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Fotos de Berlín

Berlín, junio 9, 8:00 am. Heiko Möller, el dueño del departamento me recibió en la puerta del edificio. Era un tipo alto, con el pelo negro y grasoso, y una barba que le salía en parches debajo de la quijada.  Levantó mi maleta, y me pidió que lo siguiera por las escaleras. Era un edificio viejo, olvidado, con grafitis en las paredes. Vivía en la tercera planta. La puerta del departamento del lado tenia una cinta amarilla como si en su interior hubiera habido un crimen. Entramos a su departamento. Dejó mi maleta en la sala, y me invitó a que viera la habitación que era más grande de lo que había visto en las fotos en la página de internet en donde la había encontrado. A pesar de tener las paredes rasgadas, tenía un techo alto, una lámpara de papel estilo japonés y una ventana grande que daba a una calle y a un parque en donde los niños jugaban los domingos. También, contaba con un escritorio, un armario de madera, y un sofá que nunca usé. Vine a Berlín a aprender alemán, pero también con el deseo de ver aquella exposición de fotografías de Sven Marquardt sobre la que había leído en un website de arte contemporáneo alemán dos semanas atrás.

                  – ¿Y? Me dijo Heiko, apoyándose en la pared del hall.

                  -Es todo lo que necesito- dije y saqué los trecientos euros de mi billetera y se los entregué.

                  Los guardó en el bolsillo del frente de su camiseta azul descolorida.

                  -No hay agua caliente -dijo.

                  -¿De verás?

                  -El agua fría es buena para el cuerpo-dijo.

                  -No sabía-dije.

                  -Ahora lo sabes.

                  -¿La van a arreglar?

                  -En el invierno-dijo.

Traía pocas cosas. Tres pantalones y cinco camisetas negras que usaba para todas las ocasiones. Me quité la camiseta, guardé mi ropa en el armario, puse el ventilador del techo a funcionar y me asomé a la ventana. La humedad, pensé. No es el calor, sino la humedad la que me pone de mal humor. El cielo era gris y el aire pesado. Afuera, personas entraban y salían de los negocios de comida rápida que inundaban la calle. Dos hombres fumaban y bebían cerveza sentados en las sillas del un quiosco. Había viajado desde Manchester donde había permanecido los últimos ocho meses, y no fuera porque un amigo inglés me habia relatado por varias semanas sus experiencias psicodelicas en Berlin, seguramente, hubiera viajado a otra ciudad a estudiar alemán, tal vez a un pueblo pequeño en sur de alemania en donde unicamente se hablaba aleman.

Desde joven tuve una cierta fascinacion con las películas de Wim Winders, especialmente con aquellas que dirigió en los setentas, ochentas y principios de los noventas. Sus películas exploran la experiencia de vivir entre dos mundos, tanto geográficos como temporales y conceptuales. En Kings of the Road de 1976 dos desconocidos, -un pediatra recién divorciado y un mecánico de equipos de proyección de cines-, se conocen por coincidencia y se embarcan en un viaje por pequeños pueblos a lo largo de la frontera de las dos Alemanias. Es un Road Film a blanco y negro en donde no acontece mucho, casi nada, en donde los paisajes y las imágenes poéticas sumen al espectador en un viaje en el que emergen los efectos psicológicos y sociales de la división alemana tras la segunda guerra mundial. Sin embargo, fueron Wings of Desire y Faraway so Close las dos películas de Wenders que más me impactaron y que se convertirían en dos íconos cinematográficos de Berlín durante y después del socialismo. En ellas dos ángeles observan la humanidad desde los tejados de los edificios y edificaciones de la ciudad, pero a su vez son consientes de ser invisibles frente a los ojos de los seres humanos. El deseo de vivir una vida como la nuestra y de hacer parte de este mundo imperfecto pero lleno de posibilidades, sueños, decepciones, alegrías, placeres y desaciertos, se intensifica en los ángeles, generando preguntas sobre el significado de nuestra existencia. La primera vez que vi Wings of Desire y Faraway so Close habrá sido a finales de los noventas cuando Berlín todavía se despertaba de su larga división política y económica y las democracias occidentales celebraban con caviar y champagne el triunfo del capitalismo.

El instituto de alemán a donde vine a estudiar estaba localizado en Friedrichshein. Quedaba a solo cuatro cuadras del apartamento, y si bien era cierto que en las clases se hablaba alemán, en los corredores y la cafetería solamente se escuchaba un inglés de todas las partes del mundo. Los estudiantes venían de varios lugares y por diferentes motivos: unos eran escandinavos millonarios, otros mochileros australianos o trabajadores españoles que habían venido a laborar durante el verano al igual que los trabajadores rusos y polacos que habían llegado mucho tiempo atrás a trabajar en las fabricas alemanas. Otros eran estudiantes, como en mi caso, de universidades americanas o europeas que habían venido a aprender la lengua con cierto tipo de ayuda económica de sus instituciones académicas. Otros, eran refugiados que habían llegado de Irak y Afganistán tras abandonar sus países debido a la fuerza bruta de las tiranías de sus países.

