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Funeral, de Hansel Porras García

Cuando Octavio Villalonga despertó en el ataúd, ya quedaban pocos asistentes en su funeral. Durante todo el día la casa había estado repleta de invitados que llegaban a darle el pésame a Doña Gertrudis, su viuda. El pueblo le tenía gran estima al viejo.

El difunto se incorporó en el féretro, y notó que ya faltaban treinta minutos para la media noche. Doña Gertrudis despedía a los vecinos de enfrente que eran los últimos. Al cerrar la puerta se quedó con un silencio sordo clavado en los oídos. La casa le resultaba vacía. La misma casa que había compartido con Octavio durante cuarenta y cinco años, ahora se le venía encima.

Con la reencarnación, Octavio comprendió enseguida que había retornado al mundo de los vivos como un fantasma de esos que ya no pertenece a la realidad. La santa divinidad le había concedido treinta minutos para que le diera a su mujer un importantísimo mensaje que, según él, debía ser entregado, antes de hacerlo pasar a mejor o peor vida.

– ¿Cómo será ella capaz de escucharme, si seré un fantasma? – había preguntado Octavio antes de ser enviado otra vez a la tierra.

– Solo si hubo amor verdadero, ella podrá escuchar sus palabras – le respondió el representante que atendía su caso en el purgatorio. – Y recuerde que solo tiene treinta minutos.

El reloj de pared de la sala era implacable. Ya había contado los primeros diez de iniciado el milagro.

– ¡Cómo sabía que esto ocurriría, Octavio Villalonga! – comenzó a refunfuñar Doña Gertrudis, mientras se acercaba al ataúd – ¡Como sabía que ibas a dejarme sola, cobarde!

Octavio intentó decir una palabra, pero la ira de su mujer escalaba por las paredes del féretro y le congelaron el habla.

-Te me adelantaste, maldito seas. – continuaba ella– ¿Cuántas veces no te dije que me dejaras morir primero?

– Pero, mujer…

– …Y no intentes justificarte ahora, viejo, – lo atajó de pronto como si hubiese escuchado su intervención- porque ya estás muerto y los muertos no tienen justificación.

Doña Gertrudis comenzó a dar un recorrido por la sala. El minutero continuaba dando golpes en la pared, como si nada en el mundo fuera capaz de detenerlo.

– Gertrudis…

– Mira esto… – seguía –la casa repleta de cenizas. Y como siempre, soy yo quien tiene que recogerlas.

Y otra vez se acercó al ataúd, ahora con la escoba en la mano, y miró allá dentro, donde se suponía que estuviera el cuerpo tendido de su marido.

– Si hubieses dejado ese vicio a tiempo, Octavio. – le dijo con los ojos enchumbados- Si le hubieses hecho caso al doctor González, yo no estuviera pasando por esta angustia.

– Gertrudis, debo decirte algo importante…

– …Pero nunca te importaron tus pulmones… y mucho menos yo. Solo te importaba vivir como viven los hombres: con un vicio al que sostenerse para cuando les cojee su hombría. Chico, dime ¿no te pudo dar por otra cosa? Hubiese preferido que me pegaras.

– Gertrudis, por favor…

– Bueno… – recapacitó de inmediato – Tu nobleza no te lo hubiese permitido. Ni yo te lo hubiese aguantado.

Y se alejó pensando en otros vicios sanos que no la hubiesen llevado a la viudez. Comenzó a barrer primero la habitación. Octavio quiso seguirla para poder hablarle de frente, pero una fuerza mayor le impedía salir del ataúd.

-Y mira esto… – continúo a lo lejos la señora – ¿Qué debo hacer ahora con toda esta ropa? Apesta a tabaco y está vieja. Lo mejor será donarla. ¡Qué va! -lo pensó un poco- Ningún centro de donación querrá semejante vestimenta. ¡Lo mejor será quemarla! Sí, eso haré.

– Gertrudis, acércate. Tengo algo que decirte.

