La escritora Keila Vall de la Ville es una venezolana de New York. Desde que dejó Caracas adoptó la ciudad norteamericana como su hogar. Desde allí escribe y realiza su exquisito “Jamming Poético” que reúne a artistas procedentes de distintas latitudes para inyectarle belleza al mundo. Este mes la autora de Los días animales –una novela que arma el rostro de la narrativa venezolana actual– se suma al catálogo de la editorial SED. Esta vez, Keila publica De Cuando Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami, un libro sobre la ciudad que ama.
Las crónicas reunidas en el volumen reflejan el espíritu incansable de New York. Keila Vall de la Ville es testigo y protagonista de estos textos inteligentes que retratan una ciudad que se revela nueva y eterna para el lector. De este modo, De Cuando Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami está signado por la ironía, la sensibilidad y el detalle luminoso.
Autora de la novela Los días animales (2016), International Latino Book Award 2018; los libros de cuentos Enero es el mes más largo (2021), Ana no duerme (2007), finalista Mejor Libro de Cuentos Concurso de Autores Inéditos Monte Ávila Editores, Ana no duerme y otros cuentos (2016); y el poemario Viaje legado (2016). Antóloga de Entre el aliento y el precipicio. Poéticas sobre la belleza en versión bilingüe (in press), y co-editora de 102 Poetas en Jamming (2014). Su trabajo aparece en antologías americanas y europeas de ficción y no ficción. Es Antropóloga (UCV), MS Ciencia Política (USB), MFA Escritura Creativa (NYU), MA Estudios Hispánicos (Columbia University). Sus colaboraciones pueden leerse en diversos medios digitales.
Contáme de las crónicas de De Cuando Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami.
Las crónicas de este libro nacieron de la necesidad de dejar registro de momentos-estallidos de la vida cotidiana de New York City, que por suerte presencié y que una vez registrados hallaron conexión con algo más –una canción, un recuerdo, un libro o un poema, una noticia leída en el periódico, una experiencia íntima que trasciende mi mundo personal y muestra cierta dosis de universalidad– y que se conviertieron en pequeñas historias, artefactos raros de varias caras. Yo no tengo auto, todo lo hago andando, camino o corro, o en monopatineta. Tengo una bici que uso poco porque su ritmo y la distancia que establece entre mí y el mundo no me complace. Voy siempre mirando alrededor, donde sea que esté. En un bar, en el subway, en un restaurante o el supermercado. Soy curiosa. Soy capaz de dejar una conversación en el aire durante segundos por enfocarme en algo que ocurre a mi alrededor, digamos en la mesa contigua en un restaurante, en un tramo del recorrido del subway. Mi atención es fluida. Apunto una frase o dos en mi libreta o en las notas del teléfono, o si no llevo lentes (cuando corro), dejo un mensaje de voz. Ese mensaje queda allí y ocurre que el devenir misterioso de las cosas me lleva a hallarle par. Esas historias son como guantes abandonados. Puede ser que al despertarme en la madrugada logre “ver” algo y entender qué fue lo que de aquel momento callejero me impactó. Que surjan relaciones, o que se hagan evidentes. Entonces me siento a escribir. A emparejar esos guantes abandonados. Escribir crónicas es compartir un cierto ardor ante las cosas de la vida. Es conmoción pura. Estallido.
¿Qué significa New York para vos?
Es la ciudad que me recibió cuando salí de Venezuela con mi familia, y que nos dio la oportunidad de rehacer nuestra vida. Es la ciudad en la que han crecido mis hijos. Mi casa es venezolanísima, pero ya yo “soy de acá”. O este sitio es mío, y cuánta generosidad ha de ofrecer un lugar para que siendo extranjera lo sientas propio. Mis hijos unos chicos venezolano-neoyorquinos. Así mismo New York es la ciudad en la que yo, de cierto modo, crecí. Llegué acá recién entendiendo que soy escritora, recién despojándome del miedo y los prejuicios ante la posibilidad de verme a mí misma así, y abrazando la responsabilidad y el precipicio que esto implica. Acá me entregué. Esto es enorme. Descubrí que escribir es mi vida y esta toma de conciencia y este salto, aunque responden a mi propio recorrido profesional y hubiese ocurrido en cualquier lugar, es inseparable de mi emplazamiento y mi noción de pertenencia. Podría haber sido Reikjiavik. Roma. Madrid. Ciudad de México. Pero ocurrió acá. Le pertenece a este sitio. Esta ciudad –este país, pero esta ciudad, que es única en el mapa estadounidense y que es la que me recibió– me recordó también que no soy nadie. Cuando estás en tu país tienes relaciones construidas a lo largo de los años, una historia te precede y te avala. Acá no tenía a nadie, y como muchos inmigrantes tuve que empezar de cero. Trabajo mucho para establecerme. Estoy muy agradecida con New York por su receptividad, enamorada de ella, pero también me hace trabajar duro. Mi existencia acá es periférica en todo sentido, no tengo una “vida neoyorquina”. Soy una mujer inmigrante, de inglés imperfecto, que trabaja desde su casa, descansando lo mínimo y guardando poco para después. Cuido a mis hijos y establezco rutinas alrededor de ellos y de las responsabilidades del hogar, pero también y cada vez más, ahora que los pequeños ya no lo son, alrededor de mi trabajo. Los libros no se escriben solos. Así que yo lo que más hago en Nueva York es trabajar. Salgo poco. Eso sí: cuando salgo lo hago andando, recorriendo las calles en una escala cercana, y devorándome el mundo con los ojos y con la intuición. Si no fuera escritora sería fotógrafa.
