Comienzo por decir que el hallazgo de un buen texto literario es el augurio de una experiencia de un goce estético inolvidable. Y es que leer puede llegar a ser un acto de complacencia íntima y única en donde la comunicación penetra los sentidos, la emoción y la razón y— como en un ritual—devela secretos nunca antes oídos, para cambiar de alguna manera y esencialmente, el sentido de la vida del afortunado lector.
Pero, ¿cuál es el secreto, si lo hay, de este tipo de comunicación tan especial?
Leí un texto de David Foster Wallace, el joven escritor neoyorkino autor de la novela La broma infinita (y quien muriera por suicidio), sobre la comunicación entre escritor-lector que me dejó gratamente impresionado. Afirma que una obra de ficción es una conversación que permite enfrentarse a la soledad esencial que se da en el mundo. Entre los seres humanos se da una situación de incomunicabilidad de emociones.
Puntualiza de la siguiente manera: “La comunicación entre el creador y el lector es algo extraordinariamente misterioso. La buena literatura provoca una experiencia que permite trascender el aislamiento de orden subjetivo. Es un término sumamente idiomático e idiosincrático, en realidad, la expresión de un sonido. Lo encontré una vez leyendo a Auden o Yeats, no recuerdo exactamente. Es como una epifanía, en el sentido que le daba Joyce al término, una revelación, la sensación de armonía y perfección que se siente en presencia de la obra bien hecha, de la obra de arte que logra su cometido. Es como un clic, el sonido que hace una caja que está perfectamente elaborada al cerrarse. El efecto inefable que provoca el contacto con la obra de arte. La comunicación entre distintas conciencias pensantes que se deriva de la contemplación de la belleza poética. En el acto de la lectura se da un componente que es el intento de establecer comunicación con otra conciencia, una interpenetración. Lo que llamo el clic es la capacidad de reconocer pensamientos y sentimientos que el lector siente como suyos, pero que no es capaz de verbalizar. Yo, como lector, en el momento de la lectura siento que el autor ha dado con las palabras que necesito para dar expresión a mis sentimientos. No les he dado forma yo, pero no por eso son menos mías: gracias al poeta, al escritor, han sido transfiguradas, y expresadas en una frase de gran belleza. En ese momento, el mundo cobra plenitud, solidez, rectitud.
La ficción es una de las pocas experiencias en donde la soledad puede ser tanto confrontada como aliviada. Las drogas, las películas son cosas que explotan, las fiestas ruidosas —todas ellas ahuyentan a la soledad haciendo que olvide que mi nombre es Dave y que vivo en una caja de huesos de uno por uno en la que ninguna otra fiesta puede penetrar. La ficción, la poesía, la música, el sexo realmente serio y profundo, y, de varias formas, la religión —estos son los lugares (para mí) en donde la soledad es aprobada, contemplada, transfigurada, tratada».
De otra parte, Ernesto Sábato, nos dice de modo fácil de entender, cómo detrás de un buen texto literario está—sin lugar a dudas— la conciencia generosa del escritor que quiere comunicar una experiencia vital y que en ese intento se juega todas sus cartas.
“(…) podría decir que (al escribir) sucede lo mismo que cuando uno se enamora. De pronto uno necesita escribir. Uno se enamora y no sabe por qué. (…) Esto nos lleva al problema de las ideas en relación con las ficciones, problema que me ha preocupado durante toda mi vida literaria. Aludí ante a lo que puede llamarse el «pensamiento mágico» del escritor. Hay dos momentos en su trabajo: en el primero -no me refiero a lo temporal sino a lo esencial-, se sume en las profundidades del ser, se entrega a las potencias de la magia y del sueño recorriendo para atrás los territorios que lo retrotraen a la infancia y a las inmemoriales de la especie, allí donde reinan los instintos básicos de la vida y de la muerte, donde el sexo, el incesto y el parricidio mueven sus fantasmas; es donde el artista encuentra los grandes temas de su creación. Luego, a diferencia del sueño, en que angustiosamente se ve obligado a permanecer en esas regiones antiguas y monstruosas, el artista retorna al mundo de la luz, momento en que los materiales son elaborados, con todas las facultades del creador, no ya hombre arcaico, sino hombre de hoy, lector de libros…”.
En todo caso, ahí están los libros, las librerías, las bibliotecas esperando al esquivo lector. Esta también el escritor esperando que no lo dejen hablando solo. ¿Será que el discreto encanto de leer es un manjar ajeno a las mayorías?