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El nacimiento del intelectual mexicano

Como la lucha de 1810 había sido iniciada, apagada y avivada otra vez por una serie de malos entendidos en los que nadie se ponía de acuerdo, el México independiente nació sin un proyecto de nación. Ante la falta de ideas tan descabelladas como creerse el pueblo “elegido por Dios” para invadir a los vecinos, lo primero que se les ocurrió a los próceres de la patria fue seguir guerreando.

El siglo XIX, el primero de nuestra historia como nación moderna, se puede resumir en una sucesión de guerras entre los primeros mexicanos independientes. Unos se hacían llamar “conservadores”: respetaban a la iglesia mientras esclavizaban a sus trabajadores, y amaban a los extranjeros porque los veían güeritos y con apellidos que sonaban a gente con zapatos.

Otros se definían como “liberales”: sus ideas de repulsión a los intereses extranjeros las habían extraído de libros en francés y no se paraban en la iglesia porque les caían gordos los curas. En ese tiempo, los sacerdotes aún no organizaban marchas antigay mientras se teñían el cabello, como ahora lo hace el cardenal Norberto Rivera, pero igual los liberales no los soportaban.

Cuando se encontraban en el Congreso, en las cantinas o en los prostíbulos, tanto liberales como conservadores empezaban la lucha. Primero como una democracia a la mexicana: tardaban más en elegir al próximo presidente que en lo que los del otro mando lo tiraban. Luego ya se iban a las manos y por último a las balas, a los cañones, a los enfrentamientos entre ejércitos. Por supuesto, en la mayoría de las ocasiones, las guerras eran sufragadas con recursos del erario, con lo que vaciaron pronto la riqueza nacional.

Estaban tan entretenidos jugando a las vencidas que reaccionaron muy tarde cuando los gringos estaban en el norte, no queriendo hacer un muro, sino tratando de expandir la cerca de su casa. Para representar a los intereses nacionales, mandaron a Santa Anna que había sido parte de todas las fuerzas e ideologías políticas de la época: realista, monárquico, republicano, unitario, federal, liberal y conservador. Es decir, tan villamelón como los nuevos aficionados de los Cubs. Al igual que el gobernador prófugo Javier Duarte, Santa Anna era veracruzano y prometió: “La línea divisoria entre México y los Estados Unidos se fijará junto a la boca de mis cañones”. Al final de su encomienda, habíamos perdido la mitad del territorio.

Así, cuando los liberales y conservadores no se estaban peleando entre ellos, la arremetían en contra de fuerzas extranjeras. El proceso era el siguiente: empezaban el conflicto armado, los liberales ganaban y los conservadores pedían ayuda a otros países. La más famosa de estas decisiones fue la invasión francesa. Nuestro ejército perdió la guerra, pero las batallas que ganamos fueron convertidas en fiesta nacional.

Para cuando Benito Juárez empezó a poner orden y paz en el país, empezando por fusilar a Maximiliano, los mexicanos estaban cansados de tanta balacera. Algunos de los conservadores cuestionaban si había sido buena idea separarse de los españoles. Otros del mismo mando soñaban con el amor de algún francés y criticaban que un indio ocupara la presidencia. Hagan de cuenta lo mismo que hoy sucede con los que desdeñan la propuesta del EZLN para 2018.

La calma establecida por Juárez provocó que florecieran las letras nacionales. Como todo el mundo sabe, es complicado escribir sonetos con el fusil en las manos y las balas zumbando en las orejas. Cuando los cañones dejaron de alebrestarse por cualquier diferencia de tránsito, los escritores mexicanos, la mayoría de ellos con formación en Leyes y Pedagogía, pudieron regresar a la hoja en blanco. El proyecto iniciático de la literatura mexicana fue la revista El Renacimiento, impulsada por Ignacio Manuel Altamirano.

De ideología liberal, Altamirano había luchado en la revolución de Ayutla contra Santa Anna y se había desempeñado como profesor, abogado, diputado, procurador, magistrado y diplomático en Europa. Su revista, de una altura intelectual extraordinaria, conminaba a los hombres de letras mexicanos a impulsar “el renacimiento” de la literatura nacional bajo la concordia, la fraternidad y el debate de las ideas.

En la primera entrega escribió: “Mezclando lo útil con lo dulce, según la recomendación del poeta, daremos en cada entrega artículos históricos, biográficos, descripciones de nuestro país, estudios históricos y morales”. Con El Renacimiento parecía que por fin México dejaría la barbarie de las armas, para refugiarse en el progreso desde la inteligencia. Tras 50 años de guerra continua, la revista fue un primer paso tan relevante como significativo para la historia intelectual, política y económica del país. Altamirano también era indio.

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