La recién nacida editorial Libros de Ítaca aún no ha tenido tiempo de alumbrar un catálogo extenso, pero en los tres libros que hasta ahora ha publicado se vislumbra la intención de hacer las cosas con gusto y maneras. Para muestra, La herida, la nueva novela en la que Santiago Casero (Fuente del Fresno, 1964) ha volcado su profundidad temática y trabajada prosa. Se trata de una narración de contenida fantasía, salpicada de imposibles paisajes psicológicos y de personajes extremos. Un universo casi distópico, casi onírico y muy severo, en el que todo pesa más que la propia vida. Hablamos con el autor acerca de ella.
Esta es una novela sobre la culpa. Y a lo largo de la narración insistes en nombrar la culpa como lo único que puede expresarse con autenticidad. La novela, de hecho, habla de la necesidad insatisfecha de expiar la culpa (cerrar la herida). Algunos personajes son absolutamente transformados por su propia culpa. ¿Tanto peso crees que tiene la culpa a la hora de construir al sujeto?
Los escritores amasamos nuestras ficciones con características y rasgos que nos son propios, aunque los sometamos a un proceso de elaboración que nos permita atribuírselos a nuestros personajes. Eso explica que la culpa tenga en la novela ese peso que tú señalas, ya que yo he observado que una parte importante de mi experiencia personal se ha construido en gran medida desde la culpa o desde su versión amortiguada que es el remordimiento. Yo coincido con Guillermo Saccomanno cuando hace afirmar a uno de sus personajes que si tenemos que elegir entre la culpa o la nada nos quedamos con la culpa.
Tal vez tenga que ver con la cultura judeocristiana que ha estado operando detrás de la educación de mi generación, incluso después de haberla refutado, lo cierto es que he intentado que ese fuera uno de los motivos del libro. Adjudicarles a los personajes una carga tal hace posible que la siempre difícil relación con el pasado se vuelva problemática y literaria.
Al respecto te diré que no es casualidad que uno de los títulos que manejé como posibles para esta edición de Libros de Ítaca fuese precisamente Salvo la culpa, palabras que pongo en boca de uno de los personajes para subrayar la idea de que ese sentimiento es tan poderoso que ni siquiera puede ser sofocado por la simulación en que se ha convertido su vida.
A partir de ese punto de partida, creas un universo metafórico, muy inspirado en Kafka, en que el ser humano se reduce físicamente con respecto al paisaje. Un derroche de imaginación que en ocasiones roza el surrealismo. ¿Qué ventajas crees que tiene la fantasía a la hora de tratar un tema tan poco fantasioso como el de la culpa?
En la novela se especula con la posibilidad de que la fantasía, en sentido amplio, y ahí incluyo a toda la literatura, pueda servir de consuelo entre otras cosas de la culpa, pero he dejado que los propios personajes tengan dudas al respecto. Yo las tengo, así que no he querido ayudarles. He preferido que sean ellos los que lo experimenten y lo decidan.
En cuanto a la culpa como tema literario, se trata de un fenómeno demasiado real para permitir que se diluya en una fantasía enloquecida, así que, para darle verosimilitud al relato, he intentado que los elementos fantásticos, a la manera de Kafka, no se desconectaran del todo de la estructura de realidad en la que se insertan. He hecho un esfuerzo por que la fantasía de la que hablas no impidiera que todavía pudiéramos esperar algo de la normalidad, en la que estaría incluida de forma esencial la culpa. Es conocida la distinción que hacía Coleridge al respecto cuando distinguía dos modalidades de la fantasía, “fancy” e ”imagination”. Si lo que él llama “fancy” pone en pie mundos absolutamente dominados por lo quimérico, como los cuentos de hadas o la ciencia ficción poblada de prodigios y mundos imposibles, los productos de eso que califica como “imagination” en cambio consienten una clase de fantasía conectada de forma paradójica, incluso surrealista, como tú apuntas, con la realidad, y ahí estaría precisamente Kafka.
Los habitantes de La Huella (la ciudad en que tiene lugar la acción, una metrópoli inmensa construida en el interior de un cráter) son unos reclusos de sí mismos, se refugian allí para vivir concentrados en su arrepentimiento. ¿Has encontrado algún equivalente a esta ciudad metafórica en la vida real?
Lo difícil es no ver los numerosísimos ejemplos que nos ofrece la vida real. Me gusta ese concepto que apuntas de “reclusos de sí mismos” porque contiene dos ideas aparentemente contrapuestas, la reclusión y la voluntariedad, que sin embargo yo he encontrado juntas en muchos de esos ejemplos que refiero. Respecto a la primera, algunos lectores me han hecho ver que muchas de mis narraciones se desarrollan en un contexto de clausura no siempre metafórico. A veces es una ciudad real, como Praga, a veces un apartamento en la playa, a veces, como en “La herida”, una población dentro de un cráter, lo cierto es que he llegado a la conclusión de que una gran parte de nuestras experiencias pueden ser narradas de forma alegórica desde este punto de vista de la reclusión, que no siempre es fácil de ver desde dentro. Por esa vanidad escribimos en ocasiones, porque creemos haber visto algo que los demás no han visto y queremos advertirles.
