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En Marte viven unos hombres verdes

La casa era anaranjada brillante, casi fosforescente. Grande, pesada, esponjosa y redonda, contrastaba con el resto de las viviendas de la cuadra, que eran cuadradas, o rectangulares, llenas de picos y salidas de concreto firmes. La mansión de los Meyer era de madera, de la madera equivocada, porque se hinchaba en el verano húmedo y vaporoso del cenagal y parecía, a la vez, un zeppelín y una jaula llena de ventanas con barrotes, listo a despegar o a reventar en cualquier momento.

Mi padre abrió la verja que daba a un jardín oscurecido por un paso de enredaderas crecidas sobre una especie de armazón de alambres trenzados, formando un túnel, que sombreaba el caminito serpenteante de piedras de arcilla roja hasta los escalones del porche, flanqueado de mazotes de margaritas chinas, gladiolos, jazmín silvestre y antiguos tomateros, ahora inundados de romerillo y de pasto alto seco o podrido. A ambos lados, un poco retirados contra la empalizada de dos metros, se levantaban árboles frutales majestuosos de mango, aguacate y caimito, dándole al conjunto un toque misterioso, casi mágico.

Mi viejo me hizo un guiño y recordé sus órdenes: debía ser modesto, frugal, no hacer preguntas, aceptar todo lo que me brindaran y estarme más tranquilo que estate quieto. Los Meyer tenían mi futuro en sus mano, dijo, y sonaba como algo terrible.

Al acercarnos a la casa un graznido altísimo proveniente de unas de las ventanas bajas me hizo dar un salto, trastabillar, chocar contra unos potes de porcelana llenos de tierra arenosa y mi padre se enojó.

—¿Qué te pasa? ¿Nunca has escuchado a un papagayo, o qué? —dijo. Y yo miré con enojo hacia la ventana desde donde había venido el chillido del pajarraco.

—Esta gente rica, con sus animales exóticos… —pensé.

Nos abrieron la puerta y me puse a buscar al hijo. Había tenido la esperanza de que fuera él quien nos abriera, pero ni rastro.

Yo no recordaba a los Meyer pero si a su hijo Jeff Junior. Era tres años mayor que yo, mas lo recordaba muy bien, cosa rara pues la última vez que lo había visto yo tenía 5 años y no tengo memorias de esa edad, pero había algo amable e interesante en él. Y lo más importante, era el culpable de mi fascinación con el cosmos, los planetas, las naves espaciales y, por sobre todas las cosas, por los extraterrestres.

Jeff Junior me mostró un cómic del Capitán Sideral donde combatía contra unos hombrecillos verdes del planeta Marte. Era un folleto viejo, de colores gastados. Lo sacó de donde se llevan todos los libros de cómics del mundo: del bolsillo posterior derecho del pantalón y lo puso encima del piso de la saleta de mi casa, donde nos habíamos retirado para dejar conversar a nuestros padres.

—Este es el Capitán Sideral, su arma mortífera son los rayos cósmicos concentrados —dijo Jeff Junior y a mi se me empezó a caer la baba. —Su novia es la princesa Magma Bela del planeta Krakatoax. ¿Y ves este pajarraco? Ese es Bellergox, su mascota telepática. —lo decía en voz baja, muy ceremonioso, educado y con mucha emoción en los ojos. —Cuando se acerca el enemigo, aunque vengan muy calladitos y camuflados, Bellergox lanza un chillido tremendo, ¿ves como se lee aquí… Craaaaaawwwwwwwwww, Craaaaaawwwwww? Y asusta a los malos. Su comida preferida son los bombones de choco-fresa…

Fue sólo ese día, al poco tiempo se mudaron a otra ciudad y nunca más los vimos. A mi me quedó la pasión por las estrellas y empecé a coleccionar los cómics del Capitán América, los cuatro fantásticos, Teen Titans y algunos viejos de Flash Gordon, pero nunca logré encontrar un solo ejemplar del Capitán Sideral.

La señora Meyer nos hizo pasar, nos dio un abrazo sincero y me miró con una suavidad tan amable que me hizo ruborizar.

—Pasen al recibidor y pónganse cómodos, Jeff Senior estará con nosotros en cinco minutos. —¿Te puedo ofrecer algo de tomar? —me preguntó.

—Sí —dije, medio asustado.

—¿Y qué deseas? —dijo y pensé que tenía una cara bella y triste. —Tenemos jugo de mango, champola, limonada fresca y agua fría.

Yo iba decirle champola, pero recordé el consejo de mi padre y pedí agua.

Ella sonrió con una dentadura tan blanca como la espuma de mar y salio flotando, acompañada de una risa de cascabeles… —Agua, así que agua, tú como siempre –le reprochó a mi viejo —, no limites al muchacho… —se fue diciendo.

