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Henry James, Vila Matas y el extraño mcguffin de Emma

Un texto a medias, un libro con un separador en la página 29, intacto, inofensivo, trivial, entristecido, como el ojo que lo observa sobre la almohada fría.

Es una novela del siglo XIX, un tal Henry James, indagador de almas, los hombres han podido ver dentro del cuerpo de las damas a través de los siglos: Emma, lady tras lady, amazona tras amazona, teibolera tras teibolera, el ojo inquisidor del escritor cirujano ha usado bien su luz y su lupa; la publicidad, con esto, sigue levantando faldas y la levadura de los hombres. ¡Válgame Dios! Que cuando agarré el libro, leí las primeras líneas, de pronto me encontré con Emma, quien había reñido consigo misma durante todo el día, apenas perdió su último trabajo, sabía que la sensación de inadaptada social pronto vendría a cazarla, dos semanas después de su despido aún las ganas de buscar empleo no la entusiasmaban. Todas sus amistades femeninas contaban ya con la plenitud del matrimonio, vivían los primeros años de “esa hermosa bendición”, los perfectos retoños pronto vendrían a completar sus vidas, más tarde los cumpleaños de los vástagos, donde propagan los confetis, dulces, piñatas y carcajadas pueriles.

Nadie como L. en su vida, nadie como él, hermoso L. Inquietante L. Es tan bella la sensación de los comienzos, todos son perfectos, tienen sentido porque en la opinión de S. son demasiado breves, nada duraba lo suficiente entre sus manos, ya que fuera A o Z, terminaban apropiándose de la memoria e intenciones poéticas.

Toda una vida llena de pretextos para no ser, para no escribir al fin lo que bulle alrededor de ella, incluso la novela que leía durante las noches posteriores a su desempleo. La cubierta del libro es visualmente invitadora, portada verde olivo, con motivos de exquisitas flores color ámbar y dorado, impensable no haberlo comprado, el precio era más que razonable, lo había encontrado en un supermercado. Una de sus amigas trabajaba en el departamento de compras de la exitosa franquicia y se había acordado de S. y de su afición por la lectura cuando hizo el inusual pedido para una cadena de supermercados mexicana –desconozco si en las tiendas de Varsovia o Suecia se encuentren estos artículos a la venta, al lado de los tomates y algunas frutas de nombre para mi impronunciables.

Al continuar su lectura más que imaginar a los personajes, grafileaba al autor, ¿a qué hora y en qué lugar escribiría ese capítulo en turno? ¿Para completar sus ideas e intuiciones, observaba el mundo mucho más de lo que leía? Después de torturarse haciéndose preguntas sobre los otros, terminaba haciéndolo con ella misma: ¿Desde cuándo permití que el mundo dejara de tocarme? ¿Qué o quién ha ocultado sus paisajes y horizontes? Si S. poseía algunos dones, el principal era cuestionar y entristecerse, abandonarse incluso hacia la desesperanza.

No podía seguir bajo la premisa de la oscuridad que el desempleo provocaba… invitación a parte, ironía más que circunstancia, la vida estaba jugándole una mala pasada. Sólo Henry provocaba imaginaciones traviesas, un tanto perversas, con las narraciones eróticas donde Emma y Gustavo copulaban como la cabra en la montaña, y cuando volvían aquellas imágenes bucólicas a la memoria, ella participaba en un ménage à trois. Pero de alguna forma, la culpa se le revolvía entre el corazón y las tripas, así que su espíritu expulsaba tales pensamientos. Un día, bajo la sombra de una tarde que hechizaba por un cielo hecho algodones grises, contó a Mina, otra amiga, la deslumbrante experiencia sensual que provocó la lectura del libro. De pronto, Ana respondió que deseaba saber más. Lee la historia, no te arrepentirás, respondió Emma, quien se recogió la falda, levantándola hasta la medianía de los muslos, detalle visto por su interlocutora, a la cual se le enchinaron los poros de las piernas, y el pecho se le abultó sobre la blusa floreada.