En cuanto a la voluntariedad, quiero recordar ahora una noticia que leí una vez que no por extravagante resulta menos clarificadora de esa “autorreclusión” a la que venimos aludiendo. Se describía allí una experiencia en algún lugar de Rusia a la que la gente se apuntaba como si fuera una actividad recreativa, y que consistía en dejarse encerrar durante una temporada en el recinto de una antiguo gulag para vivir como vivían los auténticos prisioneros del mismo y experimentar sus miedos y sus zozobras. Es verdad que uno sabe que se trata de una tortura limitada en el tiempo y hasta cierto punto de riesgo controlado, pero no deja de llamarme la atención lo que tiene de voluntario y a mí me gusta pensar que quizá tenga también algo de expiación de culpas secretas.
Los habitantes de La Huella que desfilan por la novela están tan desesperados por cerrar sus heridas incurables que aceptan la delirante suplantación de sus seres queridos por parte del protagonista (ese es el trabajo que le es encargado) para ser perdonados. Llega un momento en que la trama de las diversas suplantaciones se convierte en el nudo central de la novela. ¿De dónde surgió esa idea de la suplantación? ¿Qué significado cobra la suplantación en tu universo?
En una de tus preguntas anteriores has deslizado el concepto de autenticidad en relación a la culpa, y yo creo que de forma pertinente, ya que la novela es principalmente una reflexión en torno a la identidad, que para mí es problemática porque en muchas ocasiones eso que llamamos identidad es lo menos auténtico que hay en nosotros. Alguien dijo que ser hombre es simular el hombre. Esta idea me ha rondado siempre y supongo que funcionó como disparador de esa parte esencial de la novela. Dicho de otra manera, la simulación, que en la novela cobra la forma de la suplantación, es una de las características de lo humano. Si nos despojáramos de todas las máscaras y disfraces con que nos presentamos ante los demás, estaríamos desnudos, seríamos solamente fragmentos de la humanidad y eso no nos gusta. Queremos ser distintos y para eso necesitamos construirnos la identidad, aunque íntimamente sepamos que es frágil y falsa.
Hay que decir que los escritores somos la quintaesencia de esa flaqueza, desdoblados siempre en personajes que inventamos y a los que atribuimos contrariedades y gozos que intuimos en nosotros. Los escritores somos equilibristas de la identidad.
Detrás de muchas de esas historias de culpa se encuentra la guerra (en el caso de La Araña Ciega) o la brutalidad de Estado (en el caso de Aníbal). ¿Crees posible que los grandes sicarios de la historia (Eichmann, Nikolài Yezhov, etc) sintieran la misma culpa que los personajes de tu novela? ¿Existiría una La Huella para ellos?
Fantaseo con esa posibilidad, pero tengo dudas. Me gustaría que al infierno que inventaron para el prójimo les correspondiera el infierno equivalente de una culpa que los acompañara hasta la tumba, y, si fuera posible, más allá. Me debato con ese deseo y también con la tesis contraria de Woody Allen en algunas de sus películas (Delitos y faltas, Match point…) según la cual existe gente inmune a la culpa, o al menos que antepone la supervivencia y la impunidad a la culpa. Esta es una idea perturbadora para mí pero desgraciadamente no veo imposible que los déspotas de la historia hayan abandonado este mundo sin remordimientos.
Y, sin embargo, el delito peor castigado de esta República que has construido no es el asesinato, sino el testimonio. Aníbal C. está continuamente aterrado de caer en lo que llama ‘hacer literatura’ en sus informes. La Araña Ciega es considerada un gran traidor simplemente por contar su caso. ¿Es la literatura, la narración, el gran enemigo de la culpa? ¿Es la literatura aquello que podría cerrar ‘la herida’?
Sí, algo he dicho ya al respecto. Podría ser pero no todos los individuos son sensibles a los mismos contravenenos. El protagonista, Aníbal, se resiste a aceptar esa posibilidad. Él es sólo un funcionario obediente, como se repite a sí mismo en numerosas ocasiones, tal vez intentando salir al paso a las dudas que empiezan a asediarle. Cree ser inmune a su propio pasado y también al dolor de los demás, contra cuyos efectos le han alertado, pero es un personaje que evoluciona, y lo hace en gran parte a través del conocimiento y la cercanía con las víctimas. Esa cercanía muchos la obtenemos sólo mediante la literatura, conocemos el dolor o la culpa de otros a través de las historias que nos han contado, y, de forma privilegiada, a través de las historias que inventamos, así que saber que compartimos con los demás pecados o errores semejantes a los nuestros podría ser como poco un consuelo.
Por otro lado, esta es una novela en la que atmósfera es primordial. Las vías de tren interminables, los llanos, el olor. Uno imagina la URSS de Stalin, con sus ciudades impostadas y sus paisajes implacables. ¿Puedes contarme en qué te inspiraste para construir esa atmósfera?
