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Entreguerras

Reza el dicho que quienes no conocen su historia, están condenados a repetirla. Y en algunos casos no estaría mal que eso sucediera. Como por ejemplo lo que comenzó hace exactamente cien años, en una Europa devastada por la Primera Guerra Mundial y donde parecía que nada volvería a florecer.

Antes de la contienda, ya se habían dado los primeros avisos de lo que se avecinaba. No obstante, una vez callaron las armas el 11 de noviembre de 1918, el arte y la cultura comenzaron un proceso vertiginoso e imparable que sería fundamental para entender el Siglo XX.

Porque durante los veinte años posteriores a la Gran Guerra, artistas, escritores, pintores y diseñadores del Viejo Continente se dieron a la tarea no sólo de trabajar y hacer su oficio, sino que intentaron, de alguna manera y a su a manera, cambiar el mundo: ponerlo de cabeza para decir que otras formas de creación eran posibles.

Tomemos en cuenta que unas cuantas líneas no serán suficientes para abarcar tanta grandeza. Porque cuánto sería necesario para describir la belleza de los poemas de Federico García Lorca o la locura de los cuadros de Dalí o el atrevimiento de los de Picasso o la inmensa creatividad experimental de las películas de Buñuel. Todos de la lejana y atrasada España, pero influenciados por el centro del mundo de la época: París.

Porque, ante todo, hace cien años, París era una fiesta. Con sus carreras de todo: de meseros, de lecheros, de barrenderos. Mientras, migrantes ilustres como John Dos Passos, Ezra Pound, William Faulkner, Ernest Hemingway, John Steinbeck, Francis Scott Fitzgerald, entre muchos otros, se dedicaban a lo único que sabían hacer, escribir, ligar, beber y divertirse.

Pero no bailaban como se hacía en Berlín, que se movía al ritmo del swing. Mientras, a unos cien kilómetros al Suroeste de la capital alemana, en la pequeña población de Dessau, un grupo de hombres y mujeres fundaron la escuela de diseño que cambiaría para siempre nuestra forma de vivir e incluso la forma de definir nuestros gustos: Bauhaus.

Basado en un sistema docente revolucionario. La Bauhaus más que una escuela fue un proyecto de experimentación que lograría influenciar al mundo entero. Tanto los nazis a finales de los años treinta, como los soviéticos al término de la Segunda Guerra Mundial decidieron eliminarla. Porque pensar y ver el mundo de una manera diferente (para transformarlo) siempre será visto como una conducta peligrosa.

Y si alguien pensaba de forma diferente esos eran los Dadaístas de Tristan Tzara. Sus primeros pasos los dieron desde la neutral Suiza, cuando todavía sonaban los cañones de la Gran Guerra. Pero cuando llegó la paz, también llegó la depresión y, con ella, la rebeldía en busca de nuevos horizontes, nuevas formas de expresión para intentar explicar, sin lógica, un mundo que ya nunca más sería el mismo.

Otros, en cambio, veían en el nuevo mundo que les rodeaba, industrializado y mecanizado, el paraíso anhelado. Fue así como nació el movimiento Futurista, fundado por el italiano Filippo Tommaso Marinetti, donde se loaba sin tapujos a las máquinas, a la velocidad y, por supuesto, a lo nacional. Porque el nacionalismo formó parte esencial de sus postulados, dando aire y vigor al hombre que lo llevó a su máxima expresión en el país trasalpino: Benito Mussolini.

En Francia, en cambio, los escritores surrealistas, prefirieron el fluir de la conciencia a través de la Escritura Automática. Técnica creativa que cien años después parece que vuelve de la mano de las nuevas tecnologías, pero con la variante de convertirse en arte escénico, a través de la llamada Escritura en Vivo.

Curiosamente, si observamos con detenimiento, más allá de los avances tecnológicos y científicos, el mundo actual se encuentra casi en el mismo punto que hace cien años: crisis económicas, auge de derechas ultranacionalistas, racismo por origen o religión. En fin, fenómenos que nacen de una época de transición, donde la realidad va más rápido que la conciencia para comprenderla.

Hace cien años, el arte buscó las vías para intentar entenderla o rebelarnos contra ella: Duschamp, en los albores de la Primera Guerra Mundial convirtió un urinario en arte. ¿Hoy cómo nos rebelamos? ¿Cómo buscamos esas respuestas? ¿Nos interesan? Hoy el arte está relegado no tanto por las nuevas tecnologías como por las redes sociales, donde buscamos respuestas (sin hacernos preguntas) y muchas de ellas terminan en soluciones individualistas como convertirse en vegano, no vacunar a los hijos o comenzar expediciones para comprobar que la tierra es plana.

Hace cien años hubo una gran revolución de pensamiento desde Europa. Pero al final todo terminó en la mayor de las vulgaridades: la Guerra. ¿Estamos condenados a caer en nuestras propias tentaciones? ¿En nuestras propias ambiciones? ¿En esos deseos sin resolver que nos llevan a tomar decisiones vulgares para paliar nuestros instintos o nuestros deseos más bajos por más cultura, arte y literatura que hayamos consumido?

Quizá no tengamos remedio. Quizá me equivoque. Quizá dentro de cien años, cuando ya no podamos saberlo, alguien escriba sobre esta época como un tiempo de luz. Por ahora, nos toca a nosotros recordar a aquellos que quisieron transformar el mundo con su arte. Tal vez no lo hayan logrado, pero aquí estamos nosotros para rendirles un merecido aplauso.

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