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El viejo Volvo, un Blackberry y una vieja desnuda en el asiento de atrás

—Se le ve muy bien Dr. Knörr, nadie podría pensar que tiene usted más de sesenta años.
—Llevo una vida simple y sana, señorita periodista.
—Pero parece que tuviera menos de cincuenta y habla con la agilidad de un joven de treinta.
¿De qué edad se siente usted?
—Me siento de sesenta y ocho años
—¿Y qué edad tiene, si no es indiscreción?
—Sesenta y ocho años
—Pero hay mucha gente mayor que dice sentirse como un joven de veinte, que los años se llevan en el corazón y que la edad mental depende de cómo se sienta uno y no tiene nada que ver con la edad cronológica y a usted se lo ve tan bien físicamente y con tal agudeza mental que pensé que se sentiría mucho más joven.
—El tiempo pasa y no le interesa cómo te sientas; te haces viejo igual. Mi edad cronológica es de sesenta y ocho años. Si mi edad mental fuera mucho menor, digamos, de unos treinta años, mi coeficiente intelectual (edad mental dividida por edad cronológica, y esto multiplicado por cien) sería de algo menos que cuarenta y cinco puntos en una escala donde lo normal es cien, lo cual me convertiría en un perfecto imbécil…

Viendo en la televisión esta antigua entrevista, retransmitida a raíz del reciente fallecimiento del famoso Dr. Raymond Knörr, me vino a la memoria el día en que conocí personalmente a este biólogo suizo, insigne experto en genética, considerado un insufrible racista por la prensa amarilla y por la borregada inculta que la lee, digo, los que saben leer y hacen un esfuerzo después de ver las calatas (fotos de modelos desnudas) y de «analizar» los resultados deportivos.

Mi entrañable Morris Mini-Minor negro del año sesenta y nueve, concebido para el frío británico, había colapsado por los años y por el calor de Miami, justo estando yo sin trabajo y sin dinero para repararlo. La suerte —que digan lo que digan sí existe— me sonrió de costadito cuando un coleccionista gringo se enamoró de sus líneas clásicas, me ofreció una muy buena suma por él y lo llevó a su museo para restaurarlo y ponerlo en exhibición.

Con mucha pena, pero también aliviado, me dediqué a buscar un buen auto usado que me hiciera sentir lo suficientemente seguro y confortable como para dejar de sufrir por mi querido Mini y, de paso, retener algunos dólares para solventar la mala temporada, hasta conseguir un nuevo empleo que me sacara del hoyo de la miseria.

Estaba repasando por segunda vez la Craigslist —lista web de autos usados— cuando recibí la llamada de Lupita, guapa y bondadosa mexicana que, conociendo mi situación, me preguntaba si me interesaría comprar un Volvo con siete años de antigüedad, a buen precio y en excelente estado de conservación.

Entusiasmado por la oferta, partí a su centro de labores, que resultó ser la residencia del Dr. Knörr, donde vi por primera vez a mi hoy viejo y querido compañero de aventuras: un automóvil Volvo 440, en tan buenas condiciones que no podía creer el precio.
Su elegante color azul Navy, el sunroof eléctrico de doble hoja, el interior de cuero gris perla, que se veía medio verdoso por los cristales entintados «suave vista» —como los antiguos cuadernos Minerva— y su pinta diplomática, hicieron que corriera en busca de Knörr para cerrar el trato de inmediato.

Knörr me esperaba sentado, arreglando unos papeles en el escritorio inglés de su biblioteca bizantina. Lupita me hizo pasar y Knörr me dio la mano sin pararse, le ordenó a Lupita que nos traiga limonada y me ofreció asiento, más o menos como te lo ofrecen en las comisarías cuando estás en falta.