– A mi no me des órdenes, Octavio. Haré con la ropa lo que estime conveniente. Quizás la lave y la guarde de recuerdo, no sé. -recapacitó.

En la sala, el reloj, ya no tan solo latía en la pared, sino en cada espacio del alma del difunto que, a fin de cuentas, era su única convicción en aquel momento. Doña Gertrudis seguía gruñendo mientras descolgaba todas las camisas de los percheros y las colaba en el cesto de la ropa sucia, y Octavio intentaba escaparse de aquel pedazo de madera tallado a su medida.

– Mujer… acércate por favor…- le imploraba.

– ¡Por culpa de ese vicio de mierda no pudimos tener hijos! Por culpa de ese vicio de mierda no estás aquí conmigo ahora, degenerado. Por culpa de ese maldito…

– ¡Gertrudis! – le gritó Octavio desde su lecho, y toda la casa quedó sumida en completo silencio, otra vez.

– No me grites, Octavio – arrancó ella después de una breve pausa, como si el grito de su marido le hubiese llegado tardío. – No me alces la voz ahora después de muerto. En vida nunca lo hiciste.

– Gertrudis, escúchame, por favor.

– ¡Dejar a una mujer viuda! Eso no lo hace un hombre de verdad, carajo. –

Veintitrés minutos habían pasado ya. Veintitrés minutos perdidos en aquel espacio entre la vida y la muerte, y solo siete restantes para darle su mensaje.

– Gertrudis…- Y Octavio comenzó a perder las esperanzas.

“Solo si hubo amor de verdad, ella podrá escuchar sus palabras” le había dicho el representante del purgatorio. Octavio empezaba a creer que nunca la amó lo suficiente.

– Yo no voy a continuar discutiendo. – dijo ella desde la habitación – ¡Ya está! – y hubo un silencio.

Ya solo quedaban dos minutos para la medianoche. Cada segundo caía pesado en el alma de Octavio.

– Pero, dime algo, Octavio: ¿tengo, o no, razón? – y quedó en espera de respuesta.

– Sí, Gertrudis, tienes razón. Pero, escúchame, mujer. Te lo ruego.

– ¡Qué tonta soy! Todavía espero a que me digas algo. Si no lo hiciste en vida…

Ya Octavio se había resignado. Volvió a recostarse sobre la almohadilla del sarcófago y esperó a que el tiempo acabara con su segunda oportunidad de una vez. Sintió un dolor muy fuerte en el lugar donde antes latía su corazón.

– Pero no te preocupes, querido. Ya no te reprocharé nada más. Lo juro. A fin de cuentas, ya estás muerto.
Otro silencio, eterno. Solo se escuchaban las manecillas del reloj. Segundo a segundo contaban el último minuto del tiempo ofrecido. La esperanza del hombre muerto se iba desvaneciendo dentro del ataúd.

De pronto se escucharon unos sollozos, y con ellos, unos pasos cansados que venían de la habitación. Apenas quedaban treinta segundos para la muerte definitiva. Entonces, el difunto, vio a su mujer acercarse al féretro, llorando.

– ¿Por qué me dejaste sola, Octavio? No te lo voy a perdonar jamás, viejo.

– Gertrudis…

La mujer recostó su cabeza al borde del cajón y comenzó a llorar. Octavio, que apenas tenía vida o esperanzas, quiso decir aquellas últimas palabras para no llevárselas a la tumba.

– Fuiste lo más importante de mi vida, mujer. Perdóname por no habértelo dicho más a menudo. Te amo, Gertrudis. – y el reloj dio las doce campanadas de la medianoche.

Entre sollozos, ella escuchó aquellas palabras, que le llegaban como un arrullo tierno y cercano; también cálido. Entonces levantó la humedad de su mirada y volvió a mirar el rostro dormido de su difunto esposo. Le besó la frente como agradeciéndole y en aquella caricia le dejó el alma.

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