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Herencia y porvenir: bosquejos de nuestro tiempo

Vivimos, como sociedad, en el corazón de nuestras propias angustias, en el mareo de nuestra compartida crueldad.

Si quieres atraer a la posteridad, muere joven. Si quieres que hablen de ti, muestra tus debilidades, tus prejuicios, tus estupideces. Siempre habrá quien las tome como suyas, quien las comparta con otros.

El poder es baile de máscaras entre asesinos a sueldo, es cena de caníbales con invitación formal.

Las dos caras de la migración contemporánea: las multitudes que llenan las fronteras tratando de cruzarlas y los lugares de los que proceden, pueblos abandonados donde sólo domina la ausencia, el vacío. En ambos casos, la desesperación deja su marca; la esperanza, su horror.

Añoro el porvenir donde todos eran felices. Añoro el futuro perfecto que nunca llegó a ser.

Al final, cuando Roma era una sombra de sí misma, bárbaro era su dios, bárbaros sus emperadores.

Cuando lo periférico se vuelve central, el centro está en todas partes.

La relatividad implica que quien se empeña en tener razón se equivoca, que quien cree saberlo todo sólo sabe un fragmento.

El pasado no es una edad de oro. Es una imagen nostálgica de nuestros anhelos actuales. Un paraíso que sólo vemos por el espejo retrovisor.

La política es el juego de disfrazarse de ciudadano común, de persona benévola, de gente honesta. Como en el cuento de hadas, el político es un lobo feroz que se empecina en presentarse en público como una dulce abuelita, como un defensor de la moral que tanto ignora.

El discurso del odio inculca el sentimiento de superioridad de lo propio sobre lo ajeno, de lo habitual sobre lo extraño. Pero lo que ahora se considera lo propio y lo habitual, antes fueron lo ajeno y lo extraño.

Es sintomático que lo que más placer da a los pueblos sea el fracaso de sus líderes.

El mundo se desliza hacia la masacre mientras se divierte con el último grito de la moda, se abisma en su propia destrucción mientras hace sus compras en línea. Ya no hay zonas francas sino fosas colectivas. Ya no hay espacios de convivencia sino lugares de lucha, fosas colectivas.

Somos minorías para otros, extranjeros para otros, amenazas para otros. Las diferencias en lengua, creencias, vestimenta o costumbres son marcas de culpa, pruebas en nuestra contra, diferencias irrenunciables.

Shakespeare y Cervantes están unidos por dos personajes entrañables: Falstaff y Sancho Panza. Las voces de la cordura en medio del fragor de la catástrofe. Por eso, estos dos escritores, hijos de imperios antagónicos, son nuestros contemporáneos. Ambos hablan el idioma de la pérdida, la lengua del horror.

Entre el silencio y el parloteo, entre la paz y la pugna, habito los intersticios de mi tiempo, sus vasos comunicantes.

El mundo es el borde imprevisto, el suelo irregular, la piedra que te hace tropezar a cada paso.

Sólo los superhéroes y los magos usan capa hoy en día. Como maestros del arte de la ilusión, de la ciencia del deseo, quieren darnos una esperanza mientras cortan cuerpos a la vista de todos; quieren ofrecernos un futuro mientras destrozan el mundo a su antojo.

La civilización es un espectáculo de monstruos exquisitos, de bailarinas con la pierna en alto, de payasos siniestros llamando a las cruzadas. Teatro de vodevil para todos los gustos.

Ahora los cementerios están hechos de cal viva, de sosa cáustica, de fuego en basurero. El horror es humo en sus cenizas, lote baldío con olor a matanza.

Hoy, para que el mito prevalezca, debe difundirse en tu red social, debe presentarse como amigo tuyo, debe mostrar una carita feliz.

¿Cómo puede haber tanto jolgorio cuando la muerte se multiplica? ¿Cómo puede haber tanto dolor cuando se busca el placer en todo instante?

 

No soy hijo de mi tiempo: soy hijo de su futuro. El porvenir me acuna.