¿Encuentras en alguna esquina de New York algo de Caracas?
¡Caracas se vino conmigo! Está en mí. Caracas es la ciudad que me hizo, la llevo a todos lados. Cada quien filtra el lugar en el que se encuentra a partir de las memorias primarias, del sitio en el que los momentos formativos de su vida ocurrieron. Así que New York, esta ciudad que llamo mía, está hecha de Caracas. No surprise there. Es quizás justamente la porosidad de la noción de lugar lo que convierte a esta metropolis en un lugar tan caraqueño. Ahora: ¿un lugar en particular? Diré que en Columbus Circle descubrí un puestito de comida venezolana que vende tequeños y un día llevé allí a mi hijo mayor, que para entonces tendría unos diez años, a comerse una arepa. Las preparo siempre en casa, claro, pero esto fue especial, y yo no imaginé cuánto hasta que lo vi ordenando. Sus ojitos asombrados ante la oferta luminosa y pidiendo una rellena de caraotas (frijoles) negros, carne mechada (shredded beef?), tajadas (plátano frito) y queso blanco. La arepa era más grande que él. No pensé que se la comería, no pensé que lograría moderla siquiera. Pero no solo fue capaz, sino que a medio camino se puso de pie sin decir palabra, fue hasta el mostrador, dijo algo a la persona tras la caja y regresó victorioso con un tenedor en la mano para comerse el relleno esparcido en el plato. Se la devoró. Yo en tanto tomaba fotografías, muerta de risa y de ternura y de nostalgia. Bueno, ese sitio rodeado de locales vendiendo bubble tea, chocolates veganos, capucchinos y hotdogs, para mí es un sitio caraqueño. Otro sitio caraqueño de New York City es la enorme piedra de Riverside Park donde celebramos el segundo cumpleaños de mi hijo menor. Llevamos en patineta el pastel, los platos, una manta y los globos. Y allí en ese lugar que volvimos único, rodeados de verde y acompañados de los abuelos que vinieron de visita, cantamos cumpleaños. No cumplíamos aún un año acá. Ese sitio me pertenece, con ese ritual lo inauguramos y es caraqueño. Otra esquina caraqueña de New York City es más bien un momento cíclico. Me gusta celebrar fiestas y bailar en mi casa, y cuando lo hago regreso a la casa en la que crecí, a la casa familiar en Colinas de Bello Monte –qué bello nombre, ¿cierto?– a los brazos de mis amigos y amigas de la universidad o de La Guairita, el parque de escalada en rocas que visitaba a diario, ¡o de mis papás!, que también son fiesteros y ahora viven en los Estados Unidos. Nosotros bailando Maelo, Willy Colón, Soda Stereo, Rubén Blades, Depeche Mode, Orbital, Nine Inch Nails sobre aquel piso de granito tan cincuentero. Mi casa entonces se convierte en una esquina de Caracas, aunque acá el piso sea de madera y a través de la ventana no pueda ver el cerro El Ávila. Mi identidad es inseparable de la ciudad en la que crecí.
¿Qué cronistas sueles leer?
Mi escritura se alimenta de todos los géneros literarios, me gusta leer autores empecinados en bajar al fondo de las cosas y conectar con la fibra humana desde lo más pequeño. Intento aprender de ellos. Yo no creo, o no es que no creo: no me es útil la división entre géneros. Salir a la calle, contar una experiencia de vida, entrevistar íntimamente a alguien y contarlo con un contexto cálido, solo tiene sentido si viene alimentado y creado y forjado desde un lugar íntimo. Leo de todo. Hay poemas que son crónicas y crónicas que son poemas. Justo ahora estoy organizando la próxima sesión de mi taller de escritura, y he escaneado páginas de Sam Shepard, Igor Barreto, Nick Cave, Ernest Hemingway, Elisa Lerner, Natalia Ginzburg, Juan Villoro, Leila Guerriero, Charles Baudelaire, Virginia Woolf, Joan Didion. No pretendo que estos que menciono sean “la referencia”. Algunos de ellos se dedican a la crónica. Otros son poetas, músicos, periodistas, autores de ficción.