Pasó la noche, entre un sueño turbio y otro, y al clarear la mañana Emma ¿que tenía el libro de Henry en la entrepierna? miró el reloj. Daban las siete de la mañana. Oh Dios, pensó. La costumbre provocaba que interrumpiera su sueño, pero no era por el momento necesario. El desempleo aún entraba por la puerta. Cada día el currículum vitae salían de su e-mail con diferentes direcciones. Cierto anuncio en los avisos clasificados del periódico que tuviera como título “Se solicita Diseñadora Gráfica con experiencia”, o con la palabra clave “diseñadora”, lo enviaba. La espera parecía interminable: el teléfono nunca sonó en ese día. Con ansiedad y pensamientos negativos, se fue a acostar temprano. Apenas caía la noche, la oscuridad aplastó las aspiraciones de Emma, quien no dejaba de pensar en que no podía conseguir trabajo, pero también en las historias de Henry James, que la ponían demasiado caliente. Así que, después de masturbarse, las fuerzas de su cuerpo flaquearon, venciéndole los párpados.

Aquella madrugada tuvo un sueño. Que se levantaba temprano y preparaba el desayuno, después abría su e-mail, viendo en el asunto del correo la invitación para una entrevista de trabajo. Cuando lo abrió, saltó una víbora que se le entrelazaba en el cuello hasta asfixiarla. Acto seguido, la pobre Emma despertó con un grito sonoro que, seguramente, se oyó hasta el primer piso de los departamentos donde vivía. Ella estaba en la quinta planta. Después de espabilarse, se duchó durante media hora. Ya el desempleó le pesaba. ¿Cómo iba a pagar el alquiler? Se le habían ocurrido poner un anuncio en un website famoso para comerciar toda clase de productos, servicios y tiempos compartidos. “¿Quieres ser mi rommie? Acepto gatos, cero fiestas. Mándame un What y te contesto”, diría el anuncio, que precisamente redactó en una nota de su móvil.

Faltaba un empujoncito para que alguien respondiera el mensaje, ya que pensaba en las innumerables posibilidades. Quizá a la vuelta de la esquina alguien ya estaba redactando la respuesta.

Ahora bien, mientras prendía el ordenador portátil ya con el estómago satisfecho por el reciente omelet de huevo con café, luego de un minuto pudo abrir su correo. ¡Ahí estaba! El e-mail que estaba esperando.

Subject:

Te espero en El Manolín (rommie interesado)

Cuerpo del correo:

Andaba de curioso en la red tratando de encontrar una historia que baste mis necesidades. “¡Eureka! Aquí voy”, dije.

Resulta que estoy en México. Vine a dar una conferencia en la FIL, pero antes me recomendaron ir al restorán que te refiero. Vale, no tengo nada que perder. Te espero mañana viernes. 8 pm. Yo, un español viejo y jorobado, tratando de escribir su nueva novela y requiero una aventura que no tenga lógica. ¿Sí comprendes?

El caso es que me he sorprendido. Dios mío, de aquí para allá por el internet y de pronto un mensaje me aparece: “Los mejores lugares para vivir en Monterrey. ¡Conócelos aquí!”. Doy clic y me encuentro con casas en venta y renta, departamentos y negocios. Joder. Estaba a punto de salirme cuando veo el título “¿Quieres ser mi rommie?”. Genial, pensé. Me suena a título de novela de Corín Tellado versión 2.0, pero va, entré. Luego leí lo del WhatsApp y me dije “Yo le quiero mandar uno”, pero me será imposible. No tengo móvil, ni menos una app. Decidí escribir. Quizá le llegará mi mensaje a su correo o al buzón de esta plataforma, pensé. Qué más da, me interesa ser su “rommie”. Se me había metido a la cabeza desde hace tiempo vivir en México. No quería precipitarme. Me dije “todo a su tiempo, Enrique”. Tengo amigos y colegas en la Ciudad de México y Guadalajara, pero no, no quería ser su huésped. Odio esa sensación de estar disponible para todos y que me pidan contarles historias. Me gusta, pero no me encanta, como dicen los jóvenes. Vale más que vaya de incógnito, me dije, así todos sabrán que voy a la FIL, pero nadie pensará que me quedaré a vivir, ni mucho menos con alguien que no conozco. Cabe decir que a este punto en donde redacto el mensaje, no sé si ese alguien es hombre, mujer, travesti, homosexual, lesbiana o la Princesa Leia. A estas alturas de mi vida, qué importa.