 

En esta edad mediática todos somos zombis: criaturas voraces que pretendemos comernos las vidas de los demás.

 

El panorama de nuestra era: una república imperial, un reino milenario que vuelve por sus fueros, las religiones en plan militante haciendo estragos por el mundo y la idea de que si la vida, empezando por la propia, no es espectáculo, no es vida en realidad, no es relevante.

 

Entre más virtuales creemos ser, más muros se levantan, más fronteras se hacen impenetrables, más nos alejamos unos de otros.

 

En este siglo XXI, para muchos la risa es un pecado, la felicidad un crimen de lesa majestad.

 

No me preocupan tanto las enfermedades contagiosas como los dogmas contagiosos.

 

En nuestro tiempo todos nos decimos libres de culpas. Por eso lanzamos la primera piedra: con entusiasmo, con satisfacción.

 

La vida es también lo que nos perdemos al vivirla.

 

Cada vez que veo las noticias del día pienso que al infierno de Dante le podemos agregar varios círculos nuevos, varias torturas capitales.

 

En estos tiempos, el que la gente siga adelante ya es una hazaña, el que no se dé por vencida ya es una heroicidad.

 

Era de la vehemencia y la beligerancia. Era de la pasión que no quiere dudas, de la fe sin cuestionamientos.

 

Los mártires de hoy se comen a los leones. No se van solos al supuesto paraíso que sus clérigos les prometen. Se llevan a todos los inocentes que pueden con ellos.

 

Para los políticos, la tolerancia es un mal necesario para llegar al poder, un trámite engorroso.

 

Miguel de Cervantes nos lo puso en claro hace más de cuatrocientos años: para escribir ficciones que valgan la pena primero hay que alucinarlas, hay que creer en ellas hasta la locura, hasta el empecinamiento.

 

Sólo hay dos formas de enfrentar al siglo XXI: anonimato o celebridad, margen o pasarela de moda. Esconderse de todos o desnudarse ante todos.

 

La vida es instantánea. El mundo es todos los mundos. Vivimos en la edad de lo virtual donde la realidad es una opción más entre muchas otras. A nuestro alcance está la humanidad entera. Empequeñecemos día con día. Nuestros espacios colisionan entre sí. Nuestras ideas chocan a la menor expresión. La privacidad es obsoleta. La libertad, anacrónica. Sólo la seguridad es relevante. Sólo la información es valiosa. Somos el observador y el observado: imagen tras imagen, ojo por ojo.

 

Entiendo la ira social. Comprendo la indignación pública. Lo que no entiendo es a los que se indignan sólo en su teclado, a los que gritan su furor desde el anonimato.

 

“No es la especie más fuerte ni la más inteligente la que sobrevive sino la que mejor se adapta a los cambios de su entorno”. Eso escribió Charles Darwin hace más de 150 años. Y, sin embargo, la especie humana, que no es tan fuerte ni tan inteligente como creemos, sigue tratando ya no de adaptarse al medio, sino que sigue procurando que éste se adapte a sus deseos de confort, codicia y bienestar. Realmente no requerimos un meteorito que impacte a la Tierra para extinguirnos: somos expertos en esa clase de trabajo. Ya lo hemos probado con el Dodo, el Mamut y el hombre de Neanderthal. Ya lo hemos puesto en práctica con los nativos americanos, los armenios, los camboyanos, los judíos o los palestinos. Somos la especie que mejor se adapta a las atrocidades cotidianas, a los genocidios en nombre de una religión, una ideología o un mercado. ¿Para qué necesitamos una catástrofe cósmica si nosotros mismos estamos capacitados para realizarla por un precio razonable?

 

Los que protestan estorban a los ciudadanos bien portados. Los que se manifiestan causan indignación a los que mantienen el sistema con su conformidad, con su indiferencia, con su mutismo. Ovejas sumisas y felices mientras el lobo se las come una por una.

 

De pronto, ante las masacres sin sentido del siglo XXI, pienso que los pelotones de fusilamiento de la Revolución Mexicana eran más humanos en comparación a la barbarie que hoy padecemos; que la muerte de entonces tenía más valor de lo que tiene la muerte ahora.

