Por pedido de un amigo, un campesino griego decide robar unos rollos que contienen historias. Al revisarlos, advierte que cuentan las historias que ha escuchado desde niño sobre héroes bravos y dioses inmortales.
En la noche amplia, mientras revisa los relatos, una rama se quiebra del gran árbol de la casa y golpea su cabeza. Por efecto del golpe, olvida su nombre. Amnésico, vive en un tiempo en el que no existen los derechos de autor. En la ciudad, nadie es una persona.
Homero no es un aficionado a la escritura pero siente un escozor insólito cada vez que narra, delante de los otros, las historias consignadas por los poetas en los rollos.
En la calle alguien le ha gritado traidor. Él no entiende la acusación. Si bien sabe que ha cometido un delito, no cree que su acción pueda ser considerada como una traición. Solo ha tomado los textos de un grupo de hombres laboriosos y los ha aprendido de memoria: ha empezado a recitarlos en las noches de luna llena. Para él, los textos ya son suyos.
Un mes más tarde, el mismo individuo lo llama, desde lejos. Homero no se da vuelta. No identifica su nombre. No sabe quién es.
Cuando lo descubren, solo atina a decir que puede narrar, cuantas veces sea necesario, la historia de Aquiles y la batalla.