¿Cómo fue el proceso de escritura de Enero es el mes más largo?
Yo suelo escribir varios libros a la vez, no es algo que busco, pero me ocurre. Una cierta intención al mirar va acompañando cada proceso, un lenguaje particular toma posesión de cada libro, y esas miradas y esas formas van fluyendo en simultáneo. Comparten un aura, no un tema o un género, más bien un momento. Sin buscarlo yo y sin pretenderlo ellos, cada libro se vuelve oxígeno para el otro. Porque voy de un proyecto al siguiente en continuo. Cuando un proyecto deja de fluir lo dejo descansar y me dedico al siguiente, al que me esté hablando al oido. Así voy. Yo necesito escribir para organizar mi mundo, escribir siempre. Además vivo sintiendo que el tiempo es muy corto, la vida pasa pronto, termina en un, diré: santiamén. No hay tiempo qué perder. En este caso, escribí el libro de cuentos Enero es el mes más largo mientras trabajaba el de crónicas De Cuando Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami; mi segunda novela, titulada Minerva; y mi segundo libro de poemas, Perseo en Si bemol. Esos libros son súper distintos entre sí, no solo en virtud de sus géneros literarios particulares sino de sus inspiraciones, refrencias, ritmos, feeling.
Para mí una colección de historias breves es un conjunto de microuniversos. Como autora das forma a cada uno de esos pequeños e imperfectos conjuntos de totalidad ofreciéndoles a la vez una cartografía mayor que los abarca, que los conecta, que explica sus relaciones: el libro. ¿Qué hay en la cartografía de Enero es el mes más largo? ¿Qué constituye esos universos microscópicos? Nociones y experiencias como la inmigración y el desarraigo, la memoria como identidad, como pasaje al cruzar puentes entre lo que fuimos y vamos siendo. La multiplicidad de acentos y tensiones que supone la diversidad humana. La vida urbana, me fascinan las ciudades, cada ciudad si a ver vamos es un micro-universo también. El Amor con a mayúscula, que puede incluir pero trasciende lo romántico. El sentido del humor, un código que me inquieta y fascina por su poder empático y a la vez por su manera de poner en evidencia incompatibilidades. Creo que en mis cuentos hay una disposición al asombro. Los seres humanos somos una especie desconcertante, deslumbrante. Yo tengo cada vez más preguntas. Nos veo muy mal, honestamente. En este libro, volviendo a Enero… me refugio en el juego, en la liviandad, en lo fascinante que supone estar vivos y tener la potestad de re-crearse es decir volverse a crear, cada día, cada vez, cada año, en cada ciudad, pero no desde la inocencia o desde la ingenuidad, sino desde el lugar de quien no tiene escapatoria, de quien se aferra a la vida porque no le queda otra, y lo hace desde el amor.
¿Por qué elegiste ese título para el libro?
Porque Enero es interminable. Jajaj. El libro toma el título del de uno de sus cuentos. Una historia sobre una mujer despechada a la que se le fracturan las costillas al recién mudarse a su apartamento nuevo, el apartamento en el que inaugura su nueva vida de soltera, o de separada, durante el mes de enero. El despecho, la fractura, el invierno y la espera, cristalizan en una investigación musical que le permitirá terminar de sumergirse en el sufrimiento durante ese mes, y así al fin, convertida ella misma en canción (es así, lo logra con método), curarse.
El relato que da nombre a la obra retrata la separación de una pareja, algo que habías descripto muy bien en Los días animales. ¿Qué te atrae de las rupturas sentimentales como tema literario?
A mí todo lo que me inquieta en la vida me atrae como tema literario. Todo proceso de transformación me atrae como tema literario. Más que en el tiempo lineal yo creo en los ciclos, siento que la vida está hecha de círculos interconectados. A raíz de una ruptura amorosa, pero también de una muerte, un nacimiento, cualquier proceso de creación o de decaimiento de algo que importa, es posible comprender algo de la propia existencia, reflexionar y descubrir algo sobre sí misma. Durante un viaje a algún lugar lejano y exótico, tanto como en un recorrido a lo largo de una autopista en apariencia infinita, en una sala de espera de un hospital o en una sala de embarque en un aeropuerto, puede que proceses una verdad antes oculta. Eres una persona antes, y otra después dee esos momentos que te permiten ver. Hallo interés en todos estos temas. A fin de cuentas, una historia debe, o eso quisiera yo, hablar sobre esos momentos de claridad y transformación, y generar también momentos de transformación en quien la lee.
