Es de madrugada y ha amainado el calor de marzo en San José. He salido a manejar para ver si el aire nocturno me afloja el nudo de desamor que llevo atado en el pecho. Escucho el álbum Arena en los bolsillos, la banda sonora de un rompimiento desolador del español Manolo García. Me llegan estos versos de “El bosque de tu alegría”:
Quedaba mucho por hacer:
recoger los sueños en las noches frías
como cuando no hay peces
recojo las redes vacías.
“Nos quedaba todo por hacer”, pienso, mientras transito por la calle principal de Guadalupe hacia Aranjuez. De madrugada esta zona josefina es silenciosa y desierta. Pero un hombre alto, mulato, fornido, camina por media calle en la misma dirección que viajo yo. Empuja un coche de bebé. No logro ver si lleva un chiquito adentro.
Un rato después, cuando voy de regreso, el mismo hombre ya va descendiendo la cuesta hacia el Puente de los Incurables sobre el río Torres. Me lo encuentro de frente, maniobro para evadirlo y veo que el coche va vacío, como un corazón sin amor. Quedo perplejo. ¿Por qué empujaba un coche sin bebé de madrugada? ¿Sería el Llorón del río Torres, penando por su hijo? ¿Llevaremos todos una pena por dentro?
Después de cenar en casa de mi familia, mi papá me recuerda que por la mañana pasará el camión recolector de basura de nuestra municipalidad. Él decide sacar la basura de su casa esta noche en vez de esperar al amanecer. En bolsas negras saca los desechos y en una caja de cartón los objetos reciclables o aprovechables. Hago mi apunte mental de que debo sacar la basura de mi apartamento.
Tras dar las buenas noches a mi familia, regreso a mi cuevita. Cerca de la medianoche, escucho “Pájaros de barro”, la resolución del desamor de Manolo García, y me concentro en estos versos:
Por si el tiempo me arrastra
a playas desiertas,
hoy rechazo la bajeza
del abandono y la pena.
Ni una página en blanco más.
Por asociación inconsciente recuerdo la basura: los desechos en una bolsa negra, las botellas de cerveza en una bolsa transparente. Estas botellas vacías son los rastros de mis noches en vela escuchando una y otra vez Arena en los bolsillos. “El lamento pasó; tengo que sacarlas ya», pienso.
Al salir, junto a la casa de mis papás veo a un hombre acuclillado catando basura. Lleva gorrita blanca, camisa a cuadros, jeans azules, tenis negras y un salveque negro a la espalda. Entre las cosas que los vecinos desechamos, él se busca la vida rescatando latas, vidrio y objetos que todavía tienen algún uso o valor.
Atisbo un detalle. El buzo coloca su recolección en un coche para bebés. Recuerdo que hace algunas semanas, de madrugada, vi a otro hombre empujar un coche vacío. Pensé que era el Llorón del río Torres. Pero ahora me doy cuenta de que era un buzo rumbo a su trabajo, pues catan de madrugada.
Sé que este señor puede aprovechar el vidrio. En vez de dejar mis botellas en mi puerta, se las llevo. Me acerco por detrás y no me escucha. Cuando me detengo a su lado, se sorprende y me mira con ojos un poco temerosos. Yo lo miro también. Es moreno, ojos café tueste oscuro, frente arrugada, tez firme, cara larga, quijada prominente, quizá de cincuenta años.
—Señor, esto tal vez le sirva — le digo y le dejo las botellas al lado.
—Ah. Muchas gracias — me responde y me retira la mirada huidiza. La vuelve hacia sus manos y continúa su labor.
No hay más que hablar. Le dejo los vestigios reciclables de un desamor que ya pasó y entro en silencio a mi casa.