—Usted suda demasiado porque sus antepasados provienen, con toda seguridad, de lugares muy fríos y usted está viviendo en el trópico por alguna casualidad del destino. Este no es su hábitat natural. Usted no tiene un fenotipo tropical y de paso tampoco el estereotipo latino que yo esperaba observar en un amigo cercano de Lupita.
—Así es doctor, imagino que por eso me está hablando usted en español… para ver si en verdad soy latino; pues si lo soy, pero mis antepasados, como usted adivinó, fueron casi nórdicos (preferí seguirle la corriente en vez de decirle que el ómnibus me dejó a veinte cuadras y me vine caminando bajo el inclemente sol de Miami)
—¡Ja! empieza usted a caerme bien. Siento una condescendencia diplomática, muy cercana a la flema británica, en sus palabras —dijo Knörr mientras saboreaba su limonada frozen recién llegada—
—Nunca estuve en Gran Bretaña, aunque me gustaría mu…
—¡Eso no tiene nada que ver! Son sus genes los que marcan su biología, su temperamento y gran parte de su carácter. Además, usted es blanco alpino, no debe enorgullecerse por ello, pues no le costó ningún esfuerzo, pero sí puede alegrarse, ya que en este mundo de injusticias mientras más oscuro eres, más sospechoso te ven.
—Pero los sociólogos dicen que más bien son las circunstancias del entor…
—¡Si los sociólogos se tomaran la molestia de estudiar algo de genética, así como yo tuve la precaución de estudiar sociología y antropología, dejarían de hablar tantas paparruchadas! Sírvase su limonada, refrésquese y dígame si sigue interesado en el vehículo.
—Sí doctor, pero, (jum), como es lógico, desearía hacerle algunas preguntas sobre el Volvo antes de cerrar cualquier tra…
—¡La cosa es así! —interrumpió Knörr, tan abruptamente que Lupita se sobresaltó y salió arrancada hacia la cocina—: El auto es una ganga. Solo está en venta porque mi esposa no soporta verlo desde el día en que por casualidad encontramos a su madre, que en paz descanse, con el calzón en la consola, tirando en el asiento de atrás con un jardinero mexicano de diecisiete años, a quien tenía sobornado con un celular Blackberry.
El precio lo fijé creyendo que sería para Lupita; ella me dice que es como si lo fuera, lo cual me indica su cercanía afectiva con usted y, más que seguro, fornicatoria, así que dese una vuelta manejándolo —las llaves están en el auto— y si le gusta me entrega el dinero y cerramos el trato, y si no le gusta, entonces se va inmediatamente y no me hace perder más el tiempo.

Salí un poco incómodo por el pasillo que da a las cocheras, tratando de adivinar cuál de las señoronas, cuyos cuadros colgaban en las paredes, era la vieja mañuca que sedujo al muchachito. Vi, como la más sospechosa, a una tía rubicunda, medio cachetona, con cara de religiosa cuáquera, «esas son de las más bravas» me dije para mis adentros, mientras la imaginaba en plena faena, con las rodillas flexionadas y las piernas varicosas alrededor de la cintura del muchachito, con los gruesos pellejos de sus tríceps pendulando como flecos… Hasta llegué a imaginar que se sacaba la dentadura postiza para no morderlo durante la felación. Una corriente helada recorrió mi espalda recordándome mi primer salto en paracaídas y me pregunté si podría sacarme esas imágenes de la cabeza cuando poseyera el Volvo, cada vez que mirara el asiento trasero.

Al salir, observaba también a los empleados de la casa tratando de adivinar quién era el susodicho, pero la mayoría eran demasiado viejos y los jóvenes algo rechonchos y, digamos, «malcriados de cara», aunque, como dicen mis amigos vejancones, cuando te haces viejo no te queda otra que «pagar precio», es decir, conformarte con lo que caiga y gastar lo que te pidan o hasta dónde te alcance.

Me di un largo paseo, disfrutando las bondades del Volvo, y regresé a la biblioteca con el dinero en la mano para finiquitar la compra. Knörr me dio el título firmado, nos dimos un apretón de manos a lo vikingo y nos despedimos cordialmente; bueno, yo cordialmente, él como deshaciéndose de un bulto, pero me sentía tan satisfecho con el automóvil que hasta me empezó a caer bien el maldito sajón.

Al salir, había un muchacho como de veintitantos abriles; con cara de campesino mexicano, pero con facciones perfectas, algo bajo de talla y con cuerpo de boxeador; lustraba el interior y luego el exterior del carro con una franela perfumada, con movimientos suaves, como cariñosos.

—Me lo llevo —le dije— acabo de comprarlo.
—Muy buena compra mister, es un carro excelente y muy fiel; cuídelo bien por favor, no lo va a defraudar —me respondió, inclinando su cuerpo como si estuviera frente al muro de los lamentos y sonriendo con pena jarocha.

Saqué de mi mochila mi placa vehicular y la atornillé en la parte trasera de la carrocería.
Subí contento al Volvo; me arrellané en sus asientos de cuero y arranqué despacio; giré por una pequeña rotonda para desembocar en la salida de la mansión, y, al traspasar las rejas periféricas, sobre paré al lado del muchacho, que me seguía con la mirada, haciendo adiós con la mano a media asta.
Le ofrecí unos pocos dólares, por su gentileza, los cuales rechazó de forma amable, pero tajante.
En uno de los bolsillos delanteros de su pantalón apretado, se podía notar, remarcada, la conocida silueta de un antiguo Blackberry.

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