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El point de las putilingas

«¡AGUA… AGUA… AGUAAA!…»

El grito hídrico, repetido por varias voces femeninas, me sonaba como un eco raro, como el coro de una comedia musical, de esas sandungueras del trópico. Yo estaba saliendo por la mampara lateral de mi «efficiency» a una pequeña terraza improvisada —que daba a los jardines que nos separaban de la calle— a fumar un More, mirando las estrellas de una medianoche tranquila, silenciosa, impregnada por el olor a limpio de los jacintos… cuando empezó el dengue.

Había conseguido un empleo temporal en un almacén cercano a la Pequeña Habana y tuve que mudarme cerca a Le Jeune y la famosa Calle Ocho, a una especie de «efficiency» anexo a un pequeño chalet, muy cercano al barrio en donde bellas muchachas de propiedad social «hacían la calle».

Tras el tiquitiquitín de unos tacones de flamenca, se me apareció Irlanda, una rubia «al pomo», casi cuarentona, con un cuerpazo de esos a los que se les perdona el exceso y que, a pesar de ser muy sexys, presagian un futuro a lo Botero style. Las mostacillas de sus pestañas, su escote profundo y el maquillaje exagerado me dieron pistas sobre su profesión. Irlanda era una putilinga (así les decían de cariño) perseguida por un policía en moto, luego de partir a la carrera alertada por sus colegas.

«Escóndame caballero, por su madre, que me lleva la fiana, nos están correteando en ‘caballito’, pliiissss, le juro por la Caridad del Cobre que no se va a arrepentir»

Al margen del sobresalto hormonal —Irlanda era algo grotesca, pero aún apetecible, sobre todo para un tipo como yo que llevaba meses «al debe»— mi espíritu de caballero andante me recordaba que a toda dama en apuros hay que socorrerla. Nobleza obliga.

Nunca he estado en contra de la prostitución, pero tampoco soy aficionado a sus apreciados servicios, pues uno sabe de antemano que todo el cariño y la pasión que te prodigan son a todas luces falsos, que suelen esconder tristes historias de explotación y que el peligro venéreo es una lotería con demasiados premios, pero Irlanda me inspiró, más que repulsión o lástima, ternura.

La hice pasar, cerré las mamparas y las persianas y sentí el ruido de algunos pasos y de motos y autos patrulleros. Irlanda estaba pálida. Le ofrecí una limonada, para que se le pasara la sofocación de la corrida, pero prefirió un cafecito azucarado, pues tenía la presión baja. Me dijo , como rogando, que si la podía esperar un poquito, a que se le pase, «para que me diera mi premio», frase que me hizo sentir como un desalmado concupiscente, así que le aseguré que no era necesario, que ya sería para otra oportunidad en que estuviéramos más relajados.

No sé si fue su nombre —que me recordó a lejanos antepasados británicos— o su carita de mascota abandonada, lo que me impulsó a cobijarla y hasta a protegerla. Estuvimos más de una hora conversando y nos sentimos tan bien que, con el transcurrir de los días, empezó a hacerme visitas de médico, varias veces por semana, trayéndome un emparedado o un postre para el mutuo café y uno que otro cigarrillo cubano de contrabando, tan buenos como los famosos habanos.

Irlanda era una excelente conversadora, ¡había estudiado matemáticas en Cuba!, conocía el cálculo diferencial e infinitesimal y se divertía comentándome los pleitos entre Leibniz y Newton, el asesinato del geómetra Hipaso, ordenado por Pitágoras, o de cómo el loco Perelman logró demostrar la Conjetura de Poincaré, rechazando al final el millón de dólares del premio Clay, «de puro looco, chiiico». Me confesó —antes de que se lo pregunte— que estaba feliz «caminado la noche» porque siempre había odiado las matemáticas y, más aun, que le obligaran a estudiarlas y encima ganaba más. Había soñado con ser bataclana de las Cubanacán, pero la revolución le tumbó la fiesta y le mojó el troncho.

Irlanda agarró confianza y empezó a venir acompañada de una o más colegas, algunas muy jóvenes, como Pilar y Cloti, las hermosas colombianas, o Douglàs y Raymonde, espectaculares morenas haitianas que hablaban un agradable francés musical y me regalaron —a nombre del grupo— un saquito de café gourmet tostado en grano, un molinillo eléctrico para pulverizarlo, un juego de tacitas y una cafetera italiana para «la colada» (espresso almibarado). A los pocos días me percaté de que estaba tratando a esas «jineteras» con más deferencia y respeto que a mis amigas más decentes, y que había empezado a sentir por ellas un cariño verdadero. Me esmeré en decirles cosas bonitas, finas, de esas que este tipo de mujeres nunca escuchan; ellas, en retribución, mantenían en mi presencia un lenguaje alturado… bueno, en lo posible.

