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ENTREVISTA CON EDURNE PORTELA: «En contextos de violencia siempre hay voces de mujeres valientes y comprometidas que toman la palabra en público».

Edurne Portela (Santurce, 1974) tenía un largo historial académico en los Estados Unidos cuando lo dejó todo para publicar El eco de los disparos: Cultura y memoria de la violencia (Galaxia Gutenberg, 2016), y conmocionar a la opinión pública y los círculos culturales por sus finos y certeros análisis sobre la violencia en Euskadi y la connivencia que desarrolló la sociedad vasca con ella. Después vendría Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg 2017), que desde la ficción trata del óxido corrosivo que se adhirió a las familias que quedaron salpicadas por esa violencia en Euskadi. Hasta la fecha, ha escrito dos novelas más: Formas de estar lejos (Galaxia Gutenberg, 2019) que se acerca a la violencia de género desde una perspectiva psicológica y Los ojos cerrados (Galaxia Gutenberg, 2021), Premio Euskadi de Novela en lengua castellana 2022, que nos devuelve a los fantasmas del conflicto social que conllevó la Guerra Civil española.

     El peso del análisis cultural de Portela en torno a Euskadi ha ido cobrando cada vez mayor importancia en esta serie, por cuanto llegó el momento en que se hacía inaplazable conversar con ella para puntualizar los contenidos de su trabajo por lo que respecta a la violencia, y por lo que respecta al País Vasco, desde la literatura, que es de lo que trata esta serie. Vaya por delante el agradecimiento de quien esto escribe para con la autora. A continuación, el resultado de esa conversación.

     CARLOS GÁMEZ (CG): La primera pregunta que querría hacerte está relacionada con El eco de los disparos, pero no con el contenido de tu ensayo, sino con la fecha de publicación, septiembre de 2016, unos días después de Patria, la celebrada novela de Fernando Aramburu. En esta serie hemos tenido la oportunidad de conversar con Iban Zaldua, que anteriormente había realizado una crítica muy detallada y concisa de la novela, publicada en ctxt, mostrando los errores de ese supuesto realismo del que se habló en el momento de la promoción de Patria. Teniendo en cuenta las críticas que en el ensayo viertes sobre otro libro de Aramburu: Los peces de la amargura, me gustaría saber tu opinión sobre la novela, y si la hubieras introducido en el ensayo si este hubiera salido publicado un año más tarde, aunque no tendría por qué. Pero también querría conocer tu opinión sobre el fenómeno mediático que se generó tras su publicación.

     EDURNE PORTELA (EP): En el prólogo a la cuarta edición de El eco de los disparos me refiero a esta cuestión. No ha cambiado mi apreciación desde entonces, así que te respondo con las mismas palabras. En el plano de la representación del «conflicto» ha surgido un libro que definitivamente ha marcado un antes y un después en la literatura sobre el problema vasco, no porque fuera el primero en tratar el tema, como demuestro en este libro y como escribió, de forma más exhaustiva, Iban Zaldua en su excelente ensayo Ese idioma raro y poderoso. Tampoco lo marca, en mi opinión, por su contribución a ampliar el conocimiento sobre el tema, sino por la repercusión mediática y social que ha tenido. Me refiero, por supuesto, a Patria, de Fernando Aramburu. Con veinte ediciones y más de medio millón de ejemplares vendidos, Patria se ha convertido en la novela de referencia sobre la violencia en Euskadi. El eco de los disparos se publicó una semana después que esta novela, por lo cual no incluí un análisis de la misma en este libro. Sí lo hago de su colección de relatos Los peces de la amargura. Creo que en Patria Aramburu desarrolla, magnificadas y ampliadas, las mismas estrategias narrativas que en aquellos relatos con un resultado similar: una visión simplificada de la realidad en aras de la defensa de una tesis. Sus personajes actúan guiados por esa tesis, dentro de una narración melodramática que potencia una versión maniquea y sin matices de la historia. Su éxito radica, precisamente, en que es una novela que tranquiliza conciencias: por un lado, confirma todos los prejuicios que los lectores puedan tener no ya sobre ETA y los terroristas, sino también sobre su entorno, el nacionalismo, las terribles madres del supuesto matriarcado vasco, nuestros pueblos hostiles, los escritores euskaldunes, y un largo etcétera, y por otro lado resuelve el conflicto (personal y colectivo) a través de un abrazo conciliador que pone el punto final a la historia. En las primeras páginas del libro explico mi selección de textos y películas que han tratado el tema vasco y por qué no pretendo hacer un análisis exhaustivo de toda la producción cultural relacionada con dicho tema. Es una selección en parte subjetiva, en parte basada en unos criterios muy específicos que Patria no cumple, por lo que no considero oportuno hacer aquí un análisis más detallado de la novela de Aramburu, a pesar de su éxito de crítica y comercial.

