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Fugitivos de la pandemia

El pasado 11 de septiembre, se cumplieron seis meses desde que la Organización Mundial de la Salud declarara que el COVID-19 era una pandemia. El mismo día se cumplía el decimonoveno aniversario del devastador ataque terrorista en Nueva York, el horrible 9/11.

Al principio, muchos pensamos que la plaga desaparecería pronto, en uno o dos meses, en cuanto llegara el calor veraniego. No ha sido así.

El 16 de marzo, las escuelas públicas de Miami-Dade cerraron por una semana, antes del receso de primavera, como medida preventiva frente al coronavirus. Hasta el momento de escribir este artículo, no han vuelto a abrir. Los estudiantes tuvieron que adaptarse a recibir las clases en Internet. El contacto con sus compañeros también pasó, en gran medida, a las pantallas de sus computadoras o de sus teléfonos.

Los estudiantes de último año de la escuela superior (high school) no tuvieron la fiesta tradicional del prom, ni una graduación en un acto multitudinario en su escuela, ni las celebraciones con sus amistades por haber terminado la enseñanza preuniversitaria.

El 19 de marzo, el alcalde del condado de Miami-Dade, Carlos Giménez, emitió una orden ejecutiva para cerrar todos los establecimientos comerciales y negocios no esenciales. Básicamente, solo quedaron abiertos los supermercados y las farmacias.

De la noche a la mañana, Miami se convirtió en una ciudad silente, de escaso movimiento, mientras la epidemia del miedo se propagaba junto con la otra, la del COVID-19. El tráfico vehicular, habitualmente congestionado, se redujo a una baja densidad que no se veía en décadas. Por las noches, un ambiente fantasmal cubría la ciudad oscura, más desierta todavía cuando se impusieron toques de queda.

En los suburbios del oeste, donde resido con mi familia, la soledad del confinamiento era insoportable. Los malls son el centro de esparcimiento de la periferia urbana; cuando cerraron, muchas personas iban al supermercado con cualquier pretexto, a comprar lo que fuera, con tal de eludir por un rato la abrumadora sensación de estar atrincherados y aislados en sus hogares, lejos de los negocios, de la vida de la ciudad.

Un día, para escapar del encierro, le propuse a mi familia tomar el auto para pasear hasta donde pudiéramos, hasta el downtown de Miami si era posible. Ansiosos por huir del tedio, salimos del suburbio y avanzamos hacia el este por la calle Flagler, vacía como nunca la habíamos visto. A veces, algún caminante solitario pasaba rápidamente por la acera sin gente, moviéndose con miedo. El coronavirus había cambiado el paisaje de Miami; nos sentíamos como los sobrevivientes de una catástrofe, como los protagonistas de una de las distopias tan comunes en el cine y en la literatura contemporánea de los Estados Unidos, una distopia que de pronto parecía real.

En la Pequeña Habana, un restaurante McDonald’s situado en Flagler tenía las puertas cerradas pero atendía a los clientes por el drive-thru, la ventanilla para recoger el pedido desde el automóvil. Compramos hamburguesas, nuggets de pollo y café, y seguimos viaje. Pasamos el puente sobre el río Miami y cruzamos un downtown desierto excepto por algún desamparado echado en la acera, junto a los edificios comerciales despoblados.

Al tomar Biscayne Boulevard, vimos a varias personas caminando o haciendo ejercicio junto a la bahía. Las tiendas y los restaurantes de la zona estaban cerrados, pero se podía llegar hasta la orilla del agua y había gente. Nos invadió una sensación de alegría y de esperanza.

La antes activa zona de Brickell, con sus edificios suntuosos y sus tiendas y restaurantes de moda, estaba desolada. Una joven, sin duda moradora en uno de los costosos condominios del área, paseaba a un bello perro de raza. En la calle 15 decidimos doblar a la izquierda para acercarnos al agua.

Enseguida descubrimos un paseo junto a la bahía, bordeado por apartamentos de lujo, donde pudimos estacionar.

Allí estábamos, a la orilla del mar, contemplando la vasta y ondulante superficie azul y, a lo lejos, la punta sur de Miami Beach y Key Biscayne. Recibimos con agrado la refrescante brisa marina mientras comíamos el almuerzo de McDonald’s. No dejábamos de reír y de tomarnos fotos, felices de haber escapado de la reclusión, de haber encontrado un inesperado paraíso en la costa.

En aquel momento no sabíamos cuándo terminaría la pandemia, ni imaginábamos que seis meses después todavía estaríamos bajo la amenaza del virus, sufriendo los rigores de las medidas gubernamentales de protección y hartos de la incertidumbre y de andar enmascarados. Pero la escapada al mar fue un alivio tan inmenso como la bahía que no nos cansábamos de contemplar, tan placentero como la brisa del océano que nos llenó de confianza y nos trajo una jubilosa sensación de libertad.

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