Noté que agradecían mi trato y escuchaban atentas mis explicaciones sobre sus dudas cotidianas, llegando a hacerme inquisiciones de lo más diversas, incluso en temas tan íntimos, como el sexo, donde más bien eran ellas las especialistas, pero, por la brecha cultural que nos separaba, me empezaron a considerar como una especie de gurú. Les enseñé algunos masajes terapéuticos, para cuando venían cansadas y acalambradas, y me correspondieron con unos masajes tántricos, para estimular la libido, aunque yo ya la tenía muy estimulada, pues a veces se cambiaban de ropa en mi presencia, sin el menor rubor.

Luego de varios cafés y sanguchitos, las chicas empezaron a traerme canastas de víveres, que —según ellas— se las obsequiaban en una iglesia evangélica (¿con Bacardí?) y hasta trataron de darme dinero para colaborar con la renta y la gasolina de mi viejo Volvo, cosa que no acepté, pero a veces encontraba rollitos de dólares en mi baño, en el cajón del velador o rodando por debajo de la cama. Todas aseguraban no saber nada del asunto, hasta que Gladia, la charrúa, me dijo directamente que las chicas estaban pensando en alquilar un local y que yo deje mi cochino trabajo en el almacén y «las administre», porque «nunca habían tenido una ‘mami’ tan comprensiva». «Pensalo che» me dijo la charrúa, ojiverde, piernona, futbolista, despidiéndose con un piquito.

No voy a negar que pasé al menos un par de horas soñando despierto con convertirme en el Pantaleón Pantoja de ese harem variopinto de «visitadoras», pero una sensación como melosa me intranquilizaba. Creo que para ser caficho hay que nacer y yo como que no nací para el dinero fácil y menos para la explotación de seres humanos o cualquier cosa que se le parezca o que huela a injusticia. No sé si es cuestión de principios o simplemente así nace uno… y se la pierde.

La amistad fue avanzando y se fue haciendo costumbre que, más de los días, alguna de las chicas, argumentando cansancio, se quedara a pasar la noche —o lo que quedaba de ella— en mi king size.
Casi siempre caían rendidas y se quedaban dormidas a mi lado; me costaba mucho trabajo despertarlas en la mañana para llevarlas a su paradero o donde habían dejado su auto; trataba de hacerlo con cariño y hasta pensé en dejarlas descansar, pero tenía que ir al almacén y no podía dejarlas solas en mi cuarto —por si llegaba Doña Leonor, mi casera boricua— salvo los fines de semana, que me quedaba en casa y hasta tomaba desayuno en la cama, con la huésped de turno, luego de los masajes respectivos.

Los días pasaban y las habladurías de los vecinos empezaban. Le aseguré a Doña Leonor que solo eran compañeras del curso de English like a second language que venían a hacer la tarea conmigo. Pero la vieja había empezado a sospechar y a rondar más seguido por el chalet y un día en que me pescó con Rita «la Caymana» tuve que decirle que era mi novia, que estaba de visita. Rita, bella toda ella, se portó como una dama y quedé sorprendido por sus maneras tan finas y la forma cómo «adecentó» su vestimenta y su maquillaje, antes de salir del baño y presentarse ante la vieja lagartona.

Una de esas tantas noches amenas me percaté de que mi añejo «síndrome de soledad» había desaparecido y mi misantropía parecía haberse ido de vacaciones. Me sentía muy acompañado, querido y bastante requerido…

«¡AGUA… AGUA… AGUAAA!…»

El conocido grito que avisaba la llegada de «la cana» retumbó esta vez con más fuerza y muchas más repeticiones. Estába con Irlanda y dos de las chicas, sentados en la cama, observando el debate presidencial en el televisor, cuando en eso vimos al resto del harem, que, perseguidas por la policía, se agrupaba en mi mampara, tocando desesperadamente, hasta el extremo hacer peligrar los vidrios.

Detrás de ellas, un grupo de policías femeninas las rodeaban y luego de varios merequetengues, las agentes de la ley obligaron a todas las demás a salir de mi casa y se las llevaron a un camión celular porta tropa, con destino a la comisaría. En la puerta principal, conversando con un oficial de policía, estaba la vieja Leonor, con cara de celadora de mazmorra y oliendo a traición. La vieja me pidió las llaves de la casa y me dijo que me largara con mi «noviecita», a la que había visto salir esposada, con destino al camión.
Recogí mi mochila con mis libros, un maletín con mi ropa, mi MacPro y uno que otro de mis enseres y los metí en el maletero de mi auto. Cuando entré a la cabina y encendí el motor —para irme a la mierda—, oí las risitas apagadas de Douglàs y Raymond, escondidas en la negrura del piso, al pie del asiento trasero de mi viejo Volvo…

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