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El cielo de Lima y el reseñador perplejo.

Se ha hablado mucho de El cielo de Lima desde que se publicó (Salto de Página, 2014). Tanto, que pensaba que no merecería la pena escribir otra reseña ensalzando las virtudes de una de las novelas españolas que más he disfrutado del siglo XXI. Recuperar el borrador, con las pocas líneas que escribí al leerla, no se debe a que el libro haya ganado El Ojo Crítico 2014 (aunque mal no ha venido). La verdadera razón se encuentra en una noche regada de cerveza, durante la cual le confesé al autor, Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984), que estaba intentando redactar una crítica de su última obra, pero que me salía demasiado laudatoria y no acababa de convencerme tanto peloteo. Un peloteo que no era capaz de justificar desde mis humildes conocimientos («Tiene algo especial», le dije, «pero no puedo explicar el qué, me tiene desconcertado»). Él, más listo que yo, aprovechó mi embriaguez para sacarme el compromiso de repensarla, terminarla y publicarla. Así que aquí va, sin cortarme un pelo en la adulación, vaya el aviso por delante.

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En algunas ocasiones tiendo a simplificar para no volverme loco. Es en esos instantes cuando renuncio a pensar en una gran obra literaria como un sistema de virtudes entrelazadas, casi imposible de esclarecer. No, en esos instantes de feliz displicencia, identifico la valía de una obra literaria con su capacidad de generar sorpresa. Sorpresa, entendida como un atributo que podríamos sintetizar en la siguiente fórmula reactiva: «Coño, yo no sabía que esto se pudiera hacer así».

Lo que verdaderamente me ha sobrecogido de esta novela se resume en una emboscada: aquella en la que han caído fulminadas mis ideas acerca de lo que puede ser actual, lo que puede ser fresco, lo que puede ser nuevo. El cielo de Lima, en mi caso personal, ha constituido un hallazgo de aquellos que te discuten, no sólo lo que piensas de la literatura, sino también lo que piensas de ti mismo.

Me explico: en principio, estoy convencido de que el espíritu de mi generación se retrata con vitriolo. Los productos culturales que han influido en los creadores jóvenes que trabajan a mi alrededor parten de ahí: reflejar o ridiculizar lo que odiamos para que así emerja sutilmente lo que amamos, sin necesidad de mentarlo directamente. Desde Monty Python a Michel Houellebecq, pasando por Family Guy o David Foster Wallace, el sarcasmo, la hipérbole, el esperpento, se han convertido en herramientas imprescindibles para ahorrarnos tener que desvelar explícitamente el contenido de nuestros corazones. Hasta el punto de que uno (yo) llega a tildar una obra de moderna cuando se encuentra cargada de humor negro y mala hostia. En este mundo confuso, es más fácil que todos estemos más de acuerdo en lo que detestamos que en lo que amamos.

Que no se interprete esto como una crítica contra una forma de expresar de la que me siento parte. Pongamos como ejemplo otra grandísima novela de 2014, Deudas Vencidas, de Recaredo Veredas (también Salto de Página), un texto delicioso, con el que disfruté de la primera a la última página; una obra tremendamente actual, escrita por un autor a quien puedo imaginar sometido a las mismas influencias que yo. Me hubiera encantado escribir la maravillosa Deudas Vencidas. Pero no me sorprende su existencia, y eso es lo que la diferencia de El cielo de Lima. La primera perfecciona y pule un camino por el que a muchos nos gusta transitar. La segunda inaugura un sendero que yo, al menos, desconocía.

El cielo de Lima (si me permiten esta mierda de frase) El cielo de Lima es amor.

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Es cierto que no le falta salero, incluso acidez (sobre todo en la desmitificación de la figura de Juan Ramón Jiménez). Sin embargo, creo que la construcción de El cielo de Lima nace de un amor insoslayable por la creación literaria (demostrado en su faceta metaliteraria), amor por la amistad, amor por la pureza de la verdad, y amor, finalmente, por el amor.

No es que esto no haya ocurrido previamente en la historia de la literatura. Lo inusual reside en que el autor logra que suene radicalmente nuevo; lo suficiente como para que un miembro de la generación perdida, como yo (esa generación del baby boom, posteriormente conocida como generación del ocio, que luego ha sido la generación de la crisis, y después no sé cuántas generaciones con nombre despectivo más) no eche de menos su media pinta de sulfúrico.

Me preguntarán ustedes por qué, pero responder a esa pregunta supera mis habilidades como lector. Sospecho que tiene algo que ver con escribir con decisión. Una decisión conmovedora, que ha conseguido que Gómez Bárcena le dé la espalda al cinismo imperante, y reflote valores que creíamos pasados de moda, pero que necesitamos más que nunca.

Sin embargo, no lo puedo asegurar, no lo sé, estoy demasiado perplejo.

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