A través de “Todo en esta vaina es un flash” hablas, entre otras cosas, de la descomposición de Venezuela cuando comparas el Parque Central Caracas de ayer con el de hoy, ahora plagado de ladrones y prostitutas.
Sobre ese cuento puedo comentar muchas cosas porque de allí se origina una de las novelas en las que estoy trabajando. La juventud es descuidada, no le tiene miedo a nada, no mide consecuencias. Parque Central es un centro urbano construido en la Venezuela de los 70, una ciudad dentro de la ciudad de Caracas, con museos, bares, cafés, restaurantes, tintorerías, tiendas de mascotas y peluquerías, zapateros y tiendas de zapatos. Representó una oferta, una visión de futuro. Sus edificios fueron durante mucho tiempo los rascacielos más altos de Suramérica. Y los apartamentos, propuestas arquitectónicas súper novedosas. Debido a su ubicación, ofreció una cierta permeabilidad social que hoy en día no es tal. Esta cápsula que siempre fue concentrada y fascinante, hoy en día es una zona roja. Así es que el futuro nunca llegó, la esperanza de los venezolanos durante el siglo XX se pauperizó, nuestra idea de progreso se volvió peligrosa, nuestra visión de éxito colapsó. Esta es la historia de fascinación y amistad entre dos punks enamorados, reyes invisibles de la noche caraqueña, que viven allí, en ese lugar, en los 90, cuando aún la decadencia no ha ocurrido, pero comienza a intuirse.
Tanto en “Enero es el mes más largo” como en “Lighthouse” hay referencias a varias canciones. Cuéntame tu relación con la música.
Yo soy una rocola ambulante. No tengo filtros ni géneros predilectos, por lo contrario, me fascina investigar compositores o bandas nuevas, y que uno me lleve a la siguiente, hallar conexiones, y solo me guío por lo que encuentro interesante, por lo que me despierta sensorialmente, por lo que mueve mis células. La música despierta los latidos. Así que si es buena, me toma. Así que sin proponérmelo vivo preguntándome, elaborando, suponiendo genealogías, hallando paralelos, influencias, buscando generaciones espontáneas pero similares y obsesionada por sampleos. El coro de esta canción está en este sampleo, la guitarra en esta banda me lleva a tal otra. Mi memoria musical es mucho mejor que la literaria, así que estoy condenada a hacer esos saltos obsesivos, por ejemplo de Cerati a Iggy Pop, a Meat Beat Manifesto o a The Beatles. Cerati era, entre otras cosas, un máster del sampling. Si doy con un momento así, con similitudes entre riffs de guitarra, o con una misma batería, un coro, hasta que no descubro de dónde fue tomado ese momento, ese aire, no me quedo tranquila. Entonces, porque mi cerebro es este parque de diversiones musical autónomo, muchas veces al imaginar un personaje sé qué música está escuchando, o cuáles son sus gustos, qué hay en sus playlists. Qué necesita escuchar esta mujer para sentirse más triste, o esta otra para volver a casa. ¿Le gusta bailar? ¿Bailará salsa o reggaeton? Cosas así. Yo sueño con canciones. Y no todas me gustan.
En una historia el narrador dice: “quise ser una canción”. Variando un poco la afirmación ¿qué libro te hubiera gustado ser?
Me hubiese gustado ser Claro del bosque de María Zambrano, o Eros, The Bittersweet de Anne Carson, o Grace and Gravity de Simone Weil. Son libros misteriosos a los que siempre vuelvo, no porque los tenga digeridos, controlados, justamente por lo contrario. ¿No somos un misterio para nosotros mismos siempre? ¿Fuentes inagotables de información fluctuante? Mi relación conmigo es cambiante y requiere de atención y receptividad ante el cambio, aceptarme en falta, siempre en falta. Quiero reconocerme incompleta para siempre hacer espacio a lo que está por venir. Estos libros o estas miradas adorables y profundas me ayudan a recordarlo. También me gusta mucho el silencio. Me hubiese gustado ser un libro de fotografías de Julia Cameron.
Ana no duerme incluía narraciones más cortas que en la forma tenían cierta familiaridad con el cuento latinoamericano. Ahora siento que las historias son un poco más largas y se emparentan con el relato norteamericano.