     CG: Llegas hasta ese ensayo desde los estudios culturales, después de trabajar muchos años en la representación de la violencia en la literatura latinoamericana, pero no en el caso vasco. ¿Cuándo surge la voz interior que te empuja a relatar tu experiencia con la violencia en el País Vasco?

     EP: Fue a partir de un encuentro con Paddy Woodworth y de la lectura de su investigación histórica y periodística sobre los GAL. Él mismo me señaló que, si estaba tan interesada en la violencia, era porque había crecido en ella y me animó a que indagara, que buscara mi voz y una perspectiva con la que estuviera cómoda para analizar y contar todo aquello.

     CG: En el ensayo, de hecho, dejas muy clara tu posición, más que política, moral. Pero no escatimas a la hora de incluir en la selección de obras que analizas productos culturales elaborados desde todo el espectro ideológico que existe en el País Vasco. Razones para eso hay miles. ¿Cuáles serían las tuyas?

     EP: La más básica y principal es que creo que cualquier análisis serio y honesto de un tema tan complejo como el de la violencia en Euskadi no puede enfocarse o apoyarse en una sola perspectiva. Si buscamos solo las representaciones que reafirman lo que creemos, ni aprendemos ni profundizamos. Mi intención al escribir ese ensayo no era explicar nada, sino a través del proceso de estudio, análisis y escritura, aprender y entender mejor un tema que todavía me resulta complejo, incluso opaco, lleno de matices y aristas. Para ello tenía que exponerme a todo tipo de interpretación y representación. Eso no significa aceptar todas ellas, por supuesto, lo mismo que entender o comprender no significa justificar. 

     CG: En el ensayo, citas una entrevista al director de cine Pablo Malo donde afirma: «Quedan aún unas cuantas generaciones antes de que se pueda normalizar tanto odio, tanto dolor y [para] que la empatía pueda acercar a personas que siguen estando en posiciones políticas opuestas […]. Esa forma de funcionar en sociedad debe cambiar y poco a poco, es algo que se va consiguiendo, sobre todo si se mira hacia atrás, y se ve que tanto dolor, tanta muerte y tanto odio, no ha servido para nada, más allá de generar una sociedad más triste y ensimismada». ¿En qué punto de ese proceso nos encontramos ahora según tú opinión?

     EP: Creo que todavía estamos en ese período crítico en el que una sociedad que ha vivido un trauma como el nuestro oscila entre el olvido y la memoria. En nuestro caso, a diferencia de lo que pasó con la dictadura franquista después de la guerra del 36, tras la violencia tenemos todos los recursos disponibles para crear un debate público sostenido sobre nuestro pasado. ¿Se está aprovechando lo suficiente el hecho de vivir en un contexto donde ese debate sería posible? No estoy segura, creo que podríamos hacer mucho más de lo que hacemos. En cualquier caso, es muy difícil afirmar dónde estamos a nivel colectivo, pero personalmente puedo decir que desde que publiqué El eco de los disparos en 2016 hasta hoy he sentido que cada vez ese debate público se hace menos incómodo y más abierto, que poco a poco se van rompiendo silencios y que la gente cada vez tiene más deseos de compartir sus propias memorias.

     CG: En cierta forma, tu ensayo contribuye a esa superación con la parte autobiográfica. Y, por lo leído en otras entrevistas anteriores, esa era tu intención, la de intentar que la producción cultural ayude a lograr las condiciones para superar la división social y el conflicto de una forma sanadora y no amnésica. ¿Hasta qué punto piensas que se ha logrado? ¿Cómo valoras tu contribución años después de publicar aquel ensayo? Y lo relacionaría con lo que apuntas en el último capítulo de El eco de los disparos, donde escribes acerca de la posibilidad de «un final por venir».

     EP: A esto me refería en mi respuesta anterior. Yo creo que la cultura es una herramienta fundamental para crear debate público. No tanto para superar la división social, creo que no tenemos tanto poder, pero sí para contribuir de forma significativa a tender puentes, a que se nombren y se visibilicen cuestiones que hasta ahora han permanecido en el silencio o solo habladas en el ámbito de lo privado o en sectores afines. A través de la literatura, el cine y otras formas de representación, no necesariamente autobiográficas, se puede crear una conversación pública que contribuya a que todo el dolor pasado no se enquiste, a que las víctimas de esa violencia vean que su dolor se reconoce, se hace público, a que como sociedad asumamos que venimos de ese pasado y que nuestro deber es incorporarlo a nuestro relato social del presente.

