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Fuego oscuro

A Alejandro y Mora

    Cómo apagar el fuego oscuro, cómo encender la lluvia nítida de la esperanza, me pregunto frente al Ibirá Pitá ubicado en el centro de la noche.

    Ya no escucho los aviones en el cielo de San Diego ni veo los barcos blancos en la bahía. Los peces siguen ahí.

   Impertérritos, intactos, duran la montaña del inefable Cabrillo, el faro, el mar, la trinchera de la Segunda Guerra, la ventana que mira a la interestatal cinco. En algún rincón del pretérito la mujer llama en los pasillos en penumbra, los vecinos saludan con la cabeza en alto, el invierno estira sus brazos suaves.

    La isla Coronado mantiene su ajetreo, el murmullo aristocrático.

    Las bicicletas azules giran solitarias entre los arcos del puente que une la ciudad con la isla sutil. Las risas en la casa de Alejandro y Mora reverberan con su eco irredento, los techos de las tiendas aún vuelan en el Westfield. La pista de hielo regresará en la nueva temporada, el auto alquilado rodará hasta gastar sus ruedas toscas, las puertas de acceso al aeropuerto seguirán su rutina inmodificable.

    La vida continúa su curso y ya no estoy ahí.

    Cómo apagar el helado fuego oscuro.

    No hay mano ni abrazo que quite la tenue oscuridad de la noche.

 

 

 

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