Un cambio ocurrió, no radical, porque creo que en Ana no duerme estaba la semilla de esto. Pero ahora me detengo con más intención en la acción e intento mostrar la forma de ser, de ver, de los personajes, a través de su movimiento en el mundo. Disfruto y encuentro fundamental explorar los detalles importantes de la personalidad y manifestarlos en mis historias. Pero esto no se describe, hallo la descripción de la personalidad muy tediosa. Me gusta leer, y me reta escribir, sobre los mundos íntimos desde la acción. Porque es así como conocemos a las personas en la vida real. Los seres humanos no vienen con un manual de instrucciones: yo soy así, siento así, y reacciono de esta manera, mucho gusto, un placer conocerte. Por lo contrario se van mostrando. Busco entonces mostrar solo lo relevante y de manera progresiva para que puedan ser vistos por quien sujeta el libro en las manos, poco a poco. Reacción a reacción. Sin decir de más. Por otra parte, intento la pulitura, el lenguaje directo y sin rebusques pero poético en tanto limpio y amoroso. Es probable que la inquietud por tensar los materiales al máximo me acerque al cuento norteamericano. Me interesa muchísimo el realismo, un realismo que no reniega de la fantasía, de lo extraño, de lo misterioso. Que por el contrario lo invita y lo menciona. Porque para mí la realidad está hecha de esos elementos. Además, amo las oraciones cortas, y los puntos y seguido.
¿Cuál fue la historia que más te costó escribir?
La historia del faro. Me costó mucho porque me entristecía. Me sigue entristeciendo. Su primera version nació a raíz de una invitación a colaborar en un blog que en esa oportunidad convocaba a escribir sobre faros. Y nació de recuerdos muy personales. Enlazar ambas cosas, ambas referencias, fue un súper reto. Me encantó escribirla, pero no fue fácil. Tan es así que nunca lo envié al blog en cuestión. Después de dejarlo guardado me propuse revisarlo con la mente fría. Entonces exploré mucho, lo emotivo y cercano permaneció, claro, pero en diálogo o ecualizado con el trabajo de investigación. Aún dos días antes de entregar la versión definitiva a la editorial no sabía si incluirlo o no. De hecho en la carpeta Enero es el mes más largo de mi computadora tengo una “versión final” en la que ese cuento no está.
¿Tienes alguna rutina de escritura?
Me despierto temprano. Por lo general entre cuatro y cinco de la mañana. Usualmente a esas horas de silencio produzco el trabajo más concentrado, más espeso, que luego editaré durante el día o los siguientes días. Si la madrugada no es propicia para escribir, porque somos cambiantes y no siempre logramos lo que queremos o no siempre nos está dado hacer lo que creíamos debíamos hacer, investigo, leo. Trabajo concentradamente en la madrugada y la mañana, y luego durante el día todo lo posible cada vez que sea posible. Y lo hago con emoción, no me resulta estrestante. Por lo contrario: si no trabajo entristezco. Mi día está dedicado también a compartir mi trabajo. Las pausas en social media son innegables, me permiten conectarme con viejos y nuevos amigos escritores, con lectores, con amistades. Esto como autora independiente es bien importante, y como inmigrante, más. Además tengo dos hijos y un perrito, y me encargo de la vida doméstica. Es por eso que aquellas horas de la madrugada y la mañana son clave. Por otra parte, me hace falta moverme para pensar mejor y contenerme. Esto lo descubrí a raíz de mi experiencia como escaladora y me sorprendió, pues vengo de una familia más bien intelectual y con muy poco interés por el deporte. Ahora que me conozco mejor, sé que un break luego de las primeras cinco horas sentada para correr, remar, hacer yoga, o sencillamente caminar en mi ciudad, me hace bien. Leo varios libros a la vez, de distintos géneros siempre, y no me preocupa el ritmo de lectura. Ahora que pienso, creo que más que una rutina tengo una anti-rutina de escritura. Descanso poco, eso sí. Rara vez estoy cansada.
¿Qué debe tener un buen cuento?
No lo sé. Solo sé que si el cuento es bueno, te atrapa. Los ingredientes responsables del efecto varían: una historia interesante, personajes capaces de generar empatía, una narración limpia en la que cada elemento tenga su razón de ser, el uso de imágenes literarias poderosas, un ritmo seductor. Un lenguaje impecable. No lo sé. No todos los cuentos tienen todos estos elementos. No conozco fórmulas. No me interesan tampoco. Yo no sigo recetas, ni siquiera en la cocina. Y detesto los manuales de instrucciones. No los sé leer. Me pierdo.