     CG: Lo autobiográfico, aunque de otra forma, desde la ficción, es el motor de Mejor la ausencia. He leído también que optaste por la ficción porque te permitía cosas que el ensayo no lograba. En esta temática, la de la violencia, ¿cuáles son los pros y los contras de cada acercamiento (ficción / no ficción)?

     EP: En realidad Mejor la ausencia no es una obra autobiográfica. Está narrada en primera persona, pero la protagonista, Amaia, no soy yo. Hay memorias sensoriales, afectivas, contextuales porque Amaia tiene mi edad y vive en mi pueblo, pero, salvo por algún detalle prestado, su vida no se corresponde en absoluto con la mía. Dicho esto, lo que me permitió la ficción fue desarrollar de forma imaginativa y a través del lenguaje literario los temas que había tratado previamente en El eco de los disparos: la ubicuidad de la violencia y sus consecuencias, el silencio, la complicidad, el ambiente opresivo que se vivió en aquellos años. Y también me permitió ampliar el foco y centrarme en otros aspectos del contexto social en el que vivimos las personas de mi generación en la margen izquierda del Nervión, una zona industrial que en los años 80 y 90 sufrió eso que llamaron reconversión, pero que fue en realidad el desmantelamiento de la industria, con la crisis que eso produjo en nuestros pueblos. La ficción te permite ahondar en esos pliegues de la historia que son difíciles de desentrañar, que tienen que ver con lo afectivo y lo emocional, con lo íntimo en relación con lo social. No creo que haya pros ni contras, es simplemente una forma diferente de entrar en esos temas. Cada forma de escritura permite un aprendizaje y unos descubrimientos diferentes.

     CG: La complejidad de ciertos personajes que viven el conflicto en primera persona, que tu novela comparte con Twist, de Harkaitz Cano, me hace pensar en la ficción como única vía. La verdad es que para los que no vivimos ese conflicto en primera persona, se hace difícil comprender esas personalidades complejas, que transitaron al límite en la frontera de dos mundos, como son los negociadores, los abogados del entorno de ETA, los políticos que apoyaron el terrorismo de Estado, y todo el dinero que alimentó esos entresijos por décadas, sin la ayuda de la ficción. ¿Qué es lo que te parece más útil de imaginar en este caso?

     EP: No creo que la ficción sea la única vía. Es cierto que puede acercarnos a las zonas más turbias del comportamiento humano y que, habiendo crecido en ciertos ambientes, ese acercamiento está enriquecido por la memoria personal y la experiencia. Sin embargo, eso no puede ser lo único. Para imaginar una realidad tan compleja como esta hay que tener también un conocimiento histórico del pasado. No por haber crecido en un lugar tienes la posesión de la verdad o una mirada certera y tenemos que recordar, por obvio que sea, que la ficción entraña una mirada subjetiva e imaginativa. La ficción es una entrada a ese pasado, pero si realmente alguien está interesado en conocerlo, no puede ser la única. La historia, el testimonio, la memoria, la crónica son aproximaciones absolutamente necesarias y complementarias.

     CG: La novela, en su relación con la violencia, es durísima, pese a que no se describan ni atentados ni ningún tipo de acción terrorista. Creo entender el mensaje simbólico que se esconde detrás, el de la destrucción de las familias, fuese cual fuese su ideología. Pero preferiría preguntártelo directamente para salir de dudas.

     EP: Sí, la novela indaga en cómo la violencia exterior penetra en los hogares y los destruye. Eso no significa que esa violencia no tenga un sentido político o que no importe quién la ejecute.

     CG: También aparece una componente de género muy importante en la reacción vital de la protagonista tras sufrir la violencia en carnes, y en el personaje de la madre, pero también en la actitud de los hermanos, autodestructiva, gremial o ausente, según el caso, pero muy distinta de la de la persona que sufre la violencia en carnes. Teniendo en cuenta la fama que tiene el matriarcado vasco para los que no somos de ahí, tu novela rompe con ese tópico. Muestra a la sociedad vasca como patriarcal y violenta, especialmente represora con las mujeres, a las que utiliza como objetos más que como sujetos.

     EP: El matriarcado vasco es, en nuestra sociedad presente, un mito. Una cosa es que históricamente por circunstancias la mujer vasca haya tenido ciertas prerrogativas, pero eso no significa que Euskadi haya sido o sea una burbuja dentro de un contexto patriarcal global. Mi abuela vasca mandaba en casa, es cierto, pero lo hacía sometida, como cualquier mujer de su época, a los códigos sociales patriarcales. El mandato patriarcal y la violencia machista son una realidad tan dura aquí como en cualquier otro lugar del Estado. Y lo que sufre Elvira (la madre de Amaia) con su marido o la violencia sexual que vive Amaia no son excepciones, sino parte de una realidad social que hasta hace bien poco ni siquiera era visible, pero por supuesto existía.

