Search
Close this search box.

El día que maté a Borges


a J.L.B

Ya había pensado muchas veces en matarlo. En retorcer entre mis manos el apergaminado y pellejudo cuello del autosuficiente Aleph del barrio norte y dejarlo morir poco a poco, sintiendo el golpeteo, en un principio furioso, de sus patitas de escritor endeble y contestatario. Apretar, regodearme en la presión y retomar el camino a la asfixia cada vez que su macilento cuerpo me hiciera recordar las veces que su prosa había mencionado el lunfardo y las luchas a cuchillo. Había pensado en acercarme a su cara amarilla o gris, y que mi aliento le diera a la altura de la boca para que supiera que lo estaba mirando directamente en sus orbitales vacíos, o en sus amasijos de postigos, o en los miles de símiles que aquel viejo había encontrado genialmente para nombra la ceguera: el cambiante cero, “el otro” alter ego saludable y falto de luces que siempre podía ver.

Pero lo que más me encendía la imaginación era la satisfacción de pensar que su vida acabaría como una de las milongas mentirosas de las que decía ser maestro, por impostor, por chapucero, por las dos cosas a la vez. Que sus orejas gigantes y su cabeza cosmológica empezaran a moverse a ritmo de tango mientras la vida se le escapaba como una cierva blanca y trotona, o como la verborrea…que en un final, son dos imágenes que convergen en una  misma metáfora…. ese algo que se nos escapa fluyendo, o que fluye escapándose.

Yo había pensado muchas veces en liquidar su genialidad, en matar su snobismo interesante, sus metáforas descomunales y toda la certeza inservible que sus libros me enseñaron. Y es que a nadie le puede gustar que le adivinen su punto infinito, y menos que un zoquete ex-alumno londinense le tire uno ese mismo infinito a la mierda. El tiempo es el tiempo y una hora no es la vida. ¡Ay!, pero que ganas de hacerlo talco, de empalarlo a un asta de algunas de las banderas del edificio de naciones unidas (preferiblemente a la Inglesa)… y es que primero pensé en darle una muerte grande.

Algo así como jugar su juego de abalorios y convertirle alguna de sus pesadillas insoportablemente bellas en una muerte sin sentido, glamorosa, pero vacía. Pensé que se moriría de disgusto pensando que su muerte podría ser gigante y vacía.

A ese nivel estaban mis sentimientos hacia Jorge Luis Borges un día jueves, a las dos y media de la mañana, sentado al lado de Mónica en un Ford Falcon del 62, mientras esperábamos el cambio de luz en un semáforo desierto del Barrio Norte de Buenos Aires.

Y sí, Borges iba pasando por la cebra, o por la cierva, lo mismo da, de la mano de la María. El cuerpo se le caía sobre Borges, hubiera dicho el muy ladino. Y me dieron esos salvajes deseos de matarlo, de acabar con aquel parásito para siempre. Miré a Mónica y con una rabia bien desaforada y sabrosa dije: lo piso, carajo, lo piso al viejo de mierda… Y la Mónica muda. Pero mirá, si hasta se paró a descansar en medio de la calle el muy boludo, le dije. Y la Mónica, dudando, me decía:

—Mirá que después no vas a poder sacártelo de arriba por la mañana al vejestorio, ¿vos sabés lo loco que debe ser ese asunto de tener a Borges en la conciencia?

Pero Borges se me iba, se me escapaba hacia el borde salvador de la acera y yo ya no pude contenerme: apreté el acelerador hasta el fondo con un rugido victorioso y les tire el Falcon encima… y  lo hice papilla, lo revolqué, lo destripé, lo mate, por fin, a Borges.

La María se había quedado muda de terror y nos miró como quien mira al diablo salir del Falcon en estampida y robarnos el cuerpo sin vida de su Borges. No gritó, solo nos miró he hizo un gesto condescendiente, como de maestra cansada.

Lo alcé por los sobacos y comprobé que, tal y como sopechaba, la cabeza pesaba al menos el triple de lo que aparentaba. La Mónica, sin embargo, me dijo que las piernas eran livianas, como una cometa, y comprobamos con asombro que llevaba lastres de arena en los bolsillos del pantalón, lo que me encabronó sobremanera ante la idea de que siempre había tenido la posibilidad de volar y que había renunciado a ello vaya usted  saber por qué sabia e insufrible razón.

Al llegar al apartamento lo deposité en el cuarto de baño, bien lejos de mis libros: sabía que una vez había imaginado el Paraíso como algún tipo de biblioteca. Y me senté en la terraza con el firme propósito de olvidarlo, de destruir su memoria, de deshacerme de una vez de su quimérico museo de formas inconstantes.

A mí me quedó esa clarividencia que destruye a los intrascendentes cuando al fin se dan cuenta que el olvido es la única venganza y el único perdón, a Mónica, la satisfacción de haber tenido la razón cuando me dijo que aquello era bad business. Y es que, al otro día bien temprano, a eso de las cinco y media de la mañana, ya estaba Borges parado frente a la puerta de mi casa, tocando el timbre con esa insistencia estúpida de los clarividentes y preguntando por su cadáver para cremarlo y meterlo en algún ánfora insoportablemente helénica.

Creo que eso fue lo que dijo.

 

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit