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El precio del peligro: las recientes elecciones en los Estados Unidos

El precio del peligro (The Price of Peril) es un cuento escrito por Robert Sheckley, publicado por primera vez en The Magazine of Fantasy & Science Fiction en mayo de 1958. Stephen King se inspiró en ese cuento (o lo copió) para su novela The Running Man, de la cual hay una versión cinematográfica –muy poco fiel a la novela–, protagonizada por Arnold Schwarzenegger y María Conchita Alonso.

La reciente victoria electoral de los republicanos, que desde enero dominarán la Cámara de Representantes y el Senado, me trajo a la mente el cuento de Sheckley.

El precio del peligro, ambientado en una sociedad futurista, narra la participación de un hombre común, Jim Raeder, en un arriesgado concurso donde los competidores deben enfrentarse a tiburones en el mar Caribe, a toros bravos, a asesinos y a otros peligros mortales para ganar un elevado premio en metálico. El público que sigue el concurso puede intervenir y ayudar a los concursantes gracias a la televisión interactiva. Sheckley era un visionario. Profetizó la creación del reality show.

Pero en El precio del peligro hay también una mordaz crítica social. El concurso pretende ser una exaltación del hombre de la clase media. En realidad –pese a la entusiasta defensa que el infatigable y locuaz presentador del programa hace constantemente de la gente común–, la sociedad practica el culto a la riqueza y el poder y actúa en consecuencia.

Raeder lo comprueba al final del cuento, cuando descubre que el público ha estado ayudando a sus enemigos a atraparlo en vez de ayudarlo a él a escapar.

De manera similar, el público norteamericano votó en las recientes elecciones por el partido que se ha dedicado a sabotear los logros sociales de los demócratas y las medidas que el presidente Barack Obama ha intentado tomar para sacar al país del desastre económico en que lo dejó el gobierno del presidente George W. Bush. Votó por el partido que se ha transformado desde la revolución conservadora de Ronald Reagan en la década de 1980 y se ha radicalizado en los últimos tiempos para representar –prácticamente de manera exclusiva– a la elite económica y financiera de la nación, es decir, al uno por ciento de la sociedad norteamericana que controla más del 40 por ciento de la riqueza nacional. Votó por el partido que no representa a la gente común, a la mayoría.

Cierto: las pasadas elecciones fueron las que menos asistencia de los votantes tuvieron desde 1942, a pesar de que fueron las más costosas de la historia, las elecciones donde los intereses especiales gastaron más dinero para impulsar sus agendas. El índice de participación en la elección fue de poco más del 36 por ciento de los votantes inscritos, una apatía electoral que exige un estudio a fondo. También hubo una redistribución de los distritos electorales que favoreció a los republicanos.

Pero de todos modos, la mayoría de los que acudieron a las urnas se inclinó por el partido de los conservadores; digámoslo claramente, sin complejos, por el partido de los ricos. Este fenómeno también exige un estudio serio.

Un elevado número de los electores norteamericanos, confundidos por los cantos de sirena de los candidatos a los cargos públicos, por la publicidad costeada por las donaciones millonarias, por la propaganda venenosa de asesores de campaña, o por lo que sea, se pronunciaron a favor del partido que no se ha cansado de aporrearlos en las últimas décadas mientras los ricos se llenan los bolsillos de una manera escandalosa. Como en el cuento de Sheckley, la gente se dejó seducir por el poder y el dinero, no por el hombre común. Ese es el otro precio del peligro.

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