Cuando un escritor tiene que inventar una historia de atmósfera distópica, desgraciadamente tiene a su disposición multitud de ejemplos y de modelos históricos reales como los que tú citas. Creo que la novela distópica, salvado el hecho de que intenta proyectarse hacia el futuro para alertar de los riesgos del presente, podría ser considerada una versión heterodoxa de la novela histórica, ya que resulta difícil imaginar un mundo peor que el que pusieron en pie tiranos como Stalin, Hitler o Pol Pot.
En cuanto al paisaje, siempre he apreciado mucho las historias en las que lo que rodea a los personajes desempeña un papel importante, incluso de forma benévola. Estoy pensando por ejemplo en las novelas de Pavese, en esos veranos sofocantes y estáticos que tanto influyen la conducta de los personajes.
Estoy absolutamente convencido del poder del ambiente para determinar nuestras conductas, tanto más, como en el caso de “La herida”, en el que el paisaje es, como tú apuntas, excesivo. Son varias las razones que acaban convirtiendo a Aníbal en un personaje dubitativo y el paisaje no es la menor de esas razones.
Al leer la obra da la sensación de que absolutamente todo lo que ocurre posee una significación más profunda de lo que parece: desde matar una mosca hasta el sonido que emite un holograma en la catedral. ¿Qué importancia le das a la metáfora y al simbolismo?
La metáfora y el símbolo forman parte del núcleo de la literatura pero, salvo honrosas excepciones, no me gustan las novelas alegóricas. Las considero demasiado didácticas, que es lo último en mi opinión que debe ser una novela. Sin embargo, la observación que haces respecto a que muchas cosas de mi historia tienen una segunda significación o al menos una lectura complementaria es en mí una aspiración fuerte, ya que yo concibo el mundo como una realidad incompleta y engañosa que puede leerse de otra manera.
En una pregunta anterior has recordado atinadamente la importancia del testimonio en mi novela y sobre esto tengo que decir que en concreto la mención de la muerte de la mosca alude a un texto de Marguerite Duras que es todo un alegato del valor testimonial de la literatura.
En la nota del final del libro desvelas la gran cantidad de guiños a lectores compulsivos que incluye la narración. ¿Lo haces por complicidad? ¿Por qué desvelarlo?
Más que por complicidad lo he hecho por honestidad. Me gusta decir que las lecturas de los maestros que hemos admirado, aunque en algún momento hayamos dejado de hacerlo, son semillas de nuestra escritura, y me ha parecido justo que, si el lector tenía la paciencia de llegar al final de la historia, mereciera la revelación de algunas de esas fuentes.
Los referentes más claros que localizo en esta obra son Borges, Kafka, Italo Calvino. ¿Acierto? ¿Qué influencia tienen en tu obra?
No te equivocas. Cuando oigo señalar ciertos parentescos de mi obra (alguien ha mencionado también a Buzzati) no puedo sino sentirme halagado y, por vanidad, no seré yo quien la desmienta. Sin embargo, aunque soy consciente de que Kafka está soplándome detrás de la oreja como un maestro tutelar, no he pretendido hacerle un homenaje. Yo no soy quien para hacer un homenaje a Kafka, ni a Calvino, ni a Borges, también presente de manera casi explícita en la novela, como señalas. No me asiste ningún derecho a erigirme en homenajeador. Al respecto, pienso sencillamente que la literatura de los grandes genios ha fertilizado de manera natural la escritura que ha venido después.
En Kafka podemos subrayar multitud de virtudes pero para mí tiene una decisiva y sobresaliente y es que permite codificar y reconocer bajo el concepto “Kafka” diferentes características que estaban dispersas, hasta el punto de que podríamos calificar como kafkianos a autores que escribieron antes que Kafka, como Jarry o Melville.
De todas formas, pretender que los que somos antes lectores que escritores renunciemos al magisterio de aquellos que admiramos, incluso bajo la forma de la impugnación, es pedirnos demasiado.
Y, dado que eres licenciado en Filología Clásica, ¿qué importancia crees que ha tenido esta formación en tu carrera literaria?
Estoy convencido de que soy el escritor que soy a causa de mis lecturas y de mi formación académica, por este orden. En lo gramatical, creo que me ha proporcionado recursos suficientes para intentar organizar retóricamente las siempre inseguras certezas de la escritura. Las lenguas latina y griega son un prodigio relativamente temprano de la expresión y la comunicación. En lo literario, me parece importante saber que la literatura no empieza en el siglo XIX, ni siquiera en lo relativo a sus aspectos más vulgares, como pueda ser el oficio de escribir. Aconsejo a los escritores leer atentamente los epigramas de Marcial en los que se desnudan con dos mil años de antelación algunos hábitos, incluso perniciosos, del escritor contemporáneo. No he leído nunca nada tan demoledor acerca de la impostura de algunos escritores y su pretendido papel oracular en la sociedad. Una enorme cura de humildad que debería ser de lectura obligatoria sobre todo para los escritores de best-sellers.