     CG: Enlazando con eso, de mi época residiendo en Euskadi, encontré que varias mujeres se habían erigido en referentes morales en medio del conflicto, que la ciudadanía las escuchaba frente a las críticas que habían sufrido por los dos bandos cuando ETA seguía matando. Me refiero a Maixabel Lasa, o a las hijas de Fernando Buesa: Sara y Marta. ¿Cuál es el papel que crees que deberían jugar las mujeres comprometidas, como las que menciono, como tú, en todo este proceso?

     EP: Son importantísimas. Añadiría también a María Jauregi, Rosa Lluch… Si te fijas, en contextos de violencia siempre hay voces de mujeres valientes y comprometidas que toman la palabra en público, que usan la experiencia de la pérdida y del duelo en un sentido político para seguir luchando, en el caso de las que aquí mencionamos, por lo que sus padres o marido luchaban: por la paz, la convivencia, el respeto de los derechos humanos. O el caso de Pili Zabala, que ha sido una de las voces más visibles de los familiares de las víctimas de los GAL y que ha sido fundamental para su reconocimiento público como víctimas del terrorismo de Estado. Para mí todas ellas son referentes, voces indispensables.

     CG: Esa componente de género es la línea principal de tu siguiente novela: Formas de estar lejos, en este caso, la violencia silenciosa que se da en ciertas relaciones. Pero yo también quiero ver, aunque muy de lejos, la influencia del conflicto vasco en el personaje femenino del libro. De hecho, esa tensión parece, de forma velada, ocupar toda tu producción literaria, de puntillas si quieres en Formas de estar lejos, para conformar en la distancia al personaje femenino. Pero más de cerca en Los ojos cerrados. Aunque la novela se ubique en Galicia, ¿hasta qué punto estás buscando las raíces de un conflicto que tanto marcó tu infancia y adolescencia? ¿Y cuáles serían esas raíces?

     EP: Los ojos cerrados no se ubica en Galicia. Pueblo Chico podría ser cualquier pueblo de España, de hecho, tiene más de pueblo castellano que de gallego, aunque planeen por el libro algunas imágenes de Navallos, el pequeño pueblo lucense en el que nació mi padre. Es una novela, además, que trata bastante directamente las heridas de la guerra del 36 y la perpetuación de la violencia por otros medios (el silencio, la marginación, la desposesión) durante la dictadura. No sé si lo que estoy buscando es entender las raíces del conflicto en Euskadi, creo que esa no es mi preocupación, sino entender qué secuelas deja la violencia en las personas y las comunidades. Pero sí es cierto que es muy posible que este interés provenga de haberme criado donde me crie.

     CG: Dentro de tu última novela, además de la violencia y el conflicto, se encuentran tensiones muy comentadas actualmente, como la de la dicotomía entre lo rural y lo urbano, entre el pueblo y la ciudad. Actualmente, tengo entendido que vives en un pueblo. ¿Notas elementos de interés en ese debate? ¿Cómo juega ahí la violencia, que tan bien representas en el personaje de Pedro en tu novela?

     EP: La violencia tiene muchas manifestaciones. Que las instituciones condenen a estos pequeños pueblos, como en el que vivo yo, al abandono, es una forma de violencia. Han convertido a los habitantes del rural en ciudadanos de segunda clase. Aquí no hay acceso a la salud, a la educación, ni siquiera al trabajo, no hay medios de transporte públicos, solo se invierte en turismo rural, que es una forma explotadora de relacionarse con el entorno y sus habitantes. Todo ese debate público sobre la despoblación no lleva a ninguna parte si no se empiezan a paliar las necesidades más acuciantes de quienes ya vivimos aquí, sobre todo de los ancianos, que están totalmente desprotegidos y abandonados. 

     CG: Y para finalizar, violencia política, que es la que más ha dirigido los artículos de esta serie, pero también violencia de género, Incluso violencia hacia ciertos colectivos en tu labor previa como académica. ¿Es la literatura un buen espacio para reflexionar sobre la violencia?

     EP: Sí, claro, porque la literatura permite la representación, es decir, transforma saberes, experiencias, afectos, memorias, intuiciones, a través de la imaginación y del lenguaje literario. Con esa transformación se amplía el conocimiento, incluso me atrevería a decir, la experiencia de la violencia, que se encarna en el texto a través del lenguaje de una forma que ningún otro tipo de representación permite.

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