— ¿Y ellos no tiene un hijo, el que venía a casa, el de los cómics… Jeff Junior? —susurré y mi padre se encogió de hombros.
— Sí. —dijo, —pero es un tema delicado, como perdimos el contacto después de la muerte de tu madre y se mudaron a Los Ángeles… lo único que sé es que debe de haber hecho algo muy malo. Porque parece que lo desheredaron.
— ¿Lo desheredaron? —me intrigó saber cómo se sentía estar desheredado, algo que nunca iba a experimentar.
— Bueno, esa es la única explicación que encontré si, como me dijeron, decidieron darte a ti los fondos que ahorraron para que Jeff Junior fuera a la preparatoria y a la universidad, ¿no? ¡Un niño tan inteligente que era! Se habrá ido por malos pasos…
— ¿Le puedo preguntar por él a la señora Meyer? —y mi padre negó insistentemente.
— ¡Ni se te ocurra! Espera a que ellos te hablen primero. Es importante para ti, ¿oquei? — y ahora fue él quien saltó en su silla. El graznido desagradable de papagayo, había sonado esta vez en la habitación contigua, altísimo. —Ese pajarraco me va a provocar un infarto, —musitó.
El recibidor, la saleta, el pasillo y la sala estaban llenas de cuadros, y cuado digo llenas digo repletas, tocábanse los marcos, eran cuadros raros, donde casi no se podían distinguir las formas, se adivinaban a veces tres o cuatro contornos de personas pequeñas y cabezonas, de distintos tonos de verde. También había trazos azules y amarillos sobre un mar rojo encendido, siempre abajo, parecido al río de lava de un volcán. Las paredes respiraban como un animal cansado, miré a mi padre y le hice un ademán azorado, pero él no advertía nada, me imagino que solo pensaba en mi futuro.

Los muebles eran antiguos, grandes y pesados, con flores doradas talladas en la madera de sus bordes. En la mesa del té frente a nosotros había tres retratos: uno de los señores Meyer, otro de una viejecilla sonriente y el tercero, para mi asombro, era un dibujo del Capitán Sideral, firmado y fechado por Jeff Junior. Justo del año en que fue por mi casa por primera y única vez. El dibujo parecía sonreírme, cosa que me asustó bastante, porque hubiera jurado que enarcaba las cejas, como insinuando algo. Miré hacia otro lado. Y descubrí, en una revistera colocada justo al lado de la mesita de té, unos hombrecillos verdes recortados contra una portada donde el Capitán Sideral les lanzaba sus rayos cósmicos concentrados. Eran tres folletos.

Cuando los examiné de cerca noté algo; no eran como los recordaba. En primer lugar, porque eran y no eran cómics. Eran por que estaban dibujados y se podían seguir sus historias fácilmente, no lo eran, porque estaban hechos a mano. ¡Jeff Junior dibujaba sus propios cómics! Esto me impresionó aún más cuando los hojeé y descubrí que estaban tan o mejor hechos que mis ejemplares de colección. Las historias que narraban eran muchísimo más interesantes, cómicas e imaginativas. Tomé uno para leerlo completo.

—Aquí tienes tu champola, —la señora Meyer entró en la habitación con una bandeja de planta y tres vasos llenos del batido de guanábana.

Mi padre dio las gracias en nombre de los dos y empezó a tomar sorbitos pequeños, muy seguidos, siempre hace eso cuando está nervioso.

—Bueno, veo que ambos están muy bien de salud, así que iré directo al grano. —Aquí la señora Meyer dio un respingo, un nuevo graznido, largo y estridente, hizo saltar a mi padre en su asiento y derramó la guanábana encima de su camisa y pantalones.

—Perdona Esther, —se disculpó mi padre, —es que no estoy acostumbrados a vivir con pájaros. ¿Qué tienen, un papagayo? Dicen que los del Amazonas son particularmente alborotadores. —parloteaba mientras se aplicaba servilletas en la ropa.

La señora Meyer miró a mi padre con lástima, como si le hubiera pasado algo malo. Quedó silenciosa unos segundo y su rostro se ensombreció.

Entonces entró Jeff Junior en la habitación. Iba en una silla de ruedas y llevaba una cara perdida en algún sitio muy lejano, la cabeza ladeada, el cuello estirado, las manos retorcidas aferradas a los barrotes de la silla, sus brazos maniatados con gasas triples, seguro para que no se cayera. Jeff padre empujó la silla de ruedas en nuestra dirección y entró en la habitación, le hizo un ademán a mi padre, como diciéndole que no tenía que disculparse, que no hablara, que lo dejara a él hacer las presentaciones.

—Mira quién vino a visitarte, Jeff, mira, son amigos de mamá y papá. Y un amigo tuyo, ¿te acuerdas de él? —dijo y Jeff Junior se animó, hizo una mueca alegre y lanzó un chillido agudo, alto, que esta vez no asustó a mi padre, sino que lo hundió en el asiento, como si le hubieran cavado un hueco en el cojín de damascos.

—¿Qué le pasó, señora Meyer? —pregunté.

—Hace un año murió mi madre, su abuela de crianza. Él sabía de las pastillas que su tío toma para la depresión, en la casa les decíamos, en broma, las pastillitas de la felicidad. Pues, se tragó unas quince, pensando que le quitarían el dolor… y le afectó el cerebro. No puede hablar, ni coordina muy bien los movimientos, dicen los doctores que tiene la mente de un niño de dos años, aunque a veces hace cosas normales, como dibujar.

—¿Le gusta hacer algo en particular? –y los señores Meyer me miraron con cariño.

—Si, —dijo Esther, —le encanta que le lean sus cómics del Capitán Sideral. —¿Te han dicho que eres igualito a tu madre?

Les dije que mi padre me lo recordaba todos los días, pedí permiso, me levanté, tomé la silla de ruedas —¿Podemos irnos allí?—pregunté. Y como mismo hicimos cuando yo tenía cinco años, me llevé a Jeff Junior a la saleta de su casa, para dejar conversar a nuestros padres, abrí uno de los folletos ilustrados y, acompañado por sus graznidos de júbilo, comencé a leer:

—En Marte viven unos hombres verdes…

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