Después de cada clase caminaba hasta la estación de metro más cercana para tomar el U8 que me llevaba hasta Alexander Platz, desde donde salía a Unter del Linden y caminaba en dirección a la Brandemburg Tör. Muchas veces me detenía en la entrada de Humboldt University a comprar libros de segunda mano de Engels, Hegel o Lenin que, sin embargo, no leí y quedaron debajo del sofá de la sala del departamento de Heiko Möeller. A veces me perdía en las calles aledañas de los vecindarios en donde me podía encontrar con una vivienda convertida una galería de arte, una casa de marionetas, un teatro o una tienda de antigüedades con estampas, broches, chaquetas y otros objetos de la fallecida Unión Soviética. Otras veces salía del instituto de alemán directo al bulevar Karl-Marx Allee, en donde me ponía a caminar por horas enteras sin destino alguno, observando los edificios de arquitectura estalinista construidos entre 1952 y 1960 por los arquitectos Egon Hartman y Hermann Henselman. Para algunos arquitectos contemporáneos como Aldo Rossi o Phillips Johnson Karl-Marx Allee representa uno de los grandes monumentos urbanos europeos.

Al final de la calle del apartamento había un bar que empecé a visitar despues de mis largas caminatas en la ciudad. La razón por la que decidí visitar este bar y no otro, era el precio del gin and tonic. A diferencia de otros bares del area, con artistas jovenes o ravers de mi edad, el bar parecia como si hubiera sobrevivido la caida de la unión soviética y nunca hubiera cerrado ni siquiera para remodelar o cambiar los muebles. El orinal del baño siempre permanecía tapado, cada vez que entraba  al bar ya habían uno o dos hombres tirados en alguno de los sofás, era uno de los pocos establecimientos en donde la gente fumaba un cigarrillo tras otro. Poco a poco me habitué a la luz palida y difusa del salón, a las discusiones que aveces se formaban entre aquellos para los que este lugar se habia convertido en la razón de su existencia. Aquel bar compartia emociones atrapadas bajo las ruinas del pasado. Las noches y los días de los hombres y mujeres que habían vivido y sobrevivido a la dictadura soviética pero que también habían sido testigos de las falsas promesas de la libertad, se desvanecían entre una y otra botella de cerveza. Hablaban con nostalgia del pasado o con frialdad o algunos simplemente permanecían en la mesa, sin decir nada, leyendo un libro de Tomas Mann, sintiendo el tiempo caminar sobre su espalda, escuchando los hits de Den Harrow que seguramente habían escuchado mucho tiempo atrás, sentados en el mismo lugar, sólo que, en un país diferente, en aquel que había dejado de existir, y que, sin embargo, todavía permanecía en la memoria de ellos como una cicatriz.

Sven Marquardt nació en Berlín del este en 1962, y trabajó como fotógrafo por varios años antes de la caída del muro. Sus influencias artísticas pueden ser encontradas en otros fotógrafos de la Alemania del este como Arno Fischer y Sibylle Bergemann y en el new wave y la escena punk de los ochentas. Sus fotografías a blanco y negro presentan misteriosas geografías humanas de la ciudad en donde se respira una cierta melancolía, pero también un hedonismo y una ruptura con las normas y límites de la sociedad. Tras la reunificación alemana, Marquardt abandonó su trabajo como fotógrafo para laborar por más de diez años en una tienda de zapatos antes de retornar al mundo de la fotografía y convertirse en una figura importante de la escena artística de Berlín.

Siempre me he considerado un tipo más bien tímido que prefiere sentarse en un bar vacío que ir a eventos sociales. En este tipo de reuniones, después de unos minutos mi mirada tiende a dirigirse hacia la ventana más cercana con el animo de encontrar una excusa con la cual pueda despedirme: el clima, la caída de la noche, el trafico, el sistema de transporte. Justo el día que vine a ver la exposición fotográfica de Sven Marquardt me encontré con un evento especial lleno de artistas y críticos de arte. Hubiera preferido haber encontrado el salón vacío en donde la relación entre mi mirada y las fotografías de Marquardt se hubiera llevado a cabo de una manera más íntima. Sin embargo, me quedé a ver la exposición. Compré una cerveza y me puse a escuchar las voces de los críticos explicando el significado oculto de cada fotografía mientras me movía entre los pequeños grupos que se habían ido formando alrededor de las obras y el estante en donde se podía comprar la cerveza. La exposición se llamaba Free Within Limits: Fashion, Photography, Underground in the GDR 1979-89 y presentaba no solamente fotografías de Sven Marquardt, sino que también presentaba trabajos de otros artistas que exploraban la subcultura de la moda en Alemania del este durante la guerra fría.

