización humana. Un punto de apoyo contra el desgaste del tiempo, contra la erosión de la vida misma. El hogar de las futuras generaciones, el portal de los ángeles del porvenir. Los terribles. Los maravillosos. Los incansables. Esos que no admiten que todo siga igual, que nada cambie. Termino, por lo mismo, con un poema que escribí sobre la frontera, cuyo título es Autorretrato y está publicado en una primera versión en mi poemario Periferia(Universidad Autónoma Metropolitana, 2016):
Soy tan fronterizo
Como una aduana
Como un puente levadizo
Como un cerco de alambre
Como un muro de contención
Soy tan fronterizo
Como una revisión secundaria
Como un turista despistado
Como un cartel de bienvenida
Como un detector de metales
Soy tan fronterizo
Como un pasaporte falso
Como un vendedor de souvenirs
Como una torre de vigilancia
Como un puesto de control
Soy tan fronterizo
Como un dron que no te pierde de vista
Como un túnel de contrabando
Como un puerto de embarque
Como una petición de asilo
Soy tan fronterizo
Como un mapa bilingüe
Como una canción de despedida
Como un galón de agua vacío
Como un esqueleto descarnado
Soy tan fronterizo
Como un paisaje sin fin
Como una caminata por el desierto
Como una cruz solitaria bajo los rayos del sol
Como un naufragio del que nadie quiere hacerse responsable
Soy tan fronterizo
Como una tierra sin nombre
Como un mapa del tesoro
Como un espejismo de agua
Como una ciudad flotante
Soy tan fronterizo
Como la plegaria pronunciada en silencio
Como la lengua aprendida a marchas forzadas
Como la vida que se adapta sin mirar atrás
Como la muerte que toca lejos de casa
Soy tan fronterizo
Como el miedo a lo desconocido
Como la nostalgia que se aferra a tus pasos
Como los gritos de no-te-muevas
Como el país que cargas a la espalda
Soy tan fronterizo Como esos matorrales
Que cruzan las fronteras dando tumbos
Atravesando las autopistas en pleno verano
Libres: ligeros: sin nada que declarar