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El Chile que perdí

    Nací en Santiago de Chile y crecí aquí también. Pero hoy, me parece otra ciudad.  En un cuento el autor nos contaría cómo han triunfado los malos y los buenos perdieron la carrera. Me refiero a que nada es como antaño, vivo con miedo y desconfianza, son sentimientos ajenos, extraños. ¿A qué me refiero? En mi país, los robos con violencia en el último año han aumentado un 75 %, los asaltos a vehículos en un 154 %, los homicidios en un 13 % y en el sur de Chile hay una serie de actos delictuales vinculados al narcotráfico, donde ya nadie quiere ir.

     Comencé a manejar en 1990, salía sola de noche y no tenía miedo. Ocupaba la locomoción colectiva sin ningún temor. Iba al centro de la capital en micro -lo que los cubanos llaman “guagua” y argentinos “colectivo”- y a las tres de la mañana me volvía a mi casa en un taxi de la calle. Hoy, no le permitiría a mi hija de 18 años nada de eso, menos salir sola de noche ni tampoco en Uber. Yo también tomo precauciones. Ya no voy donde quiero, menos si está oscuro, mi bolsa de mano la cuido como si fuera una extensión de mis brazos y le aviso a mi marido dónde iré.

     Yo no soy temerosa, más bien no lo era.

     Hasta una noche de octubre del 2021.

     El atardecer regalaba sus tonos pasteles típicos de la primavera y volvía a casa feliz, había sido una excelente sesión del taller de lectura que estaba impartiendo en un café ubicado en un sector seguro -o eso creía- de Santiago. Habíamos revisado Tú no serás como las otras madres. Iba en dirección al oriente por la carretera Costanera norte cuando un automóvil me sobrepasó y me impidió continuar. Recuerdo lo que pensé: esto no me está sucediendo, no es verdad. Pero sí lo era. Nunca había estado tan cerca de una pistola y de tal agresividad de unos jóvenes veinteañeros, vestidos de negro y con el rostro cubierto con unos pasamontañas. Entregué todo, qué más da, el auto, el anillo, el teléfono. Quedé sola en la mitad de la noche. Ellos me arrebataron mi confianza y la paz con la que solía vivir. Hasta ese miércoles las cifras de los asaltos eran las de los otros.

     La violencia se convirtió en una primera persona, en un yo.

   A pesar de la desolación, agradezco a los seres anónimos que tuvieron el coraje de detenerse en su camino para contener mi pánico.

     Y soledad.

     Ignoro quiénes fueron.

   Un conductor se bajó de su auto y se sentó a mi lado, nunca supe cómo se llamaba. Era grande y en otra circunstancia habría dudado de sus intenciones. Él me contuvo con sus preguntas: ¿Estás bien? ¿Te pasó algo? ¿Podemos llamar a alguien? Marcó al móvil de mi marido.

     Luego Julián, un ciclista vino en mi auxilio y una mujer que estaba corriendo, me ofreció ir con ella a su casa.

     Un camionero me regaló su botella de agua. No me importó el Covid-19, bebí de su agua.

     A los pocos minutos llegó seguridad ciudadana. Luego, varios carabineros.

     Seguía oscuro, pero iba naciendo otra vez la luz.

     Me la regalaron esos seres anónimos.

     Sin embargo, lo que vino fue una serie de eventos que me hizo sentirme como si yo hubiera cometido el crimen. Me tuve que ir en un auto de carabineros a la comisaría. Otra primera vez. Allí me esperaba mi marido. Yo, temblaba. Ese fue un abrazo de los buenos y la antesala del calvario que se aproximaba. Tuve que relatar más de tres veces lo que sucedió, como si yo hubiera sido la criminal.  A medianoche, un policía de investigaciones me telefoneó para citarme a su cuartel a su cuartel a declarar.

     ¿No tienen un sistema integrado de información? Logré posponer esa visita.

     En mi casa vino el segundo abrazo reconfortante: mis hijos.

     Al día siguiente fui a declarar a la policía de investigaciones.

     Pero nadie me preguntó por lo más importante y hoy quiero hacer mi propia declaración:

     Yo, Karen Codner, ciudadana chilena, declaro que los delincuentes me robaron más que mi auto, el computador, el teléfono y el anillo que me regaló mi marido cuando nació mi primogénito hace veintitrés años. ¿Qué les puede interesar mi cuaderno con notas y un capítulo reescrito de mi próxima novela? ¿Un ejemplar de “Yo no soy como las otras madres”?

     Ustedes me robaron mi confianza.

     Y la memoria escrita en papel y de lápiz. Reflexiones del 2021. La agenda de ese año. Mis WhatsApp que son otro tipo de memoria.

     Ustedes vinieron con sus gritos y sus balas. Usurparon mi alegría. Y mi confianza.

 

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