 

¿Por qué nos encontramos inmersos en esta violencia generalizada? Porque cuando hablamos de justicia estamos pensando en venganza y cuando decimos la ley sólo es para aplicarla a los demás, nunca a nosotros mismos.

 

Escribo ciencia ficción para retratar mi época. Escribo novela histórica para atisbar el porvenir.

 

La caja idiota se ha vuelto la lámpara maravillosa de Aladino. Liberado su genio creativo hoy vive su edad de oro, nos ofrece todas las historias posibles, nos regala sus fantasías mejor elaboradas, más lúcidas y delirantes, más auténticas.

 

Paradoja de paradojas, el confinamiento te proporciona la convivencia con el mundo, la ventana abierta hacia los otros.

 

Entre más ermitaño, más sociable.

 

En la pandemia el miedo es una tos, un estornudo.

 

El odio abunda. Se alimenta del miedo a los demás. Se nutre de la ignorancia más paranoica. Arraiga en la idea de que sólo hay una razón. La propia.

 

Para la violencia, los pretextos salen sobrando.

 

Por más que te aclimatas a los cambios, por más que intentas adaptarte a ellos, siempre llegas tarde a las sorpresas, nunca estás a la altura de lo súbito, lo impredecible, lo asombroso.

 

Si te apresuras puedes alcanzar tu pasado. Si te detienes el futuro te atropella.

 

El amor, como los vampiros, requiere sangre fresca.

 

Mientras los relatos de terror nos divierten, los cuentos de hadas nos asustan.

 

Las hormigas suben, en hilera, por la pared. Luego bajan con trozos de hojas, con alas de insectos. Su botín es siempre mutilación, desmembramiento.

 

Los griegos lo sabían mejor que nosotros: nadie está a salvo del infortunio, nadie escapa a los hados.

 

El destino actúa a la vista de todos: para que nadie diga que no se le advirtió, para que nadie pueda lavarse las manos.

 

Síntomas de nuestro tiempo: el agobio de estar al día, la necesidad de ser los otros, la vocación gregaria que la soledad impone.

 

No invoques demonios: ya hay suficientes.

 

Todo sucede en casa: incluso el mundo.

 

Para entender una cultur,. prueba lo que come, bebe lo que la anima.

 

El pasado te enseña a cometer los errores de otros, eso que pasan por grandes ideas, por grandes ambiciones.

 

No exijas lo que no estás dispuesto a cumplir. En la era de las redes sociales esa noción se ha perdido: todos somos verdugos. Todos afilamos nuestras guillotinas verbales. Todos bramamos frente a la hoguera de los condenados: como espectadores convencidos de nuestra superioridad moral. Como un público que merece la sangre ajena derramándose.

 

El pasado es un territorio en movimiento constante. El futuro, en cambio, sólo es una idea fija.

 

El narrador ve las palabras como bestias de carga. El poeta, como nubes pasajeras.

 

El futuro tiene olor a cosa vieja, a objeto de segunda, a ropa usada.

 

El homo sapiens quiere dejar atrás, lo más pronto posible, al homo sapiens. Cuando lo logre empezará a añorarlo como una curiosidad, como una mascota entrañable.

 

La nostalgia por lo antiguo es directamente proporcional al aburrimiento por lo moderno.

 

Un buen editor es como un buen escultor: talla la materia, la cincela sin quitarle sus cualidades intrínsecas, la pule en sus logros mientras quita sus imperfecciones más notorias. Pero nunca olvida que la obra resultante es valiosa porque ya existía como anhelo en un pedazo de mármol, como posibilidad en un bloque de granito.

En el arte las transgresiones dan dividendos, los escándalos, prestigio.

En las novelas de horror el monstruo es más simpático que sus perseguidores.

La ciencia ficción es la realidad que aún no dice su nombre.

Toda poesía busca cómplices. Toda prosa, testigos de cargo.

La narrativa no es sólo un mundo en sí: es un sí en el mundo.

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