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Escribo, luego no leo

Es un fenómeno que se está dando desde hace algún tiempo en mi país y está relacionado con el deterioro de la cultura. La cultura, como el pensamiento crítico, está en horas bajas, no interesa al sistema. Hay una voluntad deliberada de acabar con la enseñanza de las lenguas clásicas, la filosofía, la historia de la literatura y del arte, la historia en sí misma, para vanagloria de los estudios técnicos. El mundo empresarial necesita peones preparados para desarrollar sus funciones y que sean sumisos, piensen lo menos posible.

Los índices de lectura en España son de los más bajos de Europa. Nunca fueron altos y echar la culpa a la dictadura franquista y al clima benévolo no arregla las cosas. Estamos a años luz de países como Francia o Alemania. Lo advierte uno nada más cruzar la frontera. Si soy poco conocido en España, en Francia prácticamente soy un desconocido pero ello no es óbice para que en los festivales y ferias en los que participo se acerquen numerosos lectores a interesarse por mi obra, comprarla y que se la dedique. Esto no ocurre en mi país. Los datos son tan alarmantes como la progresiva desaparición de los glaciares por el cambio climático o el deshielo de los polos que obliga a los osos blancos a invadir islas de Rusia. Si hace treinta años, cuando empecé a publicar, que no a escribir, las ediciones eran de diez mil ejemplares, y se vendían, ahora que te impriman 600 ejemplares es una cifra considerable.

Pese a todo lo dicho, si uno se da una vuelta por las librerías puede comprobar que se publica mucho, cada vez más, aunque las tiradas sean muy reducidas. Y que se publican todo tipo de libros y publica todo el mundo. El fenómeno, como siempre, viene importado de Estados Unidos. Allí se cumple casi a rajatabla eso de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Escriben libros los abuelos, cuando están a un paso de despedirse de la vida, para que los recuerden sus nietos, o aventureros cuentan sus experiencias como conductores de camiones por Alaska, por ejemplo. Escriben y publican personas muy alejadas de lo que es la creación literaria.

Estuve hace unos meses en una fiesta literaria que me sorprendió mucho, relativamente. Se fallaban unos premios y la librería estaba realmente a reventar, y eso no es normal porque a las presentaciones de libros en mi país, salvo que sean autores mediáticos, no suele ir nadie. La gente que abarrotaba la librería no cabía en ella y muchos estaban en la calle. Lo sorprendente fue cuando me enteré de que esa muchedumbre, que perfectamente podía cifrar en unas doscientas personas, era de escritores. Sí, doscientos escritores, o eso creían ellos, que se autopublicaban en una de las muchas editoriales de autopublicación que están emergiendo como hongos. Y allí, en la librería, estaban sus doscientos libros publicados que, lógicamente, no se vendieron, porque ellos escribían, no leían. Y tampoco es que le importara mucho a la editorial cuyo rentabilidad era la de publicar, no la de vender.

Como miembro ocasional de algún jurado literario me ha tocado leer originales que optaban al premio. Detecto en casi todas las novelas, que debo abandonar a las primeras páginas, que el autor no ha leído. Muchos de ellos vienen de los talleres literarios que se imparten para crear escritores. Se olvidan que para escribir, ser considerado escritor, tiene que haber talento, innato muchas veces, y oficio, y que la mejor forma de adquirir oficio es sencillamente leyendo, leyendo y leyendo.

El niño que hace mucho tiempo fui, era un lector compulsivo. Pasar el día entre las paredes de una biblioteca y devorar las novelas de Julio Verne, Emilio Salgari, Zane Grey, Jack London y Robert Louis Stevenson era mi jornada ideal. En la adolescencia devoré los clásicos griegos, romanos, la literatura rusa del XIX, la francesa, la alemana. En la Universidad descubrí la riqueza del boom latinoamericano y del realismo mágico. Somos lo que comemos, pero también lo que leemos. Y muchos de los que redactan libros no han leído uno en su vida.

 

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