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En los servidores del piso 91 habitan millones de consciencias digitalizadas con la esperanza de que un día la ciencia logre sembrarlas en cuerpos vivos; o según la religión, puedan ser resucitadas. Adentro, las ciudades virtuales se extendían sin fin sobre un oleaje de arena fulgurante.

Tan pronto “El Claroscuro” ejecutó el inicio del programa, el clima comenzó a cambiar. Nadie afuera de la simulación sabía que el virus había llegado a los servidores. El primer código introducido fue el más cruel; un implacable proceso de borrado que se originó dentro de las nubes, provocando remolinos impresionantes que avanzarían desde el desierto. El cataclismo natural empezó a comerse los límites de la ciudad, masticando escombros entre cientos de gritos desgarradores.

El caos creció sin soltar un solo cadáver al vacío. Pronto, este gran muro de cristal se haría pedazos con el resto del edificio. La habitación tembló de nuevo. Una formación de tornados monstruosos aspiraban las dunas de diamantina que yacían en el este. Pulsaban un flujo eléctrico purpúreo en su interior. Me recordaban a las turbinas de esas máquinas enormes, traslúcidas, envueltas en llamas y cenizas; pero éstas giraban arrancando del pavimento cadenas de hombres y mujeres que chocaban entre sí para ser tragadas. Entretanto, las serpentinas de aire expulsaban destellos de satisfacción. Se enredaban a sí mismas, hasta pulverizarse violentamente sobre el centro de la Metrópolis.

Los altoparlantes recitaban el mensaje entre las sirenas, pero las calles estaban abandonadas. Las personas eran chupadas a chorros desde sus ventanas. La destrucción de los primeros rascacielos dejó un polvo suave que flotaba y ascendía hasta cubrir al sol. La escalofriante masa negra arrastraba monstruosas varices de relámpagos que parecían asfixiar y enfurecer al Apocalipsis que nos venía desde el cielo.

Corrí al pequeño espejo del baño. Estiré los dedos hacia atrás para tocar el dispositivo tatuado en mi palma izquierda. La chica que se reflejaba en el espejo se transformó en un chico aún en sus veinte. Tocaron la puerta dos veces, tomé mi mochila y me puse la chaqueta. Revisé la habitación una vez más antes de girar la cerradura. Me subían a la azotea. Ser traficante de artefactos es un oficio cuestionable, sobre todo si decides trabajar durante el fin del mundo.

Recuerdo que una vez transporté un maravilloso prototipo diseñado por la Fundación Hendricus G. Loos a un enigmático líder religioso. El pequeño aparato lograba, entre otras cosas, la resurrección a través de los recuerdos, siempre y cuando el original no estuviera vivo. Esta resurrección luego se imprimía en carne y hueso. El problema del alma se resolvía reconstruyendo la personalidad del ser resucitado usando las emociones adheridas al recuerdo que habitaba; lo que nos hacía sentir tal persona, esa era la columna vertebral de su alma. Sin embargo, estas personalidades sufrían corrupciones espontáneas en sus códigos, provocando en los ‘resucitados’, un comportamiento errático y disonante. Al final, optaron por quemarse vivos junto al líder y sus seguidores. Todos fueron descubiertos calcinados, atrapados en el mismo salón. Tiempo después se debatió, por lo menos en teoría, que los ‘resucitados’, no necesariamente fueron parte de una simulación; por aquello de que, en estos tiempos, nadie sabe en realidad qué cosa es parte de una simulación, y qué no lo es.

Cuando arribamos a la azotea, pedazos colosales de la ciudad orbitaban en el aire. Ya no se escuchaban los gritos; solo un estruendo deforme e inhumano que nos rodeaba. El cliente esperaba al borde del abismo. Con cada paso, su holograma parpadeaba a un transparente más verdoso. Vislumbraban la figura de un anciano que se recomponía de inmediato a la de una joven. Saqué de mi mochila una caja, y de ella, un antiguo artefacto con aspecto de fuselaje miniatura. Había sido modificado con dos cilindros rojizos, soldados a ambos lados y con un botón en la base. La joven lo tomó en sus manos, lo examinó y me miró con los ojos de alguien que está apunto de despertar. Me entregó un tubo de aluminio que guardé con prisa en mi mochila. Tocó mi hombro, conteniendo su llanto.

Al presionar el botón de la base, su holograma se desintegró dejando un eco de cobalto intenso que se diluyó entre la tormenta. Una sola resurrección, y millones se deshicieron para siempre. Acaricié el dispositivo tatuado en mi palma derecha y me disolví justo cuando el virus evaporaba el contenido del último servidor.

