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La alegoría vargasllosiana

A propósito de la relectura de la novela Cinco esquinas


Uno de los temas recurrentes en la extensa obra narrativa de Mario Vargas Llosa quizás sea el del fantasma del erotismo, por su constante presencia como ingrediente en la mixtura de elementos que constituyen el cuerpo de su escritura. Rastreando algunos de sus ensayos entre los cuales se encuentran La orgía perpetua (1978), La verdad de las mentiras (2002) y Cinco esquinas (2016), deduzco que le concede una importancia primordial al concepto de Erotismo en cuanto a considerarlo un componente enriquecedor del texto literario que, según su criterio, debe estar presente en toda obra de calidad.

La anterior afirmación me obliga a precisar que la obra total del Nobel no necesariamente puede considerarse de factura erótica, si fuera del caso encontrar una característica central de su universo narrativo, como sí podría tildar por ejemplo, la obra del poeta Constantino Cavafis, la novela Lolita de Vladimir Nabokov, o Los jardines secretos de Mogador de Alberto Ruy Sánchez.

Vargas Llosa conoce a temprana edad— desde sus años de estudiante universitario—las diversas teorías «duras y blandas» sobre el tema en cuestión. Cuando fungiendo como asistente de bibliotecario en el club nacional de Lima tuvo la oportunidad de leer la pornografía literaria del Marqués de Sade, Justine (1791), como también los más profundos símbolos de la sexualidad humana desarrollados en sus diversos estudios teóricos y narrativos por Georges Bataille Historia del ojo (1928); desde entonces, disfrutará de las más sobresalientes obras de la literatura erótica a partir de la lectura de la colección Los maestros del amor, dirigida en Francia por el escritor surrealista Guillaume Apollinaire.

A mi modo de ver, el peruano es un entusiasta teórico y diletante del tema del erotismo. En unas cuantas de sus innumerables y sesudas charlas y entrevistas, se ha referido a la importancia  de la literatura como agente que ayuda a potenciar esa dimensión creadora del hombre en su cotidianidad, al agregarle ese valor de ficción, de fantasía y de imaginación, que a través de un lenguaje escrito, lo empuja a descubrir una dimensión cultural enriquecida para acceder a degustar el goce, la  exploración y la recreación de  nuevas experiencias vitales.

El ejercicio libertario del erotismo viene a ser la palanca que lo librará de la realidad, así como la ficción es el estadio que lo libera. De este modo, el ingrediente del erotismo en la obra literaria es el adecuado para espolear la sensualidad inmanente en todo sujeto y de propiciar entre los personajes (ambientación incluida), un tipo de comunicación de calidad superior, siempre y cuando la ficción que se ocupe de lo sexual alcance un determinado coeficiente estético y significación no literal sino alegórica que lo distancie de lo meramente pornográfico.

Dentro de este contexto, en sus obras: Elogio de la madrastra, Los cuadernos dedon Rigoberto; Las travesuras de la niña malaCinco esquinas, principalmente, encontramos una alta dosis de contenido erótico— que a mi modo de ver y obedeciendo a los conceptos defendidos por el mismo autor— emanan de las obras de manera natural aunque reguladas por la voluntad calculadora del escritor. Una especie de erotismo a cuenta gotas, diría yo. Sin embargo, esa dosis por lo general no viene dada por simples descripciones de personajes y su interrelación, de argumentos y tramas que se acomodan para exaltar momentos inflamados de pasión o de escenas íntimas, o de rememoraciones confortables como sucede en el recuerdo que Roger Casement, el protagonista de Elsueño del celta (2010) tiene de su homosexualidad liberada; sino que el fondo y entorno erótico está dado por la forma en que el lenguaje se transfigura y recrea en sí mismo espacios nuevos en donde el lector no puede menos que conmoverse y dejarse llevar por un rapto de excitación. Habría que romper los tabúes y los interdictos como para acceder a la libertad plena.

Recordemos que el erotismo es el triunfo de la cultura por el ejercicio de la imaginación y la fantasía sobre la naturaleza. Es también el culto al cuerpo que dirigido por un cerebro en paroxismo desgrana y envuelve en sustancia embriagada de deseo y de placer a la sensualidad de que es capaz un ser humano. Y eso es justamente lo que persigue el escritor. Abrir ventanas, desatrancar compuertas.

En cuanto a los lineamientos conceptuales sobre el tema que nos ocupa, Vargas Llosa adhiere en la práctica a los postulados que enuncia Georges Bataille en su obra Erotismo (1957) y a los indicados por  Michel Foucault en su extensa e inconclusa  obra: Historia de la sexualidad (1976-1984), entendiéndose este concepto como una sexualidad transfigurada, donde el sentido último del erotismo es la fusión, la continuidad, la supresión de límites entre el sujeto mismo y entre el sujeto y su pareja, o entre el sujeto y sus acompañantes. Debemos entender, entonces, que al erotismo le interesa el goce, el placer y la vida, no la reproducción y, que el género humano, a diferencia de los animales es el único que puede convertir  la pulsión sexual en erotismo sin que medie la intención de la procreación. El ejercicio del erotismo constituye una práctica de libertad individual y privada de gran contenido liberador y catártico que el sujeto ejerce como un verdadero ascenso hacia la aprehensión de dimensiones humanas más integrales, complejas y totalizadoras.

Entendido de esta manera, el ejercicio del erotismo surge cuando el individuo es capaz de desprenderse del interdicto, de la prohibición y de la regla. Si hay conciliación con el interdicto, ya no hay erotismo. Se hace imperativo transgredir el tabú, el pudor, el recato, para alcanzar lo obsceno que es la desnudez del cuerpo y de la conciencia. Al superar las restricciones impuestas por la norma, por  la mojigatería, por la pudibundez o la tendencia a demonizar el sexo, la acción erótica se aviene más con la clandestinidad y la privacidad que con la normalidad plana. En tal sentido, Vargas Llosa dice en boca de uno de sus personajes de Los cuadernos de don Rigoberto: “Gracias a los colegios de monjas, el mundo está lleno de mesalinas”. O, cuando en Cinco esquinas, el matrimonio tradicional de Enrique y Marisa es salvado por el ejercicio del triángulo amoroso con su mejor amiga Chabela.

En todo caso, una obra literaria no adquiere niveles de calidades simplemente porque desarrolle o no el asunto del erotismo en su escritura, pero sería raro encontrar una narrativa que valga la pena  sin que contenga una buena dosis de él. Al fin de cuentas, como fuente de inspiración, la libido enloquecida se encuentra en las raíces profundas del inconsciente colectivo y es uno de los elementos viscerales que conforman el psiquismo humano (la gasolina vital de la especie humana), de manera que la escritura lo que hace es regodearse en las delicias del coqueteo y del enamoramiento; en  recoger aquellos signos, señales y símbolos tales como los de la violencia, el poder y la muerte que conjuntamente con los ritos y ceremonias, con la interrelación entre débiles y fuertes entre lo masculino y lo femenino (eros y thanatos) y hasta en lo andrógino (condición en vía de recuperación y aceptación por la sociedad postmoderna), caracterizan y modulan el comportamiento de los seres humanos. Por todo esto y otras cosas, Mario Vargas Llosa llegó a afirmar que «sin erotismo no hay literatura».

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