Estaba interesado en el trabajo artístico de Marquardt de quien había leído su biografía, y quien además de haber construido una exitosa carrera como fotógrafo, se había convertido en una leyenda dentro de la escena rave de Berlín. No únicamente era reconocido por los tatuajes y las grandes argollas de plata en su rostro, sino que también por haberse convertido en aquel que decidía en la entrada del club Berghain, -para la revista Rolling Stone y el New York Times el mejor club de música techno del mundo- quién entraba y quién se quedaba afuera. Miles de personas de todo el mundo habían viajado a Berlín exclusivamente para entrar a este club con la mala fortuna de regresar a sus países de origen sin haber conocido el club. Es difícil saber los motivos por los cuales una persona puede o no entrar. No es el dinero, pues a varios de Hollywood se les ha negado la entrada. No es el genero pues tanto mujeres como hombres han llegado hasta la puerta para encontrar un humillante el club está lleno. Me pregunto qué buscará en el interior de las personas Sven Marquadt para invitar a seguir a unos y no a otros a aquel club lleno de hedonismo construido en una central térmica abandonada de la difunta Unión soviética. Probablemente, sea una conexión especial entre la música, el placer y la ruptura de las normas sociales.

La luz de la sala de exhibición brillaba sobre los rostros, la temperatura había aumentado y todos hablaban como si se conocieran de toda una vida o fueran parte de una misma familia. Tras terminar mi cerveza, una observación irrumpió en mi mente con fuerza: aquellos que disfrutaban de la exhibición, eran idénticos a los cuerpos y rostros de las fotografías de Marquardt. Desde aquel momento mi atención se dirigió no solo a los rostros de las fotografías, sino que también a aquellos de los que estaban presentes en la sala como si el arte y la realidad se hubieran fundido en la sala de exhibiciones. Mi mirada se encontró con los ojos de una desconocida en repetidas ocasiones. Eran la mirada cauta de una mujer de pelo negro, corto, de unos cuarenta años. Lucía un vestido de lentejuelas, holgado cuya espalda dejaba al descubierto y un collar plateado en forma de cascada. Tenia tatuada un sol místico atravesado por una espada en su brazo derecho. No supe si me miraba con sorpresa pues a medida que el tiempo pasaba se hacía mas evidente que yo era el único que no pertenecía a la familia de artistas y críticos que por algún motivo habían decidido reunirse justo hoy. Terminé mi segunda cerveza y abandoné la exhibición. Me senté en una estructura de cemento en la entrada del museo. Una luna desmedida resplandecía en el cielo claro de la naciente noche. Pensaba si debía regresar a la casa a pie o en el metro. La mujer del vestido de lentejuelas salió con un cigarrillo apagado en la mano. Lo encendió. Le pregunté cómo le había permanecido la exhibición. Hablamos sobre las fotografías mientras ella se terminaba su cigarrillo. Me explicó que celebraban el cumpleaños de uno de los artistas pero que el salón había permanecido abierto al público. Me dijo que me parecía a uno de sus colegas de Turquía. Nos despedimos cuando terminó de fumar. Eso fue todo. Me decidí por regresar caminando al vecindario. Las terrazas de los restaurantes estaban llenas. La música de los autos y el sonido metálico del metro que atravesaba la ciudad sin descanso se fundían en una polifonía. Gente entrababa y salía de los bares. Grupos de mujeres y hombres jóvenes bien parecidos, vestidos de negro, caminaban con cervezas en sus manos en dirección a los clubes. Los cuerpos se preparaban para una nueva noche. Pasé por el frente del bar de los gin and tonics baratos, me detuve y miré al interior a través de la puerta abierta. El camarero levantó su mirada atrás de la barra mientras enjuagaba los vasos en el lavaplatos: ¡Hallo! dijo. Entré al recinto, compré un gin and tonic, y me senté junto a la ventana.

Tres años después regresé a Berlín con mi expareja. La última noche vinimos a este mismo bar por una copa. Nada había cambiado. El camarero se acordaba de mí. Cada vez que pienso en Berlín, no puedo dejar de pensar en aquellos hombres y mujeres del bar de los gin and tonic baratos para quienes su país de origen había dejado de existir mucho tiempo atrás y cuya única patria que les quedaba era este lugar.

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