????? ? *

Toqué una segunda vez con mis nudillos. Sacudí la nieve de mis botas. El grueso chasquido metálico detrás de la cerradura me corrigió la postura antes de que el último mecanismo girara desde el interior. Una mujer abrió la puerta de madera usando su pierna para evitar que el perro saliera. Adentro, me quité el saco y le sonreí. Me pidió que esperara cómodo en el sofá. La chimenea se empotraba en la pared principal, formando una especie de semi-cubo de rocas candentes. Los troncos secos se calcinaban en un mandarina que flameaba sobre la base. Me quité los guantes y acaricié al perro que se recostaba junto a mis pies. La cabaña estaba forrada de libros. Seguí con la mirada a la mujer. Llevaba un vestido de algodón crema hasta las rodillas. Subió por una escalera de hierro que conectaba al salón con el segundo piso. – “Desctv realita aumenc.” – Sentenció una voz femenina, anciana.

Al fuego de la fogata le tomó solo segundos descolorarse. Los cientos de libros se fundían desde adentro. Los bordes de los muebles emitían radiación, pero todo su material se fue descomponiendo con rapidez. El perro levantó las orejas, y al girar su cabeza, se desintegró. La sala entera desapareció, dejando plasmada en el aire solo las líneas de las las cosas.

Sentada en frente de mí, ya no estaba la mujer que me había dejado entrar. Una anciana ocupaba su lugar. Sostenía un cilindro de vidrio sobre sus piernas. – “Hubo una vez… un programador que diseño una copia de sí mismo escribiendo un código formidable en la raíz del algoritmo… Lo colocó dentro de una simulación en construcción, con la brillante idea de que la copia se desarrollaba sola en sincronía con su universo… Era hermoso, errático. Alteraba los protocolos a su gusto. Pero los ‘durmientes’ obsoletos, glotones de muerte, que mendigaban allá abajo… ¿sabes que hicieron?… lo compraron, lo despedazaron y lo enterraron vivo… Sin embargo, sucedió algo sublime… al tercer día la corrupción fue purgada y los salvados lo vistieron de dios… Esta fibra de tela, tan frágil, es lo único que nos conecta con este ser…”

El salón era una compleja representación virtual. Me desorientaba. Todo era negro con líneas blancas que delineaban lo que antes había allí. Me pregunté cuando fue el momento preciso en donde mi percepción había sido alterada. La anciana continuó…

“Déjame ver el artefacto que trajiste contigo…” – Metí mis manos en la mochila y lo saqué. Al mostrárselo, la mujer fijó sus ojos en la reliquia de metal. Su sonrisa, a pesar de que se extendía con suavidad, agrietaba su rostro. Acercó con dificultad un pequeño tejido de algodón para limpiar las diminutas gotas de sangre que recorrían sus mejillas. – “Yo sugerí que te dejaran morir junto a esa chica ese día… y que se desintegrara ese artefacto con ustedes… Ese código ahí dentro de esa cosa, jamás debió salir de su oscuridad… Pero yo no decido esas cosas” – confesó. La anciana cedió su cilindro transparente con la tela mesiánica. Yo preferí dejarle el tubo de aluminio donde desapareció el perro.

Y no. No salvé a nadie. Un sadismo inmensurable allá arriba perdonó a esa sola alma… y purgó el resto. Al salir por la puerta, no había ni nieve, ni camino, ni montañas. Solo un pasillo que me condujo a un estacionamiento vacío, con postes de luz titilando. Revisé dentro de mi mochila una vez más para cerciorarme de que lo que contenía el cilindro de vidrio estuviera seguro.

????? * *

“En estos tiempos, tú podrías ser otra persona, y ni siquiera lo sabrías” – continuó. – “¿Sólo dígame para quién es esto, realmente?” – le exigí. – “Para El Claroscuro.” – El silencio, lo sentí como una eternidad. – “Ellos fueron los que borraron los servidores. Toda esa gente muerta. Yo presencié todo. Estuve allí…” – le dije. Giré la cabeza, como buscando a alguien conocido… – “¿Sabes quién está aquí adentro, en este pedacito de tela manchada de sangre, Lucas?” – Me preguntó con una sonrisa partida.

Nuestros padres nos besaban la frente, y apagaban la luz. No se porqué pensé en eso.

* * *

A Lucas lo mataron de un disparo en la cara a los tres días de mi encuentro con él. Después le prendieron fuego; ó le dispararon mientras se quemaba. Daba igual para los vivos. Antes de irse me dejó una mochila de cuero, un código escrito en un papelillo, y el contenedor que debía entregar sin vacilar.

“¿Qué es esto, Lucas?” – le pregunté, refiriéndome al papelillo y al cilindro. – Me miró como si estuviera a punto de despertar… – “El trabajo era bajar a los servidores, y encontrar a una sola persona. El resto de la humanidad, almacenada allí, sería borrada por el virus; todos, menos esa persona. El trato fue sacarla a cambio de un dispositivo que ella escondía, y que ‘ El Claroscuro’ buscaba destruir. Me ofreció el artefacto y el papel a cambio de su alma. Cuando el ‘El Claroscuro’ lo localizó, optó por acabar con todo; el mundo, todos los ‘durmientes’… todo; y asi asegurar que ese pedazo de metal fuese destruido. Un universo entero… Borrado… por este artefacto…

Pero hay quienes buscan protegerlo, Claudine…”

????? * * * *

Al pasar por las primeras puertas de vidrio, dos unidades me recibieron. Cambiaban constantemente de forma. No eran hologramas de intervalos entre hombres y mujeres como los que todos usábamos. Esto era algo mucho más nítido. Más real. Interpretaban mis pensamientos y se cubrían con ellos. Si pensaba en alguien, se vestían con los pedazos de ese alguien; si pensaba en colores y formas, adoptaban esos colores y formas sobre su piel digital. Eran imágenes calibradas distintas, y me pareció que las usaban más como una moda, que como disfraz para ocultar sus identidades; o para revelar las mías. Pero como leían lo que sucedía en mi cabeza, y se vestían con eso, evité pensar y evité sentir.

