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Faustina Kowalska

  En el avión, a mi lado, dos personas llevan una mascarilla con una leyenda católica. Se sientan y se presentan. Ella es Lucrecia y él, Ricardo. Ambos son misioneros. Al principio no les presto atención. Estoy pendiente de un mensaje en el celular. Pronto, Lucrecia me habla del clima y de la posible lluvia en nuestro lugar de destino. Ella está visiblemente nerviosa. Les cuento que quiero ver la cordillera de los Andes. Ricardo me dice que es un espectáculo maravilloso y que lo tengo que disfrutar.

   El avión se acomoda lentamente para su posición en el despegue y yo me asomo a la ventanilla. Les cuento que estoy un poco inquieto porque debo hablar por Skype con una amiga enferma desde el aeropuerto de Santiago de Chile y no sé si tendré wifi. Ricardo quiere tranquilizarme: dice que sí, que el año pasado había wifi y que es muy probable que sea gratis.

   Volteo hacia la ventanilla y contemplo el espacio exterior. En un instante vuelvo a mirarlos y reviso el pasillo. Una azafata reparte unos paquetitos con auriculares. Lucrecia sonríe y me cuenta que tiene miedo a los aviones, que sólo se sube porque va a misionar. «Lo hago por Dios», agrega.

   Le pregunto si tiene vértigo y me dice que no. Le cuento que yo sí tengo vértigo y que curiosamente no tengo miedo a los aviones. Le digo que es curioso el fenómeno ya que mi cuñada no tiene vértigo y sí tiene miedo a los aviones. Lucrecia se ríe, frenética, y agarra la mano de su esposo, se aferra a ella. El avión empieza a correr en la pista. Lucrecia tiene una incipiente mueca de horror en el rostro. Trato de no mirarla pero es en vano. Sigo los movimientos de su cara durante el despegue. Cuando el avión ya está en el aire, ella saca de su mochila un libro pequeño, algo parecido a una libreta. Empieza a rezar y su murmullo circula a mi lado como un mantra. Ricardo le pide el libro y ahí puedo ver la tapa. Sin disimulo leo el nombre del autor. Alcanzo a divisar que tiene la imagen de Cristo. La figura de Jesús lanza dos chorros de luz. Uno de los rayos es rojo y el otro blanco. Lucrecia me dirá después que uno es la pasión de Cristo y que el otro es la misericordia.

   Pregunto si estamos cerca de la cordillera. Ricardo se levanta apenas de su butaca y observa por la ventanilla. El ángulo no le permite ver mucho. Igualmente dice que falta un poco. Saco una novela de mi bolso y paso las páginas para distraerme. Lucrecia está un poco mejor y se dedica a su librito. Lee. Lee para sí misma. Dejo mi novela en el bolso y percibo que ella quiere llamar mi atención. Me dice que viajan a Lima y que después hacen nueve horas en un bus para llegar a una localidad en el interior más humilde de Perú. Llevan la palabra de Dios. No es cualquier palabra. Es la que Dios le dijo a una monja polaca en la primera mitad del siglo XX. Ella se llamaba Faustina Kowalska.

   En el centro del relato de Lucrecia, el avión pasa por la cordillera: diviso los picos marrones y algunas cumbres blancas. Un enorme cúmulo de nubes dibuja la forma del cielo y tapa el espectáculo de la cordillera. Lucrecia mira hacia el exterior y comenta que es el espectáculo de la magnífica creación de Dios. Luego da una detallada explicación teológica sobre la coronilla con la mano puesta en el libro de Kowalska. El librito reúne frases tomadas del diario de la monja. Enfervorizada, Lucrecia habla de la vida pobre de Kowalska: fue analfabeta y muy humilde y sembró la palabra divina entre los polacos iletrados. Lucrecia dice que Dios se expresa a través de las personas marginales para mostrar su poder.

   Giro mi cabeza y compruebo que los últimos picos blancos de la cordillera escultural están envueltos por los vahos velados de las nubes.

   El avión hace una pirueta en el aire húmedo y helado. El avión está sostenido por la mano de Dios, sostiene Lucrecia. Y pienso que, quizás, tiene razón. El cielo enrarecido por el cúmulo de nubes parece la mayor puesta en escena de Dios. Cuando el avión se inclina para encontrar el sitio del descenso, veo en una de las nubes la imagen espectral de una mujer alta. Condicionado por la pasión de Lucrecia, imagino que es la monja Kowalska, la santa polaca. Entrecierro los ojos y creo ver que la imagen hace un desplazamiento con el brazo. El éxtasis me invade. Primero pienso en contar lo que veo pero rápidamente cambio de idea, no digo nada. El avión modifica su posición y se dispone para el aterrizaje.

En la sala de la aduana, busco a los misioneros en la fila y no los encuentro. Se han esfumado, como el difuso perfil de Kowalska entre las nubes.

 

 

 

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