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El circo de las criaturas malignas

 

En renta

Pim, pump, bang, ouch, plash: la televisión se ha encargado de modificar nuestras conductas sociales.

El sólo hecho de aparecer a cuadro, o de plano ser ignorados, remite de manera brutal al reino de los arquetipos y supera el discurso tradicional.

Los talk shows, en donde el conductor toma de su fólder de tarjetas opinativas un gancho para el siguiente segmento, provocan en la audiencia, un tanto locuaz, un tanto imbécil, una constante actitud descarnada de autocompasión.

Para lograrlo la imagen de los participantes debe ser precaria. Los productores se encargan de motivar la tarea de destruir la autoestima: la idea del mito-tabú-y-demás-razones-de-cuyo- nombre-no-hay-memoria, de animal social de Levi Strauss al complejo de Marshall McLuhan.

Los valores supuestos demuestran que a mayor intensidad y parentesco con lo trivial, absurdo e imposible, mayor respuesta de la audiencia en puntos porcentuales: la televisión es un producto, ha pasado de aquel instrumento útil para ver el mundo en escenas, a ser el primer monstruo mitológico con miles de ojos: hay uno en la sala, uno en la recamara, uno con mis hijos, y uno en el bolsillo.

La televisión inserta en el espectador una vía efectiva de escape.

Es para mañana

La idea destinada a mostrar una realidad insuperable difama los ánimos. Como ejemplo: el interlocutor aplaude exhaustivo al panelista invitado que ha cercenado una cantidad impresionante de senos a mujeres de la calle.

Junto a él está el especialista en conductas criminales. Confeso, y jamás arrepentido, aparece con peluca para proteger su identidad solventada con el auspicio de una placa policiaca.

Armar o negar promete nuevas experiencias.

Estos programas hechos desde Miami muestran al segmento de los latinos que por el hecho de ser una minoría-mayoría abrumada en Norteamérica, se convierten para los productores del talk show en criaturas malignas de circo inhumano.

El show de la mujer que por venganza hacia sus padres se convirtió en mitad araña, que durante la infancia escamoteó las travesuras en el pueblo, mañana será visto y exclamado con repulsión por el auditorio multiracial en el continente.

El paradigma demuestra la perfecta unión de tótem: te doy un poco de intimidad de mi hogar y me devuelves la oportunidad de viajar en avión, dormir y comer en un hotel mediano (¡recuerda el ruinoso hotel de paso a la salida de la universidad con el novio a cuestas!), para volver al país de origen con la maleta llena de recuerdos curiosos.

“¿Te fijaste qué bien te veías en la televisión?, chance y te contraten para conducir un programa, al cabo todos te aplaudieron más que a la conductora”. La dignidad de los medios en el talk show no permite alternancia, ni movimientos acompasados: yo digo, tú dices, él dice, todos decimos y, al n, ¿a quién le importa?

¿Con tres es su ciente?

La idea del american way of life reenumera el potencial de individualizar razas. Los latinos, por el simple hecho de hablar español, merecen bailar salsa y merengue (el rock es para culturas avanzadas), vivir en ghettos, tener más de tres mujeres (la demografía en la silla del placer), fumar de manera criminal, casi industrial, tomar alcohol hasta el desmayo y convertirse en gura surrealista (y, por ende, inútil), del narcotrá co y crimen organiza- do (destruido por los extraordinarios héroes en el cine), llena de sentimientos de agradecimiento perpetuo hacia la grande América por su ayuda nanciera y de escándalos sexuales (la de los americanos; Centroamérica empieza desde el río Bravo).

La televisión de latinos en un talk show, de vaginas en eterno celo y senos al sol, de machos tatuados, con sospechosa barba de candado criminal, mirada oculta tras los lentes solares; de curiosidades etnográficas; del exilio ondeando banderas de rencor, de aquel sueño francés llamando a la unión de la América castellana; de di cultades perfectas; de diálogos unilaterales (que se convierten en monólogos de poder); de intelectuales becados a perpetuidad y del desempleo consentido como parte del plan de miseria universal.

Títulos paupérrimos como: vive en el ghetto orgulloso y la esclavitud fue abolida hace cien años, ha quedado en el abandono, ahora: trabaja, bebe, coge, coge, coge, coge, bebe, bebe, trabaja y observa televisión.

Selva y sal

Nada ha cambiado, usted es el invitado al circo interactivo. Dice: tengo aquí en la tarjeta que le gusta, antes de hacer el amor, que le embarren mermelada de fresa por todo el cuerpo.

(Risas cómplices.) Tres mil millones de espectadores observan. ¿Usted se limita a monosílabos. La conductora guía el micrófono entre los pasillos? Un invitado inquiere: ¿Oiga, amigo, de casualidad no es usted el mismo que vio a Elvis en el supermercado hace algunos años?

(Más risas.) Se de ende como puede. Su compañero de panel (en el otro extremo del continente, tiene la misma sensibilidad que usted, sólo que pre ere, en lugar de fresa, una mezcla de chorizo y ancas de rana panameñas) le ofrece la tarjeta del médico que lo atiende en una clínica de desintoxicación chilena, de acuerdo con sus necesidades. (Más risas.)

La conductora: Después de volver del corte tendremos a Eduardo Cienfuegos, cubano, apoya la nueva revolución y demás, se clava al leres llenos de gasolina, sólo en los cabellos de la cabeza. (Aplausos.)

El sudor baña su frente. La comunicación del satélite se pierde. El monitor de televisión en su sala lo sorprende con un ruido infernal. Misteriosamente, usted ha dejado de existir.

Al regresar, la conductora pide un minuto de aplausos en recuerdo suyo. Los créditos nales aparecen con sinceridad. La voz en off concluye: A continuación, su novela favorita; y al terminar, el noticiero de la noche.

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