Me indicaron continuar por un pasillo que me llevaría a una oficina principal. Allí me esperaba un anciano sentado frente a un gran ventanal con vista a un hermoso desierto. Llevaba puesta una bata de laboratorio negra. – “Si comprobaran científicamente que existe una vida en el más allá, después de la muerte, todo el mundo se suicidaría… ¿no cree usted?” – Me sorprendió su suavidad. – “No se preocupe, yo no puedo leer quien es… confío en sus actos, no en sus apariencias”.

Saqué de la mochila de cuero el tubo de aluminio, y lo ofrecí. El anciano lo vio por unos momentos y me miró a los ojos. Yo lo observé por largos segundos y saqué de mi bolsillo el papelillo con el código escrito que me había dejado Lucas antes de morir. – “¿Sabes que es todo esto? – me preguntó. – “Adentro de los servidores hay mucha gente muerta por este pedazo de metal.” – El hombre se puso de pie y se dirigió a mi. “Borrada. Para siempre. Como una plaga. Una plaga exterminó a toda esa gente. Nuestros enemigos tienen muchas identidades, Claudine. La Fundación Hendricus G. Loos, la secta religiosa cyber-terrorista, ‘El Claroscuro’. Hoy… hoy ‘brincan’ entre niveles de simulación… entre las, ‘vidas paralelas… y las dinamitan sin dejar rastro.” – El hombre tomó el cilindro de aluminio, el papelillo escrito, y regresó a su escritorio de vidrio. – “Su amigo Lucas, entregó este mismo cilindro a cambio de un pedazo de tela preservada con manchas de sangre… Era un intercambio sencillo para un experto traficante de artefactos. Solo que él, entregó uno falso. El cilindro real, es el que tiene usted…” – explicó, mientras desenredaba de su cuello una bufanda de hilos dorados.

“Este artefacto, contiene el diseño más reciente de lo que sería… ¿cómo llamarlo?… ¿el príncipe de luz?… ¿Sabes de lo que hablo, Claudine?… ”

El anciano introdujo el tubo en un orificio carnoso que reveló a la altura de su garganta. Acto seguido, apretó con fuerza el gatillo. Entretanto inhalaba su contenido, recitaba en cantos el código dibujado en el papel. El cilindro cambiaba de color, y latía como si tuviera vida; hasta que emitió con un soplido un olor terebrante. Apretando el aparato, volteó los ojos con un espasmo que le arqueó la espalda y la cabeza. Respiró con fuerza y retiró el cilindro de su cuello. Minutos después, se recompuso y me lo ofreció de vuelta. – “Tómelo… está listo.” – me explicó con suavidad. – “¿Qué diablos es eso?” – Le pregunté. Tardaba en recobrar el aliento, pero se mantenía firme – “Lo que Lucas le entregó a la proyección que le mató, es la semilla de la maldad absoluta… ¿entiendes?… La Fundación consiguió digitalizar lo que había en esa sangre… de ella, diseñaron un algoritmo para personificar a la crueldad… El verdadero mesías de la oscuridad es el que resucitaron desde los restos de esa tela… Esto que te ofrezco, es el antídoto para esa oscuridad… La cura contra la plaga de las plagas… Este, es el ‘anti-virus’ para borrar ese ‘programa’…”

Del orificio de su garganta chorreaba un hilo rosa viscoso; pero su sonrisa tierna me reconfortaba. Tomé el cilindro de sus manos, y me alejé de sus brazos extendidos.

????? * * * * *

Dentro del ascensor, el ambiente se tornaba más liviano. El olor que emanaba del cilindro se hacía más agradable con el pasar de los pisos. Muy agradable. Lo saqué de la mochila y lo revisé. Estaba tibio, olía exquisito, como el sudor de un angel. Lo probé sutilmente con la lengua y su textura me estremeció. Noté colores nuevos en la superficie. Bajé discretamente el cilindro y lo puse entre mis piernas, introduciéndolo despacio, cada vez más adentro. Al pulsar el gatillo, apreté con fuerza mis pies y sentí mis rodillas desfallecer. La luz me cegó y me cantó. Un líquido caliente invadió mi vientre. Estaba feliz. Dejé caer el artefacto húmedo en el suelo y lo dejé allí.

En el espejo del ascensor, noté que el holograma de mi vestido continuaba parpadeando…

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