Al grano. Me interesa. Tú, ese alguien que lee en el otro lado, quiero ser el rommie. Dime que sí. Por favor. Contéstame. Que no pase de hoy. Necesito una historia.

P.D.: Me cito: “Como ya habrán intuido, hay muchos mcguffin. El más famoso se puede encontrar en el arranque de Psicosis, de Hitchcook. ¿Quién no recuerda ese robo que lleva a cabo Janet Leigh en los primeros minutos? Parece tan importante y acaba siendo irrelevante en la trama.” (Kassel no invita a la lógica). ¿Me das posada, rommie en potencia?

Atte.: Enrique Vila-Matas

Luego de leer el correo, por un instante pasó por la cabeza de Emma que alguien le jugaba una broma, y muy pesada, porque sería casi imposible que el gran escritor llegara hasta una página y viera su mensaje. Lo demás está implícito. Se preguntó “¿quién será el cabrón que redactó el correo?. Verificó la dirección del e-mail, que decía evm.apauladeparma@gmail.com y claramente entendió; sin embargo, esto pudo haberlo hecho cualquiera.

Estaba consternada. Desde la mañana hasta la noche pasó dándole vueltas al asunto. Iba de un lado a otro por su casa. Tenía pactado salir a despejarse, pero este acontecimiento lo truncó. ¿Realmente sería el autor de Bartleby y compañía?

Luego, comenzó a imaginar que sería la clásica historia de Enrique en donde los recovecos de la realidad son absorbidos y llevados hacia la ficción. Investigó si verdaderamente el escritor tenía visita en la ciudad durante la FIL. Abrió la agenda en la página web oficial. Comprobó la sospecha. Sin pensarlo dos veces, aceptó en su conciencia que iría a El Manolín a las 8 pm. Emma, una joven lectora, diseñadora gráfica de profesión y escritora novel estaría tomando un café y quizá unos chilaquiles con el gran escritor catalán. Pasadas las horas, buscó la ropa que más le representara: un blazer negro, blusa blanca, jeans y botas hasta la pantorrilla. Por último, se puso una boina de su ex, que se había quedado como para no perder la costumbre de tener algo masculino entre sus pertenencias.

Llegada la hora, Emma se presentó en el café. A esa hora del viernes el café estaba a reventar, por lo que oteó por un lapso de cinco segundos y no vio a su próximo rommie. Volvió a hacerlo y esta vez distinguió al fondo, y de espaldas, la figura de un hombre mayor con el cráneo semicalvo y platinado, que vestía un saco negro, como para no errar a su típica indumentaria. Fue acercándose…

Por otro lado, estaba ese señor, hojeando el periódico. Solitario, bebía un café negro. De súbito, sintió la presencia de alguien detrás suyo. Escuchó una voz femenina, que al tiempo decía: “Soy el alma errante”. Al instante, el hombre se paró de un salto, ni tan viejo ni tan jorobado, era solamente Enrique. Los dos quedaron viéndose por al menos un minuto hasta que, de golpe, llegó un mesero y rompió el silencio.

-¿Qué más va a pedir, señor?, ¿le sirvo un café, señorita?

-Le pido que me traiga un vaso de leche y un mcguffin -dijo Enrique- y el garzón se sorprendió.

-¿Un qué? -inquirió él.

-Un mcguffin.

-¿Y a ella? -dijo el mesero mientras miraba a los dos.

-Tráigale una redondilla de Sor Juana y un entremés de Aleph.

-A la orden.

Se fue. Y los dos se quedaron platicando inmediatamente de las extrañas situaciones que pasan a los humanos cuando se presentan situaciones inesperadas.

 

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